"El que se deja gobernar por su cuerpo no conseguirá la libertad" Libertad, humano tesoro (pensando en Cayetana Álvarez de Toledo)
"Ser libre es ser dueño de mí mismo y muchas veces llamamos libertad a diversas formas de servidumbre respecto de nosotros mismos"
"Cristo nos liberó para que vivamos en libertad"
"El hombre: un ser constituido por un dinamismo de crecimiento y de superación, y que nunca coincide plenamente consigo mismo"
"Libertad no es la esclavitud al propio ego sino precisamente la liberación del propio ego"
"El hombre: un ser constituido por un dinamismo de crecimiento y de superación, y que nunca coincide plenamente consigo mismo"
"Libertad no es la esclavitud al propio ego sino precisamente la liberación del propio ego"
En un librito sobre la recuperación de las grandes palabras, definí la libertad como “la plena coincidencia con lo mejor de uno mismo”. Me llegó después un correo de un buen señor que se declaraba extrañado por esa definición que “no acabo de entenderla pero me da la sensación de que hay ahí algo muy bueno”. Supuse que mi definición le sonaba más bien a moralidad o esfuerzo y eso parece ser lo contrario de la libertad. Pensé contestarle que ser libre es ser dueño de mí mismo y que muchas veces llamamos libertad a diversas formas de servidumbre respecto de nosotros mismos. No lo hice, y quizás es ahora el momento de retomar aquella pregunta. Ya se ve que hablamos de libertad “interior”, no simplemente de ataduras puramente externas.
Esa palabra –libertad- engloba, por un lado, todo lo que busca y proclama nuestra modernidad. Resume, por otro lado, el mensaje cristiano según Jesús, Pablo y Lutero (“Cristo nos liberó para que vivamos en libertad”). Y se encuentra hoy con que la posmodernidad parece haber extendido como un certificado de invalidez sobre aquella identificación entre Modernidad y libertad, llamándonos a una resignación revestida de humildad.
1.- El sujeto de la libertad.
Punto de partida de mi definición era una visión del hombre como un ser constituido por un dinamismo de crecimiento y de superación, y que nunca coincide plenamente consigo mismo.
Pascal proclamando que “el hombre supera infinitamente al hombre”, Camus constatando que el hombre es “el único animal que no está contento con lo que es”, Sartre concluyendo entonces que somos “una pasión inútil” porque somos la pasión de lo imposible… Desde ahí a infinidad de adolescentes que, a la hora de cuajar como personas, viven la angustia de la propia identidad y se preguntan desnortados quién soy yo, son todos testimonios irrefragables de esa especie de inquietud que no para de movernos y descompone nuestra necesaria identidad.
Todavía, ya en mis 86 años, casi no hay día en que algo me haga volver a constatar la enorme complejidad y la infinita cantidad de teclas que tenemos los seres humanos: teclas blancas y negras, de tono y de semitono, de flauta y de oboe, para manos y para pies… ¿Quién podrá abarcar la inmensa complejidad del corazón humano?, se preguntaba hace muchos siglos el profeta Jeremías. Y la pregunta sigue hoy tan erguida como entonces, aunque hoy la tecnología nos haya enseñado a a manejar muchas otras complejidades.
Los demás seres de la creación coinciden plenamente consigo mismos. No necesitan preguntarse qué es ser vaca, ni qué es ser gato ni qué es ser árbol. En cambio la identidad del hombre es una identidad dinámica y dialéctica: individuo y comunidad, presente y futuro, sencillez y riqueza, tan autosuficientes y tan necesitados del otro, con atisbos de plenitud y experiencias de insatisfacción, “carne y espíritu” (por echar mano de la terminología bíblica)… son dimensiones nuestras que luchan unas con otras y a veces hasta se eliminan unas a otras, mutilándonos cuando parecía que iban a afirmarnos.
Y, por otro lado, qué encantadora y atractiva impresión la de una persona donde todas esas dimensiones parecen estar en su sitio, vivas y en armonía, en contraste con esa sensación nuestra tan frecuente de querer y no saber qué ni cómo. De ahí esa tendencia a la mímesis, que René Girard analizó como uno de nuestros componentes más típicos y menos conocidos.
No es hora de comentar lo que tiene que ver con todo eso la definición bíblica del hombre como “imagen y semejanza” de Dios (que algunos padres de la Iglesia leían como imagen “hacia la semejanza”). Pero sí quiero evocar que muchas reflexiones teológicas identifican nuestra imagen divina precisamente con la libertad. Y así podemos retomar la definición de libertad dada al comienzo de estas líneas.
2.- Albedrío y libertad.
