"Amancio, Florentino, Alicia, Ana... Esta crisis no la pueden pagar los más débiles" Carta abierta a los milmillonarios españoles
"Todos vosotros deberíais implantaros voluntariamente una especie de impuesto sobre patrimonio y ganancias que debería oscilar en torno al 90 por cien. Esa cifra suena muy bestia escrita así en abstracto. Pero es que aún es más bestia vuestra fortuna"
"Vosotros mejor que yo podéis calcular todos los problemas económicos que va a crear la peste del coronavirus en una economía que es casi toda de servicios más que de producción y donde las medidas de seguridad van a engendrar una especie de proteccionismo y unos como aranceles más inesperados que los de mister Trump"
Hermanos distantes:
Sois 29 según mis informes, y luego creo que hay como unos 70 más, un poco vergonzantes porque solo pasan de los cien millones. No cabrían los nombres de todos en esta invitación. Solo puedo evocar unos cuantos: Alicia, Ana, Sandra, Sol, Primitiva (comenzando por ellas) y luego Alberto, Amancio, Florentino, Francisco, Jaime, José Manue,l Juan, Juan José, Rafael… Siempre por riguroso orden alfabético para que nadie se sienta preterido. Mis palabras se dirigen igualmente a todos los que no caben en esta lista, pero quiero que quepan en lo mejor de mí.
El objetivo de estas líneas es recordar algunos datos y proponeros una petición tan seria como elemental. Vosotros mejor que yo podéis calcular todos los problemas económicos que va a crear la peste del coronavirus en una economía que es casi toda de servicios más que de producción y donde las medidas de seguridad van a engendrar una especie de proteccionismo y unos como aranceles más inesperados que los de mister Trump. Los tenderos que dejan de vender, los hoteleros que se quedan sin clientes, los profesores que se quedan sin alumnos, los empleos que desaparecen un endeudamiento largo del país…, hasta los que duermen en la calle y se exponen a ser multados por no tener donde confinarse.
La dinámica de nuestro sistema (como se vio en la crisis del 2008) es que esas crisis las paguen siempre los más débiles: quizá porque ya están acostumbrados a eso de la austeridad, una palabra que los demás casi desconocemos.
Ante esta realidad, mi modesta opinión es que todos vosotros deberíais implantaros voluntariamente una especie de impuesto sobre patrimonio y ganancias que debería oscilar en torno al 90 por cien. Esa cifra suena muy bestia escrita así en abstracto. Pero es que aún es más bestia vuestra fortuna: y es fácil calcular que si a una fortuna de mil millones le quitan el 90% se queda en cien millones, que todavía es una cantidad como para presumir de grande por ella. A lo mejor, movidos por vuestro ejemplo, los cienmillonarios se animan a dar un 70% y luego quienes solo poseen decenas de millones se impondrán un 50% (y aún seguirían siendo millonarios)…
En un sistema justo, estas son medidas que debería poder imponer cualquier gobierno legítimo. Pero entre nosotros hoy, no podemos ni imaginar la que se armaría cuando ya ahora algunos han comenzado a reclamar esa falsa solución de bajar impuestos, con el sofisma de que así invertirían más, aunque todos ellos saben que lo que haría la gran mayoría no es invertir sino especular más. Si quieren bajar impuestos, pues que rebajen el IVA. Pero ese ni tocarlo.
Lo problemático de mi propuesta no es, pues, la cifra sino el modo de administrarla luego: si o dándosela al gobierno o creando algún tipo de entidad no gubernamental encargada de su administración y controlada por algún poder “ad hoc”... Yo no soy administrador, pero a vosotros os costaría muy poco encontrar el camino para resolver esta dificultad.
