Crimeluña
Cada cual responderá lo que quiera, pero me parece que éste es el punto decisivo y que aquí Cataluña y Crimea se parecen como dos huevos de gallina. Me pregunto si al intentar negar eso no estamos cometiendo ese pecado tan típico de políticos y medios de comunicación, que consiste en mirar sólo un lado de las cosas (naturalmente: el que nos interesa) cuando la realidad es siempre bipolar y dialéctica.
Si en este punto parece que doy la razón a ese verso suelto del gobierno que es el ministro de exteriores, se la quito en cuanto a la oportunidad de su declaración, de la que no sé si arrepentirá algún día. Porque la realidad es tozuda; y cuando una realidad está ahí, al final no hay constitución que la frene. Sospecho que el futuro de Crimea acabará poniendo esto de relieve. Y no sé si entonces el citado ministro mantendrá la paridad entre Crimea y Cataluña.
Pero no escribo estas líneas para hablar de Cataluña, sino porque me preocupa la deriva de Crimea y el horizonte de una tercera guerra mundial. Si alguien leyó la autobiografía de Stefan Zweig (El mundo de ayer) seguramente le llamaría la atención al leerla lo inesperadas que fueron las dos pasadas guerras: cómo todo el mundo daba por seguro que al final las potencias acabarían entendiéndose porque la guerra no interesaba a nadie… hasta que un día un incontrolado comete un magnicidio y la arma (nunca mejor dicho). O cómo en Inglaterra (donde vivía Zweig, ya huido, por aquellos años) se daba por descontado que Hitler era un poco loco; pero sólo quería sacar pecho y recabar reconocimiento y acabaría moderándose… Y otra vez, se equivocaron.
Con estas alusiones de ningún modo doy por seguro un nuevo desastre bélico. Líbreme Dios. Pero tampoco quiero olvidar lo que cuenta Zweig que le decía el anciano y enfermo Freud por aquellos días: que “la barbarie es inextirpable del alma humana”. Parecido al famoso verso de Jeremías: nada hay más oscuro y enrevesado que el corazón humano. Que debería ser completado con otro verso: nada hay más admirable y hermoso que el corazón humano. Y entre ambos extremos se despliega nuestra tarea vital.
Pero dejemos a Freud y volvamos a Crimea. Vamos a suponer que no hay más allá de un 25% de posibilidades de acabar en guerra. Poca cosa: pero el desastre sería de tal magnitud que debería alarmarnos más, como nos alarmamos cuando vemos que partidos fascistas comienzan a crecer en Europa hasta asomarse a ese mismo 25%. Ahí ponemos en el cielo un grito que no ponemos ante la perspectiva de una nueva guerra mundial que sería muchísimo más grave. Esto es lo que me preocupa.
Y aunque, como espero, no ocurra nada de eso, quedan en pie otras reflexiones. Por supuesto, Putin es uno de los jefes de estado más impresentables y menos fiables del momento. De acuerdo. Pero también a esas gentes hay que darles la razón que tengan y cuando la tengan. Y, aunque no nos guste, a Putin no le faltan razones en el caso de Crimea. De entrada deberíamos reconocer que Crimea es mucho más rusa que europea y tiene visos de normalidad el que vuelva a su origen. Que Crimea es rusa me parece quizás más claro que el que Cataluña sea una nación (y al hablar así no pretendo quitar verdad a lo segundo sino subrayar lo primero y pedir honradez con la realidad). La desmembración de la URSS se hizo de manera precipitada, sin otra obsesión que la del mercado, y dio lugar a fronteras absurdas, como había pasado en otros países africanos o latinoamericanos tras la descolonización. En este sentido Putin tenía razón en el fin, aunque no haya tenido ninguna razón en los medios usados para ese fin.
Tiene razón también cuando acusa de hipócrita a Estados Unidos. Un país que mantiene la cárcel de Guantánamo o que se niega a reconocer la existencia de autoridades internacionales (o pone como condición que no le afecten a él), está demasiado deslegitimado para actuar ahora como instancia de derecho. Y Europa, que podría serlo, ha traicionado sus raíces plegándose a los criterios mercantiles de EEUU, y se encuentra en situación parecida. Esto puede dar a Putin un título demasiado colorado para imitar los malos ejemplos de sus censores.
Como se lo da también el hecho de que tras sonoras bravatas sobre sanciones a imponer, lo que se ha hecho hasta hoy es como poner mercromina en una herida de bala… Quizá no podemos hacer más. Pero sospecho que incluso si se lograra una asfixia económica para Rusia, le haría menos daño del que buscamos porque la situación dictatorial de aquel país obligaría a callar a las víctimas que, además, tendrían el falso consuelo de un patriotismo ruso exaltado. En cambio, no sé si Rusia puede hacernos más daño a nosotros con la cuestión del gas. Porque nosotros somos mucho más esclavos de nuestra energía de lo que un campesino ruso puede serlo del pan.
Creo, por supuesto, que hay que dialogar sin cansancio. Pero en política, dialogar significa estar dispuesto a ceder, sin pensar como don Mariano que, como la verdad la tengo yo toda, no puedo ceder en nada y por eso no se ve para qué puede servir un diálogo... Desde una disposición mutua a ceder no sé si hubiera sido posible (ni si aún lo sería) que Occidente y Ucrania aceptaran una vuelta de Crimea a Rusia, a cambio de que eso se hubiera hecho sin nada de violencia y asegurando legalmente un respeto a Ucrania y unas garantías suficientemente respirables para los tártaros de Crimea. Sé que eso es fácil de decir a toro pasado. Y no lo digo para dar lecciones a nadie sino por si todavía fuese posible, caminando por ahí, reducir casi a cero las posibilidades de otra guerra.
Pero la lección definitiva y repetida es la absoluta necesidad de una autoridad mundial, tan insistentemente reclamada por papas y la Doctrina Social de la Iglesia, y desoída por todos los poderosos de este mundo. Yo ya no lo veré pero ésta sería mi mayor recomendación a los jóvenes a quienes dejamos un mundo como para avergonzarnos… Y que no olviden aquello de que “tanto va el cántaro a la fuente que, al fin, se rompe”. (19. Marzo. 2014)