Del sexo al gender
No sé si las palabras de Francisco son suficientemente claras, ni qué entienden todas las gentes de corazón progresista, por eso del gender. Es significativo que se haya impuesto en todo el mundo la palabra inglesa, porque indica que no vale en este momento la traducción ordinaria de “género”. La definición más pedagógica creo que la da la respuesta de una mujer embarazada cuando le preguntaron si el feto era niño o niña: “¡Ah! Eso ya lo decidirá el bebé cuando sea mayor”.
Si esa respuesta sorprende a algunos, puede ser bueno examinar un poco cómo se ha llegado históricamente hasta ese modo de ver. Distinguiría tres etapas.
1.- En la antigüedad el sexo corporal era determinante inevitable de roles sociales. Cuando los humanos eran cazadores, no se cazaba con escopeta, y las guerras se hacían cuerpo a cuerpo, resultaba lógico que las mujeres no fueran cazadoras ni guerreras. El sexo determinaba casi fatalmente las tareas sociales. Y cuando ese determinismo se rompía, era sólo en casos excepcionales, como en la historia de la Judit bíblica.
2.- Cuando cesa el nomadismo, aparecen las ciudades y, con ellas, la vida política, va abriéndose camino la diferencia entre sexo y género. No obstante tropezará con esa convicción tan grecolatina, de que la política (y la economía) son para los hombres y la casa para las mujeres. Muchos todavía mamamos eso de niños.
El genio de Aristóteles cree que la mujer es inferior al varón, aunque tenga la excusa de que entonces no se conocía el óvulo y se pensaba que todo el poder generador estaba en el macho (la hembra era sólo una tierra donde se siembra). Y es llamativo que un talento como el de Platón reconozca, por un lado, que la mujer puede estar tan dotada como el varón para esas otras tareas: pues la realidad mostraba que llevar una de aquellas casas antiguas, con su colección de esclavos y familias de éstos, requería un talento empresarial muy distinto de aquel “sus labores” que figuró antaño en muchos documentos de identidad femeninos, para designar las tareas domésticas.
Pero, por otro lado y a pesar de eso, Platón se mantiene en que el lugar de las mujeres es la casa y el de los hombres “la polis”. Es el clásico “pagar tributo a la herencia recibida”, cuando ya han cambiado las circunstancias que generaron esa herencia. Dado que la casa (el oikós) era en Grecia la matriz de la polis, esto podría no haber implicado ningún patriarcalismo. Pero no fue así: la autoridad última de la casa era el varón, el llamado “paterfamilias” (derivado del oikodespotês, el hombre que daba nombre a la tribu, y que ha llegado hasta nosotros en la norma, hoy por fin cuestionada, de que el primer apellido sea el paterno). Pablo parece ser el único que supo distinguir entre el evangelio de Cristo y la herencia cultural recibida en este punto, creando escándalo en la primitiva iglesia y en el mundo pagano, y viéndose rebajado después.
En cualquier caso, la sociedad irá comprendiendo que las diferencias corporales no tienen por qué marcar diferencias sociales, aunque pueda quedar pendiente la cuestión de si eso vale para todos los casos, o si hay algunas tareas sociales más propias de un sexo y si algunas exclusiones, aunque no vengan directamente determinadas por los órganos sexuales, resultan aconsejadas por consecuencias derivadas de la corporalidad. Por ejemplo: la igualdad absoluta demandaría aquí, no sólo que las mujeres practiquen el fútbol o el boxeo, aparte de los varones, sino que los equipos de nuestra liga estén compuestos por hombres y mujeres, y que valga lo mismo para el boxeo...
En total, con excepciones o no, ya parece comúnmente aceptado que la sexualidad corporal no debe determinar el género de tareas sociales que cada sexo ejerce. Y aquí me parece importante otra observación: la Iglesia debe preguntarse si no le estará pasando lo mismo que a Platón y estará dando un mal ejemplo en este punto, al rechazar el ministerio de la mujer. Dice estar obedeciendo a Jesús, pero quizás está pagando tributo a una tradición cultural recibida, ganándose así el conocido reproche de Jesús: “quebrantáis la voluntad de Dios por aferraros a las tradiciones de vuestros mayores”. Indicio de ese error puede ser la increíble declaración de aquel obispo: “las mujeres no pueden ser curas como yo no puedo parir”. Es lógico que uno de los factores decisivos para la génesis del feminismo fuera la reacción contra esa lógica pseudodeterminista: porque esa presunta determinación no era algo natural sino cultural.
