Es inminente el nombramiento del actual patriarca de Venecia como arzobispo de Milán El cardenal Scola vuelve a casa
(Sandro Magister, en Espresso).- Retornar a Milán como arzobispo y cardenal, a la misma diócesis que hace cuarenta años ni siquiera lo había querido ordenar sacerdote, es una bella revancha para Angelo Scola. Si hubiese sido decidido colegialmente por el alto clero y por la mayoría del laicado milanés, su nombramiento jamás habría sido aprobado. Menos que menos si Benedicto XVI hubiese hecho caso a su Secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone. El manso Joseph Ratzinger fue inflexible en esto. Un nombre, un solo nombre tenía el Papa en mente para la diócesis más grande y más prestigiosa del mundo. Y lo mantuvo firme contra toda oposición.
Benedicto XVI no pasará a la historia como un gran hombre de gobierno. Ha conservado la curia vaticana tal como la ha encontrado, en el desorden en el que ya estaba hundida con su predecesor Karol Wojtyla, demasiado mundialista para ocuparse del patio de la casa. Para los más altos cargos de la curia el papa Ratzinger se ha limitado en seis años a hacer poquísimos nombramientos, no todos exitosos, de hombres conocidos personalmente por él.
El primero, el de Bertone a la Secretaría de Estado, se reveló rápidamente para el Papa más como fuente de conflictos que de beneficios. Pero el último, el del cardenal canadiense Marc Ouellet a la cabeza de la Congregación que evalúa y propone al Papa el nombramiento de cada obispo nuevo, promete darle más consuelos. Respecto al envío de Scola a Milán, el entendimiento entre Oullet y Ratzinger ha sido perfecto.
Y debía ser así. La alianza que hay entre los tres es de larga data, templada por batallas comunes. La revista teológica internacional "Communio", fundada en 1972 por Ratzinger, Hans Urs von Balthasar y Henri De Lubac como homóloga conservadora de la exitosa revista progresista "Concilium", tuvo precisamente en Scola y Ouellet sus adeptos de la primera hora, y tomó cuerpo en Friburgo (Suiza), en la facultad teológica donde estudió el mismo Scola.
Scola arribó a Friburgo, luego de un tortuoso recorrido, ordenado sacerdote a los 29 años de edad, en 1970 y no en Milán, su arquidiócesis de nacimiento, sino por el obispo de Teramo, Abele Conigli, que le había brindado hospitalidad luego que los seminarios milaneses, a los que Scola había golpeado fuerte tres años antes al haberse graduado en filosofía en la Universidad Católica, lo habían puesto en la puerta con motivo de su militancia en Comunión y Liberación, movimiento sobre el cual tenía fuertes reservas el arzobispo de Milán de esa época, Giovanni Colombo.
Del fundador de Comunión y Liberación, don Luigi Giussani, el joven Scola era uno de los hijos más visibles. Durante una década fue en Milán el número dos del Movimiento, antes y después del borrascoso año 1968, antes y después de ordenarse sacerdote. En 1973 don Giussani - lo habría escritos en sus memorias - pensó seriamente en él como su sucesor.
Pero al año siguiente, y durante dos años, Scola sufrió dificultades de salud. Y Comunión y Liberación dio un giro antiburgués y tercermundista que no le gustó a don Giussani, giro que pareció complacer al mismo Scola, como responsable en esos años del ISTRA, el Instituto de Estudios para la Transición, donde valientemente se entrecruzaban la teología y las teorías políticas, las ciencias del lenguaje y la antropología, Hosea Jaffe y Samir Amin. Don Giussani ordenó el cierre del ISTRA en 1976 y tomó el control de todo el movimiento. Desde entonces, el recorrido de Scola siguió estando marcado por la pertenencia a Comunión y Liberación, pero ya sin cargos operativos.
Con el advenimiento, en 1978, de Juan Pablo II, un Papa amigo, se allanó el camino para don Giussani y su movimiento. Scola comenzó a dar clases de teología en Friburgo. Luego, desde 1982, en Roma en la Pontificia Universidad Lateranense. En 1986 pasó a ser consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de la que el cardenal Ratzinger era prefecto.
En 1991 fue consagrado obispo de Grosseto. Pero cuatro años después está de nuevo en Roma, como rector de la Lateranense, donde funda y preside un "Pontificio Instituto Juan Pablo II para los estudios sobre el matrimonio y la familia" con filiales en todo el mundo.