Lo que, en cambio, quiero deciros es que, aunque os costase mucho tomar esa decisión, no haríais un acto de caridad sino de justicia. Al menos (si es que alguno de vosotros todavía es cristiano) eso es lo que predicaban durante siglos los Padres de la Iglesia, y para situaciones mucho menos anormales que la de nuestro coronavirus. Dicho de forma más palmaria: no tendríais, por ese gesto, motivo para presumir de nada, sino solo para sentiros en paz con vosotros mismos y con vuestras conciencias.
Porque la más elemental ética afirma que la propiedad no es un derecho absoluto sino que se extiende solo a aquello que cada persona necesita para una vida digna y sobria. Cuando llegas a esa meta, todo lo que pase de ella deja de ser tuyo y pasa a ser propiedad de quienes lo necesitan. El dinero es como el agua: es absolutamente indispensable dentro de unos límites, pero una vez cubiertos esos límites no tiene sentido y es inicuo almacenar agua y agua y agua, cuando tanta falta hace en otros lugares. No sé si conocéis estas palabras de Pablo VI:
“La tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos de su progreso. Y todo hombre tiene el derecho de encontrar en ella lo que necesita. El Concilio Vaticano II lo ha recordado: ‘Dios ha destinado la tierra y todo lo que en ella se contiene para uso de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma justa, según la regla de la justicia que es inseparable de la caridad’ (GS 69). Todos los demás derechos, sean los que sean, incluidos los derechos de propiedad y comercio libre, están subordinados a ello: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización. Y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera” (Populorum progressio, n. 22)
Me diréis que todas vuestras fortunas son fruto de vuestro trabajo y vuestros méritos. Si fueseis cristianos os diría que buena parte del mensaje del evangelio consiste en sustituir la meritocracia por la misericordia. Fijaos en la parábola del epulón y Lázaro que cuenta san Lucas (16, 19-24): no nos dice si la fortuna de aquel rico había sido ganada justamente o pisoteando derechos de otros (que suele ser el camino más habitual). Solo nos dice que a su lado había un pobre hambriento y herido y que los perros eran en este caso más misericordiosos que los hombres. La opción que se os plantea ahora es si queréis seguir pareciéndoos a ese banqueteador (que ni siquiera tenía nombre), o a ese otro Zaqueo a quien Jesús llama por su nombre y le cambia el corazón hasta el extremo de dar la mitad de su fortuna y devolver el cuádruplo a todos los que había timado (Lc 19, 1-10). Y que, aun con eso, pudo seguir viviendo bien.
Lo que no deberíais hacer es dar algo que, para vosotros, es una simple calderilla (menos de la milésima parte de vuestra fortuna) y pregonarlo luego por todos los medios como hacían aquellos ricos que cuenta también el evangelio. Mirad más bien a la pobre viuda de esa escena evangélica que solo dio dos moneditas pero según el juicio del Señor dio mucho más que los otros porque eso se lo había quitado de la boca (Mc 12, 41-44). Tened en cuenta que ahora hay también bastantes gentes como ella. Y no tratéis de defenderos mirando qué es lo que hacen otros ricos, sino de estimularos pensando en lo que hacen bastantes pobres. Recordad más bien que Melinda Gates (¡que vive en una casa con 24 baños!), esposa de Bill Gates y directora de la mayor organización benéfica del mundo, ha declarado varias veces que los ricos son muy poco generosos.
Hace pocos días la revista Vida Nueva me pidió un rápido examen de la situación que se ha creado con esta nueva peste. Recomendaba allí la lectura de la famosa novela de A. Camus (La Peste) para que el lector se comparase con los diversos protagonistas para ver a quién se parece en la manera de reaccionar ante la epidemia.
A vosotros quiero citaros también esa novela para recordaros que Camus confiesa al final haberla escrito para dar testimonio de que “en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.
Y es verdad, aunque quizá le faltó añadir que esas cosas dignas de admiración están escondidas en lo más profundo de nosotros, mientras que las cosa dignas de desprecio están más al alcance de la mano en nuestra superficialidad. Pero, aun con eso, Camus tenía toda la razón.
No le dejéis en mal lugar, por favor.