A un mes del 1 de octubre
Este mismo argumento vale para el referéndum del 1.0. Vaya por delante que soy partidario de que haya un referéndum en Cataluña: aunque sólo sea porque un problema que viene rebrotando sistemáticamente durante siglos, no se resolverá ignorándolo, ni con que Rajoy vuelva a decir en el futuro que “no sabía” que existía ese problema en Cataluña.
Incluso (y en esto difiero de Pablo Iglesias) no me importaría que, en ese referéndum Cataluña se separe de España: simplemente porque no creo en las patrias, que hoy no son más que una manera de convertir el amor que deberíamos tener a los más próximos, en una ocasión de engrandecimiento propio, de ponernos medallas con méritos ajenos y de infinitas violencias entre los hombres.
Todos esos nuevos maestros de espiritualidad que andan predicando hoy la mentira de nuestro ego, deberían comenzar predicando la mentira de las patrias porque es ahí donde más se alimentan hoy nuestros egos. Si un día Cataluña es independiente, seguiré queriendo a mis amigos catalanes igual que ahora y seguiré viviendo aquí con el mismo gusto que ahora. Cuento con que tendré que soportar una época de ridículos ditirambos patrios, pero ya de niño me acostumbré a eso con la España grande y libre, la leyenda negra o la unidad de destino en lo universal… Será otra prueba más de que la pasta humana es la misma siempre, por más que nos guste sentirnos distintos y mejores.
Aclarado esto, lo que sí creo que hay que exigir siempre en la política es el juego limpio. Y lo que le falta al referéndum del 1.O es precisamente eso: jugo limpio. Puigdemont y Junqueras saben de sobra que hoy el independentismo es minoría (al menos según todas las encuestas que ofrecen los medios); pero saben también que, en un referéndum ilegal, casi sólo acudirán a votar los independentistas y que, de esta manera, pueden dar la sensación de una clara mayoría. Es por tanto, como dijo M. Castells, una ocasión única, quizá la última oportunidad. De ahí la voluntad de no dejarla pasar, a costa de lo que sea.
Si se tratara de una partida de ajedrez, podría decirse que es una jugada genial, digna de Bobby Fischer. Pero el problema es que en la política no se juega con piezas sino con personas. Y con personas sólo vale el juego limpio. Si no saben que ése es el estado de cosas, es que son ciegos e incompetentes. Si lo saben, mienten. Y otra vez la conclusión anterior. Porque, por otro lado, si Cataluña se convierte en independiente por imposición de una minoría, habrá de soportar la presión y la demanda de los no independentistas y, para ello, necesitará volverse dictatorial. Que es lo contrario de lo que hoy reclaman todos los que esperan una Cataluña libre y más democrática.
Creo entender los afectos humanos porque soy de esa misma pasta. Y acepto que Junqueras y Puigdemont me digan que aman a Catalunya por encima de todo, aunque por encima “de todo” es mucho. Sé también, por supuesto, que las posibilidades para un referéndum legal son hoy remotas y que la tarea de hacerlas crecer será larga: he lamentado siempre la ceguera de muchos otros, tanto si visten capelo cardenalicio, como gracia andaluza, como trajes jurídicos. Pero a veces, el verdadero amor a lo que amamos puede exigirnos un esfuerzo de paciencia. Porque si no, podría pasarnos otra vez lo del mito de Orfeo con su amada Eurídice: que, por no saber dominar su impaciencia, en lugar de sacarla del infierno la perdió para siempre.
Me dice una gran amiga que no envíe este escrito porque es inútil y sólo me va a traer bofetadas. Pero no consigo resignarme a ver que los dos trenes se acercan al choque a gran velocidad, sin al menos dar un grito. Porque al fin, lo que va quedando sobre la mesa ya no son las relaciones entre España y Cataluña, sino la pelea entre dos chulos que van por ahí diciendo impertérritos: “esta pelea voy a ganarla yo”.