En recuerdo a la España que dejamos atrás
Dejémonos de monsergas y reconozcamos que atravesamos un momento complicado en que lo hemos perdido casi todo, la familia, la escuela, los valores, la ética, la religión. Se ha esfumado esa sociedad asentada en una consistente clase media, con una deuda pública prácticamente inexistente, con unos salarios que permitían llegar desahogadamente a final de mes e incluso daban para ir incrementando los ahorrillos y sobre todo nos hemos quedado huérfanos del sentimiento patriótico, que era el supremo referente de una Nación unida y reconciliada. Todo esto y muchas cosas más se han venido abajo. A tanto hemos llegado que si alguien se atreve a decir que la Nación es lo primero, es tratado como un loco o cosas peores. ¡Qué pena!... ¿Qué catástrofe natural ha sobrevenido sobre nuestra gloriosa Nación llamada España?....
Catástrofe natural ninguna, todo ha sido producto de una equivocada, por no decir perversa, voluntad de una pandilla de politicastros que se erigieron en padres de la patria, cuando en realidad no eran más que padrastros indolentes, siempre apoyados por los medios de comunicación y una caterva de periodistas que vergonzosamente se pusieron a su servicio.
Todo lo anterior era malo, por lo que era preciso destruirlo, había que hacer desaparecer toda huella, todo vestigio que pudiera recordarnos la etapa anterior: edificios, cruces, estatuas, calles, hasta el monumento del Valle de los Caídos, símbolo de la reconciliación nacional, había que dinamitarlo. Una verdadera obsesión por borrar nuestras tradiciones y raíces para partir de cero, sin ideales, sin Patria y sin Dios, sin base en unos principios universales prestablecidos, haciendo tabla rasa para así poder consolidar el Estado democrático que, según parece, era lo que único que realmente importaba. Con ello a las respectivas fuerzas políticas les quedaban las manos libres para hacer y deshacer a su antojo, rivalizando unos y otros en arrimar el ascua a su sardina, en detrimento del bien nacional general; es así como salió adelante la Constitución del Consenso de 1978, de la que tan mal parado salió el Estado Español. ¿Quién pensó entonces en la España con destino universal que trasciende los tiempos?
Los frutos perniciosos de estas semillas plantadas en estos tiempos de la transición a la vista están, pero ni siquiera esto ha sido motivo suficiente para hacernos reflexionar y pensar en una rectificación, que cada vez se ve como más necesaria. Seguimos sacralizando el Estado democrático en detrimento del Estado Español y ésta es la razón que permite a los secesionistas catalanes seguir avanzando en sus propósitos, porque… ¿cómo vamos a obligar a nadie a cumplir la ley? , es mucho mejor bajarse los pantalones y poner en práctica el chalaneo, hasta llegar a un acuerdo que lleve la marca democrática. ¿Cómo vamos a impedir por las bravas que se disgregue el redil con el riesgo que ello supone de que sufra la democracia y los votantes nos lo tengan en cuenta? Es preferible ir tirando como se pueda, puesto que el Estado acaba soportándolo todo. Todos unidos en la defensa de la democracia por encima de todas las ideología ; pero cuando se trata de defender la unidad de la Patria esto no es así llegando así al absurdo de anteponer lo que no es nada más que un medio al mimísimo fin.
Antes de seguir adelante, permítaseme un breve apunte destinado a los demócratas recalcitrantes, a quienes les produce un cierto “repelus” la palabra imposición. Debieran entender que, en mayor o menor grado, esto de imponer es un hecho inevitable en todos los regímenes políticos, incluido el democrático. La determinación tomada por la mitad más uno del conjunto de los ciudadanos es también imposición para el resto, que tienen que someterse al veredicto de la mayoría, sin estar de acuerdo. La aritmética parlamentaria casi nunca satisface a todos, lo que quiere decir que siempre habrá quienes, voluntariamente o no, tengan que aguantarse. Si al final te ves obligado a acatar lo que no te gusta, que más da que sea por voluntad de uno o de una mayoría, en todo caso lo que debiera importar es que las imposiciones sean justas, éticas y redunden en el bien general de la Nación, porque si no es así no dejarían de ser una villanía, por más democráticas que se las supongan. Esto sin contar con que las prebendas, las mentiras o manipulaciones, a veces son moneda de cambio con las que se consiguen voluntades, como todos sabemos.
