"Buena parte del pecado humano consiste en dar a las cosas un nombre falso en vez de llamarlas por su nombre" Ucrania, Marruecos... Mentir diciendo verdades: el arte de cambiar las palabras
"No parece justo que un Cristiano Ronaldo o un Messi, por ejemplo, paguen por un litro de gasolina el mismo impuesto que pagará el pobre señor que se desplaza en una moto de segunda mano (y no para un viaje de placer sino para ir al trabajo)"
"Nuestra sociedad (tan pobremente progre por mucho que presuma) así como ha conseguido fijar un “salario mínimo” y una renta vital mínima, todavía no ha conseguido establecer una cifra máxima, a partir de la cual, todo aquello que uno gana o posee, deja de ser suyo y pasa a ser una retención de lo ajeno"
"Cuando he dicho rendición he querido decir simplemente que, en esta partida, Marruecos es mucho más fuerte que nosotros porque tiene tres ases fundamentales, mientras que España apenas tiene más que una sota"
"Cuando he dicho rendición he querido decir simplemente que, en esta partida, Marruecos es mucho más fuerte que nosotros porque tiene tres ases fundamentales, mientras que España apenas tiene más que una sota"
Una de las maneras más fáciles (y más hipócritas) de ocultar la verdad es pronunciar frases que son correctas en su estructura pero donde está cambiado el significado de las palabras con que designamos a las realidades que intervienen en aquella frase. Veamos:
1.- Si no lo he explicado bien, lo aclarará mejor el señor Putin cuando nos dice que “si Mariupol no se rinde se producirá una catástrofe tremenda”. Se producirá es un verbo impersonal: la catástrofe puede provenir de las parcas, de la Moira, del destino o de la naturaleza… Nadie tiene la culpa de esas desgracias.
Pero el sentido verdadero de la frase es este otro: si esa ciudad no se rinde cometeré un crimen monstruoso. La frase dice lo mismo, pero sus consecuencias y su significado son muy distintos: por una catástrofe que “se ha producido” ella sola, no se puede llevar a nadie ante el Tribunal Penal Internacional…
2.- Esa lección de Putin nos permite juzgar mejor algunos episodios de nuestra vida hispana. Oímos hablar con frecuencia de “bajar impuestos”. Pero impuestos es una palabra ambigua y polisémica, que designa al menos tres prácticas distintas.
La primera es eso que llamamos IVA, un impuesto indirecto, necesario y cómodo, pero que afecta de manera muy distinta a ricos y pobres: no parece justo que un Cristiano Ronaldo o un Messi, por ejemplo, paguen por un litro de gasolina el mismo impuesto que pagará el pobre señor que se desplaza en una moto de segunda mano (y no para un viaje de placer sino para ir al trabajo).
Impuestos designa también aquello que cualquier ciudadano, por el hecho de serlo, debe aportar a la vida social. Y, aunque este es el significado propio de la palabra, resulta ser también el que ofrece más posibilidades de escaqueo: bien sea por los paraísos fiscales (que combatimos muchísimo menos de lo que deberíamos), bien sea porque, aunque se reconoce que esos impuestos deben ser progresivos, tal progresividad resulta muy enclenque a la hora de aplicarla.
Finalmente llamamos también impuestos (erróneamente) a lo que en realidad son devoluciones de cantidades que ya no nos pertenecen por la simple razón de su tamaño pues el derecho de propiedad, por muy sagrado que sea, es también un derecho limitado, que cesa en cuanto impide el principio fundamental de que los bienes de la tierra son para todos los seres humanos.
Pero nuestra sociedad (tan pobremente progre por mucho que presuma) así como ha conseguido fijar un “salario mínimo” y una renta vital mínima, todavía no ha conseguido establecer una cifra máxima, a partir de la cual, todo aquello que uno gana o posee, deja de ser suyo y pasa a ser una retención de lo ajeno (un robo para decirlo más claro). “Quien es muy rico es ladrón o hijo de ladrón” decía san Juan Crisóstomo y otros Padres de la Iglesia. Y por tanto, si en esos casos se te imponen unos “impuestos” del 80 o 90%, no hay aquí ningún robo sino una devolución. Otra cosa será, y muy importante, quién y cómo administra después esa recuperación; pero sigue siendo verdad que si a una fortuna de diez mil millones, se le imponen unos impuestos de nueve mil, no se comete ahí ninguna injusticia. Incluso T. Piketty, con sus análisis históricos, ha demostrado que así funcionaban mejor las cosas de la economía.
3.- Y un último ejemplo de esas mentiras camufladas es lo que nuestro presidente del gobierno ha llamado “una nueva relación” con Marruecos, en lugar de decir la sencilla verdad: una rendición ante Marruecos o una traición a la república saharaui: sobre todo porque no hay garantía alguna de que un país dictatorial como Marruecos no acabe tratando a la república saharaui de una manera indigna. Y añado que, aún más grave que el paso dado aquí por nuestro gobierno, me parece esa manera de definirlo. Las palabras de Sánchez me resultan dignas de aquel discurso del señor Fraga cuando se dio la independencia al Sahara, proclamando que España no es un país colonial sino forjador de pueblos o cosas parecidas.
Cuando he dicho rendición he querido decir simplemente que, en esta partida, Marruecos es mucho más fuerte que nosotros porque tiene tres ases fundamentales, mientras que España apenas tiene más que una sota. Ahí están la pesca, el control o descontrol de las migraciones y el problema de Ceuta y Melilla, que quizá sea la base última de todo, y que más honesto hubiera sido poner sobre la mesa en lugar de pretender que seguimos cumpliendo la decisión de Naciones Unidas sobre la república saharaui.
Ceuta y Melilla constituyen una de esas anomalías, residuos de injustos pasados coloniales que quedan por el mundo: no son territorio español pero tienen población española. Como el Ulster y Gibraltar no son territorio inglés, aunque tengan población británica. Y como Argelia no era “territorio” francés, a pesar del escándalo que levantó De Gaulle cuando se atrevió a decir eso. Y como Angola o Mozambique no eran territorio portugués por más que se las llamara “provincias de ultramar” (otra vez la mentira de la palabra).
Esto constituye un problema serio y difícil porque los territorios no tienen derechos sino solo geografía, y las personas sí que tienen derechos. Esos problemas quizá se resolverán algún día en la historia, pero temo que no se resolverán bien si preferimos cerrar los ojos ante el problema en lugar de buscar cómo abordarlo. Y toca a los políticos “poner el cascabel al gato”: que para eso se hicieron políticos, no para ser los únicos trabajadores que se asignan el sueldo a sí mismos.
Por eso, ante la eventualidad de que un día las cosas se resuelvan de golpe y mal (como suele pasar en la historia), me atrevo a preguntar: ¿no sería mejor ir buscando una solución a largo plazo (dos o tres generaciones) que, al final, devolviera a Marruecos los territorios y respetase el derecho de las personas, facilitando poco a poco su retorno a la península? Y, lógicamente, financiado eso por Marruecos que es quien reclama algo que cree suyo.
Pero ahora no tratamos de abordar problemas, sino de alertar sobre tantas mentiras vestidas de verdad. El Génesis ya dice que era misión del hombre dar nombre a las cosas. Pero luego de la caída, buena parte del pecado humano consiste en dar a las cosas un nombre falso en vez de llamarlas por su nombre.
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