En el 2002 es nombrado patriarca de Venecia y al año siguiente es creado cardenal. Entra en el círculo de los papables, pero cuando llega el cónclave, en el 2005, no compite para sí, no lo piensa siquiera, sino que compite para su maestro Ratzinger.
El cual, también como Papa, tiene un buen ojo para él. Las raras veces en las que Benedicto XVI llama a consulta a los cardenales sobre las grandes cuestiones de la Iglesia, Scola está entre ellos.
Venecia es una diócesis pequeña con una gran historia mundial, que permite a su patriarca obrar a largo plazo.
Scola funda un "Studium generale" bajo el patrocinio de san Marcos, el patrono de la ciudad, que se articula en todos los grados del saber, desde la infancia a la universidad, con estudiantes de muchos países, con cursos en muchas disciplinas, con la teología que abraza a todas ellas, y con su casa editorial.
Y luego crea una revista y un centro cultural internacional con el título "Oasis", que hace de puente hacia Oriente, desde Europa del Este y desde África del Norte hasta Pakistán, en muchos idiomas, incluyendo el árabe y el urdu, prestando destacada atención al Islam y a los cristianismos presentes en esos países, con periódicos congresos entre obispos y expertos cristianos y musulmanes.
Desde Venecia, Scola lanza una palabra de orden para indicar el encuentro entre los pueblos y las religiones: "mestización". En "Oasis", el obispo de Túnez, Maroun Elias Lahham, rechaza ese término como equívoco e incomprensible para los mismos musulmanes, pero el patriarca la mantiene firme, la defiende. A diferencia de Ratzinger, Scola no brilla por la claridad conceptual. La experiencia vital y el encuentro personal con Cristo sobrepasan en él al argumento racional, como siempre le había enseñado don Giussani.
Pero esta polivalencia expresiva se ha revelado para él como un beneficio a nivel de la opinión publica. Cuando contrapone la "mestización de las civilizaciones" al obsoleto "choque de civilizaciones" el consenso progresista es seguro. Cuando publicita las iniciativas de "Oasis", Scola rastrilla el consenso de los multiculturalistas. A pesar de su procedencia de Comunión y Liberación y no obstante su indudable línea ratzingeriana, Scola goza de buena prensa más que todo otro líder eclesiástico italiano, tanto de derecha como de izquierda.
Ciertamente, la vida se le habría tornado difícil si desde la tranquila Venecia Scola hubiese sido proyectado al centro de la refriega eclesial y política, como presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Éste era el aterrizaje que se perfilaba para él, cuando entre los años 2005 y 2007 se libró la guerra de sucesión del cardenal Camillo Ruini, como cabeza de los obispos. A Ruini le habría gustado él como sucesor. Pero en el Vaticano se oponían totalmente tanto el viejo como el nuevo Secretario de Estado, los cardenales Angelo Sodano y Bertone.
El segundo, sobre todo, hizo de todo para incendiar la candidatura de Scola. Su nombramiento, sostenía, habría "dividido" irreparablemente al episcopado. En realidad, habría puesto un dique a las ambiciones de Bertone de ser él el jefe de la Iglesia italiana en la arena política. Al final, cuando le tocó decidir a Benedicto XVI - porque en Italia es el Papa el que nombra al presidente de la CEI -, su elección no cayó sobre Scola, y ni siquiera sobre el dócil obispo que Bertone habría querido imponer, Benigno Papa, de Taranto, sino sobre el ruiniano Angelo Bagnasco. Al cardenal de Venecia el fracasado nombramiento no le disgustó en absoluto.
En el horizonte, en efecto, entre tanto se había perfilado Milán. Luego de dos episcopados excéntricos como los de Carlo Maria Martini y Dionigi Tettamanzi, Benedicto XVI se había convencido que había llegado la hora de establecer finalmente un obispo más en consonancia con su propia visión. En la mente del papa Ratzinger la candidatura de Scola no tenía alternativas, ciertamente no las que el Secretario de Estado Bertone, también esta vez muy ocupado en obstruirle el camino, ha discurrido hasta el final.
La convicción de Ratzinger es la misma que la de otro anciano cardenal milanés, Giacomo Biffi, según el cual para volver encauzar a la arquidiócesis de Milán por la senda correcta es necesario retomar la tradición de los grandes obispos "ambrosianos", de fuerte carácter y de orientación segura.
El último de ellos había sido Giovanni Colombo. Es decir, por ironía del destino, precisamente aquél que no quiso ordenar sacerdote a ese Angelo Scola, a quien ahora, desde el cielo, ve arribar como su sucesor.