Volviendo a la cuestión que nos ocupa y nos preocupa, yo pienso que necesitamos poner las cosas en su sitio y no confundir lo sustancial con lo accidental, ni el fin con los medios, porque si no es así estaremos perdidos y no llegaremos nunca a ver luz. Para no andar con rodeos comenzaré diciendo lo que a mí me parece una obviedad y es que las constituciones, los regímenes políticos, las instituciones y demás parafernalias, son algo relativo que están subordinados a la Nación que, se mire por donde se mire, es el único Absoluto políticamente hablando.
Las constituciones pasan, los ordenamientos políticos se transforman, los diversos regímenes políticos se suceden y lo único que resiste el paso de los siglos son las naciones como tales. Dentro de unos años , seguramente menos de los que algunos suponen, nuestro régimen político tan idolatrado habrá dado paso a otro distinto, quedando la Nación como ese sustrato permanente que está por encima de los parlamentos, como testigo insobornable que sabrá juzgar la actuación de políticos y parlamentarios de la época que nos ha tocado vivir. Esto debiera hacernos pensar que la Nación Española no es de nuestra propiedad y que no podemos disponer de ella caprichosamente. No, no es propiedad, es sólo una herencia usufructuaria recibida de muchas generaciones atrás, que con mucho esfuerzo y sacrificio fueron forjándola a través de los siglos y que se nos ha entregado para que la administremos, la defendamos, la preservemos de los peligros y se la trasmitamos en su integridad a las generaciones venideras y de ello nos pedirá cuentas la historia.
El problema de los hombres y mujeres de la generación actual es que nos hemos llegado a creer que somos pequeños dioses, con autoridad para decidir sobre el bien y el mal, con dominio sobre la verdad y el error y con el derecho a convertir una Nación centenaria y respetable en un corral de cabras. El grave problema de nuestra sociedad es que hemos acabado absolutizando lo relativo y relativizando lo absoluto. A los hechos me remito. Hoy día se supervalora al estado democrático y se infravalora al Estado Español; se siente orgullo de ser demócrata y vergüenza de ser patriota. Por doquier se hace patente el celo democrático que para sí, no consiente la menor falta de respeto, mientras se toleran ofensas y agravios a la bandera, en aras a la libre expresión democrática. No quiero imaginarme de lo que nuestra sociedad sería capaz si un día el estado democrático corriera peligro de supervivencia; en cambio cuando la integridad del Estado Español está en peligro no pasa nada. ¿No es esto poner la carreta delante de los bueyes?...
La Nación Española que nos precede y nos acoge está a un nivel superior. Su existencia no depende de la legalidad que pueda conferirla la Constitución del 78; ni tampoco ésta puede restarle su legitimidad aunque lo intentara. El consenso no es más que el consenso. La realidad de las cosas en cambio es algo diferente y la realidad de España está fundada en razones mucho más profundas, que trascienden a los tiempos de crisis como los que estamos viviendo. En este sentido podemos estar tranquilos. ¿Que pueden suceder cosas en los próximos años? esto nadie lo pone en duda; pero lo cierto es que si algo grave pasara no dejaría de ser un episodio efímero, que durará lo que dure la resaca de una noche loca y de desenfreno, no más. España es lo que es y lo seguirá siendo por mucho que lo nieguen los charlatanes de feria y llegado el momento sabrá recuperarse de cualquier golpe duro, como sobradamente lo ha venido demostrando. Que sepan los separatistas que de poco van a servir sus afanes, pues aunque algo cambiara en estos momentos de turbulencia, la propia dinámica de la historia se encargaría de volver a colocar las cosas en su sitio. Los políticos en general, aunque se les supone poco ilustrados, deberían saber que el sentido trascendente de la historia acaba siempre burlándose de las necias veleidades que atentan contra la quinta esencia y razón de ser de los pueblos.