La herencia de la posmodernidad
Después de 30 o 40 años te vuelves a encontrar con aquellos amigos o personas con las que habías tenido un trato intenso y te resultan inidentificables por dentro. Pedro, aquel compañero universitario de filosofía, riguroso en sus razonamientos, empeñado en la búsqueda de la verdad porque creía que ésta existía y era posible encontrarla, ahora se ha vuelto escéptico y todo lo cuestiona. Mari Carmen, aquella muchacha recatada y pudorosa, que se mostraba femenina hasta en la forma de andar, se ha vuelto descarada, habla como un carretero, defiende el amor libre y se ha convertido en abanderada de la ideología de género. Santiago, el asiduo asistente a los Cursillos de Cristiandad, que decía tener más fe que S. Pablo, ha acabado por crearse un tipo de religión a su medida, sincrética y tan disparatada que ni el mismo sabe por dónde cogerla. Juanjo, el antiguo camarada en el campamento del Frente de Juventudes, que sentía la pasión por España hasta llegar a hacer del patriotismo la razón de su vida, ahora no le hables de comprometerse y mover un dedo por su patria porque pasa de todo. Goyo, con madera de líder, a quien todos respetaban por su rectitud moral y sentido de la responsabilidad, se ha vuelto groseramente pragmático y no deja de repetir eso de “sálvese el que pueda” y que lo importante en la vida de cada cual es “encontrarse en el lugar adecuado en el momento justo”. Ahora la duda que me queda es si los demás puedan decir de mí lo mismo que yo pienso de ellos.
El vendaval de la posmodernidad ha levantado una enorme polvareda y el polvo del camino ha ido impregnando nuestro ser. Una y mil veces tendremos que seguir preguntándonos ¿Cómo ha sucedido todo esto y por qué ha tenido que ser así? Para empezar hay que decir que no ha habido violencia ni opresión, las cosas han ido sucediendo de forma espontánea y natural, en el marco de un ambiente desenfadado que nos remite a Mayo del 68, en que los estudiantes de la Soborna fueron los protagonistas de un movimiento contracultural difícil de precisar, al igual que todos los movimientos, con un claro componente subversivo axiológico, que sin tener gran repercusión política se ha convertido en el mito simbólico de una época, que representa la última gran revolución romántica de enorme calado en el ámbito socio – cultural.
En realidad el proyecto de la modernidad ya venía tocando fondo desde la primera mitad del siglo XX y daba muestras de agotamiento. Una crisis generalizada en todos los órdenes lo ponía de manifiesto. La sospecha había abierto una gran brecha en la racionalidad, la moral y la religión, que eran los grandes pilares en los que se sostenía Occidente. Hoy día esto lo podemos apreciar con claridad meridiana. La crítica apuntaba a una excesiva racionalización, nodriza de expectativas desproporcionadas, que luego con el paso del tiempo se vio que no podían mantenerse en pie. Efectivamente, el optimismo racionalista sin límites había hecho creer que todo el campo era orégano y que de la razón se podía esperarlo todo, hasta que la cruda realidad, sobre todo tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, despertó a los hombres y mujeres de su sueño romántico y pudieron comprobar que ni todo lo racional es real, ni todo lo real es racional. Ciertamente no dejó de ser un gran acierto por parte del hombre posmoderno detectar el peligro de un racionalismo exacerbado y tratar de reivindicar el afecto frente a la pura racionalidad, pero cometió la torpeza de tratar de corregir los excesos racionalistas con otros excesos aún peores, aplicando la ley pendular. Éste precisamente fue el gran error, que tuvo como consecuencia convertir a la diosa razón en una vieja embustera, cuando en realidad lo deseable hubiera sido dejar las cosas en un término medio
Huérfanos ya de la razón solo quedaba Dios como último garante de las aspiraciones humanas, pero también sobre Él pesaba la sospecha de deshumanización, que le convertía en un rival y peligroso enemigo del hombre, cuya sola presencia comprometía su libertad y ansias de felicidad humana. El hombre de la posmodernidad siempre tuvo muy claro que era necesario remover los cimientos en que se sustentaba la verdad y el bien, para así tener las manos libres y poder pensar y actuar según su antojo.
En la época de los Whats app en que nos hemos instalado, las noticias e informaciones tienen una fecha de caducidad muy breve. Cada día tenemos que vaciar los archivos de nuestro móvil, porque todo pasa muy de prisa y lo de ayer ya no nos sirve. Las impresiones de un día son tantas que no podemos procesarlas todas. No nos alcanza el tiempo para la reflexión tranquila y vamos dejando para mañana el encuentro cálido con nosotros mismos y con los demás. Nos hemos acostumbrado a vivir en una burbuja virtual y ya nos resulta complicado prescindir de ella.
En fin, mucho me temo que al hombre de la posmodernidad le aburren este tipo de disquisiciones filosóficas, porque todo lo que nos sea vivir y gozar a tope el momento presente, en el sentido más primario, es perder el tiempo y quien sabe disfrutar y sacar jugo a la vida no necesita de más. Es así como el nihilismo de la posverdad cree haber llegado al punto culminante de la historia, aunque yo no me fiaría nada, porque la astucia de la razón, como ya advirtiera Hegel, siempre, siempre, se las ingenia para poner en evidencia las estupideces humanas y sobre todo porque la experiencia constata a cada paso que el tiempo acaba devorando al momento presente que idolatramos. Yo tengo para mí que la posmodernidad será recordada como la época dorada de la técnica abanderada por el Internet y a sus hombres como los artífices de un desarrollo material esplendoroso, sin precedentes, pero que al no saber digerir tanto éxito acabaron perdiendo el juicio y se volvieron locos.