3.- El gender da un paso más: la identidad no la determina la constitución corporal, ni tampoco la sociedad y la cultura, sino que es decisión exclusiva de cada individuo y su libertad, una libertad que puede no ya ignorar, sino contrariar la naturaleza. Tener pene o vagina, ovarios o testículos, no tiene nada que ver con el ser hombre o mujer. Aquí se sitúa la anécdota contada al principio de esta reflexión y que es rigurosamente histórica. Ya no es que los órganos sexuales no condicionen papeles sociales o que deban servir para algo más que la reproducción: es que son un puro juguete para jugar a lo que se quiera: al mus, al tute o a la podrida; y sirven sólo para disfrutar de ellos como se quiera, pero no para la reproducción, tal como había profetizado la todavía actual novela de A. Huxley, Un mundo feliz. Como ejemplo: hace años escuché la queja de una muchacha que acababa de tener su primer hijo y a quien el marido le prohibió darle el pecho “para que no se te estropeen los pechos”: porque “tus tetas son mías” (citas literales).
4.- Esta evolución permite percibir las diferencias entre la ideología del gender y la perspectiva de género. Si esas diferencias son exactas, como creo, llega el momento de comentarlas.
4.1.- En el gender se toma la pie de la letra la primera concepción sartriana de la libertad, según la cual la existencia (y con ella la libertad) precede a la esencia. Concepción que Sartre corrigió al final de su vida en una célebre entrevista a Le Nouvel Observateur3. Muchos partidarios del gender han apelado a la célebre frase que abre El segundo sexo de Simone de Beauvoir: “no se nace mujer, se llega a ser mujer”. Pero, en la autora francesa, esa frase tenía el sentido dinámico de Píndaro que después retomó Nietzsche en su Ecce homo: “hazte aquello que eres”; y valía sólo para las mujeres. Ahora en cambio, su punto de partida ya no es una constitución dinámica, sino la nada misma: cualquiera puede llegar a ser mujer. El descubrimiento tan moderno (y exagerado) de que no “tengo un cuerpo” sino “soy mi cuerpo” desaparece para volver a lo anterior (también exageradamente): sólo “tengo” un cuerpo. Como tengo unos cabellos que me puedo cortar, dejar crecer, teñir y peinar como quiera. Ello me parece una ofensa al feminismo.
4.2.- La antropología latente al gender es la del individualismo norteamericano extremado que hoy se nos impone: ni la naturaleza, ni la cultura (o sociedad) pueden imponerle al individuo su identidad sexual. Ese individualismo desconoce todo también el personalismo de Mounier y que, constitutivamente, el ser humano es tan relacional como individual. El cuidado, tan necesario en toda vida humana –tanto el darlo como el recibirlo-, y tan gráfico en el amamantar, desaparece de la constitución corporal y de la base material del ser humano: será una cosa que depende sólo del gusto de cada individuo.
¿No resulta eso profundamente antiecológico? ¿Acabaremos tratando a nuestros cuerpos como hemos tratado a la tierra? Quizá por eso Francisco aludía a este tema en la encíclica sobre el drama ecológico y el cuidado de la tierra.
4.3.- Se busca así desligar la relación sexual de todo ese universo relacional de la persona, donde cada cual es hombre o mujer frente al otro. Ya no se busca en esa relación aquello de “serán una sola carne” sino que “serán muchos y variados polvos”. Y los corridos mexicanos ya no podrán cantar aquello de “recuerda un poquito quien te hizo mujer” (o varón).
Cito esa última frase deliberadamente; pues me parece más exacta que el tópico de “la media naranja”: en la relación hombre-mujer no se trata de dos mitades incompletas sino de dos seres completos y bien diversos que llegan a una unidad mayor en su relación: lo de “ya no son dos” no se dice de dos mitades sino dos seres; por ahí va la bíblica “semejanza” con Dios y, por tanto, esa relación se expresa mucho mejor en términos de reciprocidad que de complementariedad (así lo hace Francisco en el texto citado al principio). Aquello de “no separe el hombre lo que Dios unió”, vale aquí mucho más que en el problema de admitir a la comunión a divorciados, donde tantas veces no está claro si Dios había unido algo.
4.4.- Sospecho que, muerto Dios, ya no tiene sentido mirar la diversidad sexual como un dinamismo hacia “la imagen y semejanza de Dios” antes citada. Negada la trascendencia no hay nada que trascender en la relación sexual. Pero como, a pesar de todo, la relación sexual afecta a las fibras más hondas de la persona (tiene siempre un “plus” psíquico), ese plus saldrá por otro lado, en forma de dominio, egolatría, libertinaje, posesividad, celos, violencia sexista…
4.5.- Todo eso no tiene nada que ver con el feminismo. Consecuencia de los dos puntos anteriores es que la desigualdad no tiene nada que ver con la diversidad: ésta debe ser mantenida y aquella desterrada, so pena de ir a dar en una falsa concepción que ha sido muy típica de la Iglesia, y que confundía la unidad con la uniformidad.
