sale en La Vanguardia de hoy domingo Paladear el misterio
saborear bien lo que ofrece la vida, sin pretender devorarlo ni apropiárselo, es la mejor manera de sentirse humanamente lleno. y esto vale sobre todo del misterio que nos envuelve
| José Ignacio González Faus
Me lo explicaba un matrimonio amigo, con una pareja de gemelos ya adolescentes. Él no come sino que devora: aún no ha acabado de triturar un bocado y ya está metiéndose en la boca el siguiente; y se traga los manjares sin haberlos masticado bien. Ella es exactamente al revés: la vemos masticar y masticar y solo cuando tiene la boca bien vacía pasa al bocado siguiente, que lo ingiere como si fuera el primero de aquella comida. Yo diría, comentó la madre, que ella disfruta de lo que come, mientras que él disfruta solo del hecho de comer; él como acaba tan pronto, pide más; ella como saca todo el jugo de cada bocado, no necesita ingerir tanto.
Y claro: es mucho más sana la forma de comer de ella, que no obligará al estómago a gastar tantos ácidos para disolver lo mal disuelto.
Valga esta anécdota como explicación del título. Todos vivimos inmersos en una especie de misterio que no sabemos lo que es; pero en algún momento podemos haber tenido la sensación de sentirnos ante él y envueltos por él. El no creyente puede quedarse entonces en silencio, en un silencio lleno que no necesita palabras; pero que, sin ellas, transmite una sensación de paz y un mensaje como de sentido, que condicionan nuestra reacción y nuestra resonancia ante el mundo que nos envuelve.
El cristiano cree que puede dar nombre a ese misterio. Se llama Amor (con mayúscula para diferenciarlo de nuestros amores minúsculos). Y es un Amor infinito, entre realidades que podemos llamar “Personas” (porque no tenemos otra palabra), pero que no por eso dividen el Amor: pues este sigue siendo una única realidad. Y notemos cómo esa aspiración late tácita en todos los amores humanos: él y ella quisieran seguir siendo lo que son (él y ella) pero, al mismo tiempo, tan unidos que son una sola realidad: “una sola carne” se atreve a decir la Biblia. La fe cristiana te hace sentirte entonces no como distante de lo humano sino como una explicitación de lo mejor de aquello humano. Esta es quizá la ventaja del creyente.
Pero ¡atención!: porque toda ventaja suele tener algún peligro. El poner nombre a las cosas tiene el riesgo de disminuirlas, apropiárselas y ponerlas por debajo de nosotros. Si hay algún peligro de exageración en el antropocentrismo de los primeros capítulos del Génesis no está (como dijeron algunos mal informados) en el mandato de “dominar la tierra”: porque eso solo significa humanizarla, hacerla habitable. Está en el detalle posterior de que Adán “puso nombre” a todos los seres vivos (Gen 2,20). Es verdad que entre todos esos vivientes no entra todavía la mujer; y quizás es esto lo que quiso destacar el Génesis. Pero cuidado: porque dado lo que significa el nombre en la mentalidad semita (y que no es un mero vestido de quita y pon, sino la realidad misma de la cosa), esa conducta de dar nombre degenera fácilmente en actitudes de superioridad, de apropiación y de falta de respeto.
Y cuando esas actitudes configuran nuestra personalidad, nos volvemos incapaces de paladear el Misterio: intentamos apropiarnos de él como el muchacho del ejemplo que abría estas líneas. En lugar de abrirnos silenciosamente ante el misterio pretendemos dominarlo y le despojamos de su carácter de Misterio y de Infinito.
Y esto que acabo de decir puede ser, actitudinalmente, un peligro de todo creyente. Pero expresamente es un peligro de todos esos que se llaman "teólogos". Por eso es bueno concluir esta reflexión con aquellas palabras de Tomás de Aquino: “lo máximo que el hombre puede conocer acerca de Dios, es caer en la cuenta de que no ha dicho nada en todo lo que acaba de decir” (De Potentia, q 7, a.5).
O dicho de manera más terrenal: quien conoce la diferencia entre el jabugo y los demás jamones es el que ha saboreado bien los dos; no el que explica esa diferencia de manera teórica, por bien que lo haga. Me vienen ganas de decir que el primero es un auténtico místico del jamón, el otro es solo un “teólogo” del jamón.
Después de lo cual, ya no queda más que quedarse en silencio intentando saborear el Misterio.