Dada esa pluridimensionalidad desarmónica del hombre es muy frecuente que nuestro albedrío se identifique con una de nuestras dimensiones y absolutice una manera de ser que no es la más decisiva de nuestra identidad humana. Con ello acabamos convirtiéndonos, sin querer, en esclavos de nosotros mismos. Para no citar autoridades bíblicas, oigamos al Chandogya Upanishad: “el que se deja gobernar por su cuerpo no conseguirá la libertad”. Y pongamos su ego en lugar de su cuerpo para ampliar esa lección
El adicto a la heroína reconocerá ese proceso fácilmente porque los precios de esa adicción concreta se dejan sentir en nosotros cruel e inmediatamente. Pero el adicto a otras teclas humanas (el placer, la riqueza, el reconocimiento ajeno…) difícilmente reconocerá esa “adicción” que le va quitando libertad y calidad humana. Peor aún: se defenderá apelando a la libertad y proclamándose libre. Aunque quizá en algún momento privilegiado, algo en su interior le hará lamentarse como el Segismundo de “La vida es sueño”: “y yo con más albedrío tengo menos libertad”; pero aplicando ahora esos versos no a su encierro exterior (como le sucedía al protagonista de Calderón), sino a su situación interior.
Imaginemos por el otro lado que alguien ha logrado identificarse plenamente con aquella de nuestras dimensiones que es la de más calidad humana (como son la bondad o el amor, que nunca dejan de hacer alguna llamada suave a nuestro interior). Desde esa identificación con lo mejor de uno mismo, todas nuestras demás dimensiones encuentran en seguida su sitio, en armonía unas con otras, y ningunas de ellas domina nuestro interior. Esa es nuestra más válida experiencia de lo que es la libertad.
Por supuesto, esa identificación tan perfecta con lo mejor de nosotros mismos, nunca será total y absoluta. Siempre quedará aquello que Rahner calificaba como cabos sueltos “que no han logrado ser del todo integrados en nuestra opción fundamental” (a eso es a lo que Rahner llama concupiscencia). Pero aunque no lleguemos a esa perfección, esa calidad humana y esa libertad auténtica serán perceptibles para casi todos nosotros. Precisamente por eso, el griego clásico designaba con una misma palabra (eksousía) la libertad y la autoridad.
Este es el verdadero atractivo y el verdadero “evangelio” (buena noticia) de la libertad: no el señuelo pseudopublicitario de los grandes reclamos y gritos de libertad, sino el atractivo de las personas que encontramos verdadera y profundamente libres. Viéndolas, aprendemos que libertad no es la esclavitud al propio ego sino precisamente la liberación del propio ego (dando por descontado que liberación no es lo mismo que aniquilación). Ya Pablo, cuando explicaba que Cristo nos liberó para que vivamos libres, añadía que la libertad no es la servidumbre al ego sino el servicio al amor.
3.- Un ejemplo para hoy.
El mismo día que escribo estas reflexiones, aparece en los medios la destitución de señora Álvarez de Toledo como portavoz del PP, junto a unas declaraciones suyas que califican ese gesto como un ataque a la libertad. Prescindamos ahora de lo que parece haber pasado dentro del partido, para obligar a Casado a tomar esa decisión, cuando es él quien la había elegido hace menos de un año. Los del PP arguyen que se había convertido en “portavoz de sí misma” y no del partido, lo cual refleja una fatal identificación de la libertad con el individualismo, muy típica de la sociedad capitalista.
En cambio, hacer como hizo ella una propuesta una propuesta de colaboración PP-PSOE me pareció un acto (y una propuesta) de libertad: porque, aunque es casi seguro que de momento no llegarían a nada, su partido tendría que comenzar a acostumbrarse a argumentar con razones y no con insultos ni con etiquetas. La necesidad de convertir las necesarias críticas a las ideas o a las conductas, en insultos a las personas (como hacía esa señora durante su portavocía y como hace también el señor Casado), me ha parecido siempre una falta de libertad interior.
Y podemos retomar también unas frases de la respuesta de Álvarez de Toledo a Casado, acusándolo de “confundir disidencia con deslealtad y libertad con indisciplina”. No son lo mismo, sin duda, pero porque se sitúan en planos distintos: el del modo de pensar y el del modo de comportarse. Absolutizar entonces el primero para justificar al segundo, refleja otra vez un individualismo que acaba convirtiendo la verdadera libertad en esclavitud al propio ego.
Y es que, precisamente porque el ser humano es imagen de Dios, y Dios no es Autoafirmación sino Relación (Amor), podemos volver a parodiar al poeta, como hacíamos en el título de estas líneas, y hablar no de humano tesoro sino más plenamente de “libertad divino tesoro”…