Creo ser, y quisiera ser, feminista de corazón. Pero creo también que todas las grandes causas pueden desvirtuarse y eso les hace mucho daño. Y que nuestra hora se caracteriza por una tendencia generalizada a, más que “servir a una causa noble”, servirse de ella en provecho propio. Sería trágico que el gender acabe siendo respecto del feminismo, lo que fue el comunismo real frente al verdadero socialismo.
Sorprende en este contexto, lo poco que las feministas se han implicado en las dos causas más esclavizadoras de la mujer: la trata de mujeres y la situación de la mujer en lugares como Afganistán. Ambas merecerían una cruzada universal. En vez de eso tales cruzadas se hacen para el lenguaje inclusivo y causas así, de las que valdrían otras palabras de Jesús: “conviene hacer esto pero sin descuidar ni omitir lo otro”.
4.6.- Más que el feminismo, creo que han contribuido mucho a la ideología del gender los grupos GLTB (gays, lesbianas, bisexuales y transexuales), un conjunto muy dispar, donde hay algunas gentes con unos sufrimientos y una dignidad dignas del mayor respeto, y otras gentes de frivolidad muy poco humana, resumible en lo que me dijo hace unos años, un buen muchacho que andaba luchando por salir de esa frivolidad: “para mí el sexo ha sido como tomarte un gintonic, pero mucho más sabroso y, si eres hábil, un poco más largo. Nada más”. Pero quizá ambos grupos se sienten unidos por una comprensible necesidad de reconocimiento exterior que supla la falta de plena aceptación interior de sí mismos.
No quiero entrar ahora en discusiones de carácter más científico sobre esos colectivos, pues no me siento preparado para ellas. Pero sí creo posible establecer dos normas de conducta: por un lado la necesidad de dar a estos grupos minoritarios un cauce lo más digno posible. Por otro lado, dar cauce a lo minoritario no puede significar erigirlo en plenamente igual o equivalente a lo mayoritario, o incluso en ley para el todo (“proyectos educativos y directrices legislativas” decía Francisco). Esto segundo sería contrario a la pretensión de una sociedad plural en un estado laico.
4.7.- Me temo que, en toda esta cuestión donde tanto se arguye esgrimiendo derechos, quedan unos derechos muy pisoteados que son los de los niños, precisamente porque no pueden defenderse. Atravesamos una época cultural en que los derechos son vistos mucho más (y casi exclusivamente) como un arma en favor propio, que como una llamada que me llega del otro. A una manifestación contra los CIES acudirán a lo más cincuenta o cien personas, pero a una manifestación para reivindicar algo “para mí” acuden miles.
Eso muestra que hemos olvidado la recomendación insistente de aquel paradigma de la izquierda que fue Simone Weil: para que los derechos humanos funcionen bien, es imprescindible una “Declaración de los deberes humanos”. En vez de eso, por ejemplo, se presupone que las consecuencias de todos los devaneos eróticos de los padres no afectan para nada a los niños. Nunca se habla del dolor impotente, la inmensa soledad y el desconcierto de muchos niños y muchachos (ellos y ellas) ante la conducta de sus padres en este campo. Simplemente se da gratuitamente por supuesto que eso a ellos no les afecta nada, cuando no se los incita contra el otro progenitor, o se convierte la “custodia compartida” en un “abandono compartido”.
Lo dicho anteriormente sobre la ausencia del cuidado se activa aquí. Hay veces en que a los niños se los quiere como juguete o descarga de la propia afectividad, no como sujetos frente a nosotros y más débiles que nosotros. El niño-objeto sustituye a la antigua mujer-objeto cuando, precisamente frente a ellos (por su debilidad y porque son el futuro), habría que elegir lo mejor. Irónica y divertidamente comentaba una vez una buena mujer sobre los hijos: “cuando son pequeños te los comerías a besos; cuando crecen te arrepientes de no habértelos comido…”. Habría que procurar que eso no deje de ser una humorada irónica para convertirse en una realidad y que, cuando ya no están para comérselos o para presumir de ellos, estén para prescindir de ellos. Sobre todo cuando comienzan a crear mil problemas con sus crisis, sus rebeldías y sus oscuras batallas para cuajar como seres humanos.
Por supuesto, de ningún modo pretendo decir que estos problemas y peligros no se den en los dos primeros capítulos del proceso descrito. La pasta humana es la misma en todas las personas. Sólo clamo para que no los olvidemos aquí, como excusa para una falsa libertad nuestra.