¿Patria o matria?
Las teologías feministas han puesto de relieve una trágica patriarcalización del lenguaje sobre Dios que origina una imagen deformada de Dios, con consecuencias nefastas para la fe. Es inevitable que el lenguaje llegue a nosotros configurado por una historia y por las limitaciones de esa historia que muchas veces ya no podemos cambiar pero, al menos, deberíamos comprender, aclarar y esquivar. En el tema de Dios nuestro cristianismo ha deformado el segundo precepto del decálogo, diluyendo la prohibición radical de “hacer imágenes de Dios” en un “no tomar el nombre de Dios en vano”.
Esta deformación arranca de la lucha contra los iconoclastas (s. VIII) que, exagerando el segundo mandamiento, prohibían también las imágenes de Cristo. Les condenó el segundo concilio de Nicea (787) porque, con la encarnación, Cristo se convierte en verdadera imagen de Dios. Y porque, en un mundo casi analfabeto, las imágenes sustituían a la lectura y eran una forma de catequesis, como vemos en tantos capiteles de las catedrales medievales. La condena de los iconoclastas permitía imágenes de Cristo y de los personajes bíblicos, no de Dios.
En la historia de la Iglesia antigua, era frecuente que cada concilio provocara exageraciones que había de corregir un concilio posterior. Esta vez ya no hubo otro concilio (por el cisma de Focio) y las exageraciones brotaron como hongos, dando lugar a mil imágenes de Dios, todas masculinas (porque eso pedía el lenguaje corriente). Sirva como único ejemplo ese abuelo venerable del cuadro de la creación de Miguel Ángel o el Dios amenazador de su juicio final.
Bueno sería que los responsables de la Iglesia nos hicieran recuperar aquel segundo mandamiento tan decisivo del Decálogo: no te harás ninguna imagen de Dios. Porque si el mejor nombre que podemos dar a Dios es el de “Indecible” (Tomás de Aquino), a fortiori Dios ha de ser inimaginable y toda imagen de Dios tendrá algo de blasfema. Pero eso queda para los profesionales de la teología.
Hoy, tras la oportuna huelga feminista del 8M, quizá interesa más alertar sobre otras formas de nefasto patriarcalismo que, en mi humilde opinión, deberían preocupar más a las mujeres. En todas las lenguas que conozco la tierra es femenina: ¡hasta en el alemán que invierte tantos géneros haciendo masculina a la luna y femenino al sol!
Y es que hay una experiencia universal que asimila la propia tierra a todas nuestras experiencias maternas. En ella nacemos como nacemos de la madre, su paisaje es el primer marco que reconocemos como nos pasa con el rostro materno, sus alimentos marcaron nuestro paladar como el pecho de la madre. A ella no referimos con diminutivos de ternura como hablamos a veces de la mamita (la terreta, la tierruca de Pereda, el terruño…). La expresión “madre tierra” es algo más que una metáfora: por eso está presente tanto en el canto de las creaturas de Francisco de Asís como en la Pachamama sudamericana. Y todos conocemos (y hemos disfrutado) esa experiencia como de fraternidad que se produce cuando, estando fuera de nuestra tierra, encontramos algún paisano.
Según este paralelismo, la tierra que nos vio nacer debería ser nuestra matria. Eso de la madre “patria” es un oxímoron al que nos hemos acostumbrado, donde se cuela otra vez un patriarcalismo nefasto que convierte en agresiva la dulzura de la madre tierra.
La raíz y el arraigo que todos necesitamos se deforman así en autoafirmación. En la infancia, que tanto nos configura y en la que echamos nuestras raíces humanas, la madre sugiere sobre todo ternura y fraternidad igualitaria, el padre sugiere más poder y competitividad. Así nació esa expresión machista de “orgullo patrio” y el entrañable amor a la propia tierra se deformó tanto como la imagen de Dios masculinizada. Mister Trump es el ejemplo más triste de ese amor patrio machista. Pero citar a Trump solo vale la pena para que caigamos en la cuenta de que todos llevamos un pequeño “trumpito” dentro.
El resultado es que las patrias, en vez de abrazarse, no paran de enfrentarse. Ya los romanos cantaban que es “dulce” morir por la patria (dulce et decorum est pro patria mori); y eso lo decía un hombre tan escéptico y tan postmoderno, por otro lado, como el poeta Horacio. Las denuncias que hacemos hoy contra la sociedad patriarcal, deberíamos hacerlas también contra la patria patriarcal. ¿Habría tantas guerras en la historia humana si la tierra hubiese sido experienciada maternalmente y no patriarcalmente? ¿O si los patriotismos no se hubieran convertido en nacionalismos machistas?
Esa perversión del amor “patrio” ha sido bien descrita por grandes filósofos de nuestros días, curiosamente ambos de la tierra del chauvinismo: “El ‘nosotros’ que serviría para liberar al yo de sí mismo, se subordina a un ‘nosotros’ que sirve para exaltar al propio yo” (Jean Nabert). “Las pasiones suelen camuflar la inocencia de la diferencia bajo la capa orgullosa y fatal de la preferencia” (P. Ricoeur). Y el patriotismo se convierte en excusa para ignorar (y hasta exaltar) los propios defectos en lugar de reconocerlos.
Por eso creo más importante luchar por la “matria” que por la “portavoza”: porque, con esa manía de poner género a las letras, nunca podremos comernos una nueza, y se quedarán sin cantar muchas mujeres por no tener buena voza….