¿Hambre de justicia o sed de venganza?

Si hay alguna aspiración universal, y necesaria para nuestra vida humana personal o social, es la justicia: una justicia plena, ecuánime, no ya reparadora sino hasta creadora. Por otro lado, si hay alguna constatación universal y permanente en nuestra humanidad es la inevitable imperfección de nuestra justicia: no solo por corrupción o sobornos, sino por limitación misma de nuestra condición humana: ni somos infalibles, ni tenemos todos los datos, ni podemos recuperar a las víctimas.

Esa inevitable imperfección de nuestras justicias es uno de los factores que contribuye a que el hambre de justicia se convierta muchas veces en sed de venganza. En plena guerra mundial, S. Weil escribía desde Londres: “hay una sola cosa en la sociedad moderna más horrible que el crimen; y es la justica represiva.

Cada vez que un hombre habla hoy de castigo, de pena, de justicia en sentido punitivo, se trata solo de la venganza más rastrera”. Creemos que ese turbio regodeo ante el sufrimiento del otro repara nuestro propio sufrimiento. Pero no es así: más que restaurarnos nos envilece. Y, si en la injusticia había habido víctimas mortales, tampoco nos las devuelve.

De esta intuición brotó la supresión de la pena de muerte, uno de nuestros grandes pasos positivos hacia la humanidad. El cual nos está diciendo que los aspectos punitivos de nuestras justicias humanas no lo son porque creamos que el dolor del verdugo “hace justicia” a la víctima, sino por la necesidad social de proteger a la sociedad de nuevas injusticias y nuevas víctimas.

Ese tremendo desgarro de nuestra condición humana parece sugerir que solo Dios (si existe) podrá hacer justicia plena. Y se convierte en clamor por que, al menos, exista esa Justicia trascendente ya que hemos constatado la imposibilidad de una justicia perfecta inmanente.

Pero eso tiene un precio importante: no podemos erigirnos nosotros en jueces de otras personas. Podemos condenar, y a veces con dureza, las acciones de los otros; por supuesto. Pero nunca sus personas que siempre se nos escapan. Esta es una de las exigencias más radicales (y más quebrantadas) de la fe cristiana, puesto que el cristianismo anuncia y promete esa justicia trascendente y plena. Por eso quisiera mostrar algún ejemplo concreto de esa exigencia.

En su carta a los romanos, Pablo da un buen repaso a una serie de conductas del paganismo que, en lenguaje suyo, “desfiguran la verdad con la injusticia”. Pero, cuando el lector judío quizá está frotándose las manos ante aquel varapalo, Pablo se encara con él y le dice: “tú eres igual que el pagano, tan condenable como él”.

No ya por esas incoherencias tan humanas de que cosas que condenas en él las haces tú también (cosa que presencié un par de veces en la España del aborto ilegal), sino por algo mucho más serio: porque al juzgarle y condenarle a él te pones tú en el lugar de Dios, único a quien compete el juicio.

Otro ejemplo: visto que Pilar Rahola tuvo el detalle de levantar su voz no creyente en favor de tantos cristianos perseguidos hoy, echemos una rápida mirada a las primeras persecuciones. Cuando la durísima persecución de Decio, en aquel clima de temor e inseguridad, en que ya no sabes si vas a ver a tu mujer o a tu hijo maltratados en público o echados a las fieras para diversión de una multitud de locos hubo, al menos en África, algunos cristianos que decidieron montar una especie de guerrilla urbana para castigar a los perseguidores. Otros, sin llegar a tanto, se negaban a que fueran readmitidos en la Iglesia aquellos que habían apostatado por debilidad y luego querían volver a la comunidad. Surge aquí la voz de san Cipriano, una de las grandes figuras de la época. Se hizo cristiano siendo ya adulto, explica en una carta lo que le costó dejar las costumbres o vicios de su vida anterior, tuvo conflictos con Roma ya de obispo (para que nos parezca más progre). Y, por supuesto, acabó mártir también él. Pues bien: Cipriano se encara con aquellos cristianos decididos a la violencia y les explica: el juicio definitivo lo hará Dios; lo que os toca a vosotros ahora es tener paciencia.

En esa paciencia esperanzada, unos imaginarán que Dios descargará violencias infernales sobre aquellos criminales (así rezan algunos salmos cuya dureza sorprende, pero ayuda a percibir la dura experiencia de un sufrimiento intenso, injusto y constante). Otros se limitarán a dejar esa justicia en manos de Dios, renunciando a imaginar nada y sabiendo que la verdadera justicia no consiste en destruir al criminal sino en reconstruirlo. Eso dependerá del nivel humano o el dolor de cada cual. Ahora lo importante es que aquella paciencia impidió que el hambre de justicia se deformara en sed de venganza. Y además, impactó tanto a los mejores paganos, que varios de ellos se hicieron cristianos.

¿Es eso una locura cristiana? Fijémonos un momento: la historia de Europa comienza con una “guerra mundial” (la llamada guerra de Troya) donde la “ira funesta de Aquiles causó miles de males”. Así cantan los dos primeros versos de la Ilíada que luego, en su canto 18, pone en boca de Aquiles este lamento: “ojalá perezca, tanto en los dioses como en los hombres, esta cólera que provoca en el hombre furor, por razonable que pueda ser. Y que parece más dulce que la miel a la lengua, cuando crece como una humareda en el ánimo humano. También yo he sido puesto en cólera”…

¿Dónde está pues la locura?
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