No temer la verdad

La decisión de los jesuitas catalanes de investigar todos los casos de pederastia ocurridos en sus colegios desde los años 60, me parece un gesto valiente de quien mira a la verdad como un valor supremo al que nunca hay que temer.

En esta misma línea, y siguiendo la clásica fórmula jurídica de “toda la verdad y nada más que la verdad”, quizá sea útil añadir algunos elementos (y recuerdos) que completen esa decisión valiente.

1.- En España, la pederastia no fue declarada delito hasta el 2004 y con penas bastante suaves que se endurecieron notablemente el 2008. Si antes de esas fechas hubo alguna condena fue por abusos sexuales en general. En ese contexto social, acusar a algún superior o algún obispo por no haber denunciado casos de pederastia ocurridos antes de esa fecha, carece de sentido. Sería como acusarle de no denunciar a curas borrachos (por inmoral que eso sea), en países como España donde la venta de alcohol no está prohibida (otro caso sería en países como Finlandia o algunos estados de la India).

La pregunta debería ser es más bien (repito: hasta el 2004), si no resultaba demasiado ingenuo el cambiar simplemente de parroquia al cura pederasta: pues son grandes las posibilidades de que vuelva a delinquir en el nuevo destino, y ello no haría más que extender el escándalo en lugar de taparlo. Parece que ni la Iglesia ni las órdenes supieron cómo afrontar ese tipo de infracciones. ¿Reducción al estado laical o expulsión inmediata de la Orden? Algo así estuvo vigente entre los jesuitas durante el generalato de J. Janssens (1946-64) y a los jóvenes de antaño nos parecía demasiado riguroso. Pero entonces ¿qué hacer?

Si se me permite otro recuerdo personal de mi juventud jesuítica, al acabar los tres años de filosofía y antes de comenzar la teología, pasábamos dos o tres años en un colegio. Hacia julio del 1958, recuerdo una charla del benemérito P. Bertrán-Salietti preparándonos para esa etapa. Los consejos eran tan concretos y tan minuciosos que, entre otros mil de carácter disciplinario y pedagógico, nos recomendaba también que los chavales siempre tuvieran las manos encima de la mesa (por la manera como lo dijo entendimos que se trataba de evitar que alguno se masturbara). Cuento esto porque después nos hizo otras alusiones para los que estaban en la brigada con internos (que dormían en el colegio) etc., que todos entendimos muy bien. Tanto que, al salir de la charla, un compañero guasón se me acercó y me dijo: “oye ¿nos mandan a colegios religiosos o al barrio chino?”. Esta anécdota porque permite sospechar que algún caso de pederastia debía darse en aquella época de costumbres “victorianas”. Pero la conclusión es: se consideraba un pecado muy grave pero no un delito.

2.- Para seguir buscando toda la verdad creo que habría que hablar también de los casos de denuncias falsas. Las ha habido, a veces buscando dinero, por aquello del refrán de pescar en “río revuelto…”. Y también aquí se producen víctimas a las que tener en cuenta porque esas calumnias producen un dolor inmenso. Conozco el caso de un suicidio de un pobre cura inocente. Y aunque esta solución me parezca cobarde en un presbítero, ayuda a comprender el insoportable dolor que debió soportar aquel buen hombre. Conozco oro caso muy doloroso que no me atrevo a citar para no causar más dolor a los allegados de la víctima. Pero me gustaría que quede clara una verdad: las víctimas son siembre lo más importante, por supuesto. Pero todas las víctimas.

3.- Finalmente me pregunto si, para alcanzar la plenitud de la verdad, no habrá que dar entrada aquí también a la psiquiatría. El alcoholismo fue culpabilizado socialmente durante mucho tiempo entre nosotros, hasta que un día comenzaron a aparecer anuncios y escritos que decían “el alcoholismo no es un pecado, es una enfermedad”. Aunque en el alcoholismo pueda haber una culpa inicial, no sé si en algunos casos de pederastia puede haber alguna inclinación previa no culpable, pero patológica.

Me ha llevado a esa sospecha un caso que conocí donde parecía haber un extraño desdoblamiento de personalidad: el pederasta actuó tranquilamente ante un compañero suyo de comunidad: tomó una niña en sus brazos, jugueteó con ella, le hizo cosquillas, la hizo reír y comenzó a manosearla sexualmente. El compañero intervino, procuro despedir a la niña con alguna excusa y, al recriminar a su hermano, éste le dijo: ¿”de veras he hecho eso? Pues ni me he dado cuenta”.

No tengo conocimientos psiquiátricos para juzgar esta anécdota. Pero hay otro dato que me lleva también a la hipótesis de algo enfermizo: aunque sé que en materia sexual no fui concebido sin pecado original, sin embargo las criaturas nunca han supuesto para mí estímulo o tentación alguna. Ni consigo entender que puedan serlo. Por supuesto, aunque sea verdad esta hipótesis, a las víctimas hay que protegerlas siempre. Pero quizás así se podría ayudar mejor a algún verdugo.

4.- Por ahí va eso que he llamado la plenitud o “toda la verdad y nada más que la verdad”: las fechas del código penal, la realidad de denuncias calumniosas y la posibilidad de una patología previa. Cuento con que, por decir eso, me acusen de complicidad con la pederastia o de querer ocultar la verdad. Aunque no creo haber hecho más que complicar las cosas, o mostrar lo complejas que pueden ser a veces.

El problema está en que vivimos una época de simplismos en la que nada nos irrita más que la complejidad. La famosa “postverdad” se está convirtiendo en época de la ausencia de razón y de pensamiento. Y donde falta el pensamiento nos asedia el simplismo: si intentas abarcar todos los aspectos de un problema serás tachado en seguida de “golpista” o de un “facha”. Y ya no sabemos muy bien lo que significan esas palabras, pero el decirlas nos tranquiliza.

Por eso parece que los hombres de la postverdad no toleramos más dosis de pensamiento que la que cabe en los eslóganes. Como por ejemplo: que “en los sorteos de la ONCE la ilusión se cumple”, o que “en el Corte Inglés, seguros no, segurísimos. O: “Marina d’or ¡que guay!”… Lo demás ya nos calienta demasiado la cabeza. Así nos incapacitamos para resolver bien los problemas que la vida nos va trayendo.

Por eso quisiera concluir así: no temamos la complejidad porque es la única manera posible de acceder bien a la realidad. El simplismo no nos vuelve más justos sino solo más maniqueos. No es más que miedo a la verdad total.
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