¿Una misa para las víctimas del coronavirus? (I) Benjamín Forcano: "La primera Misa de Jesús es una alternativa al virus del imperio romano, del sanedrín judío y al coronavirus actual"
"Se ha planteado el conflicto entre el derecho a poder vivir el rito religioso de despedir a un fallecido y el derecho mayor –salvaguardado por la autoridad pública- de evitar nuevas muertes por causa del coronavirus"
"A partir del siglo XV la Misa comienza a celebrarse un poco como espectáculo, al que el pueblo asiste pasivamente"
"A partir del siglo IV, los cristianos ya disponen de templos propios, de sacerdotes que presiden la Misa"
"En su testamento, Jesús se lo dejó bien claro: no podía dejarles en herencia cosas o bienes que le pertenecieran, pues ni siquiera casa propia tenía. Él era un itinerante profeta que se dedicó a anunciar el Reino de Dios, un proyecto de vida, en el que todos los humanos vivieran en justicia, en libertad y en amor"
"A partir del siglo IV, los cristianos ya disponen de templos propios, de sacerdotes que presiden la Misa"
"En su testamento, Jesús se lo dejó bien claro: no podía dejarles en herencia cosas o bienes que le pertenecieran, pues ni siquiera casa propia tenía. Él era un itinerante profeta que se dedicó a anunciar el Reino de Dios, un proyecto de vida, en el que todos los humanos vivieran en justicia, en libertad y en amor"
| Benjamín Forcano
Ha venido sonando cada vez más la necesidad y el reclamo de escenificar una Misa por todos los que han fallecido por el coronavirus, dado que se nos fueron sin haber podido celebrar esa Misa con ellos de cuerpo presente, con asistencia de los familiares y amigos. Misa, porque esa era la forma de despedir como acto final a los que se nos iban muriendo y lo ha sido por siglos.
La Misa, en nuestro país mayoritariamente católico, tiene un valor, el más sagrado, que se hace valer precisamente en el acto último de nuestras vidas. Esto explicaría el que, en un momento como el creado por el coronavirus -muertes masivas sin rito religioso- se haya creado un vacío, tanto para quienes morían como para los que les acompañan en su despedida.
No era fácil compatibilizar esa ausencia con la responsabilidad de evitar que la muerte creciera aún más por letales contaminaciones del virus con la presencia física de esas celebraciones.Y no han faltado quienes, desde esa perspectiva, han considerado un derecho poder vivir el rito religioso y el duelo con presencia física por encima del riesgo del coronavirus.
Y se ha planteado el conflicto entre ese derecho y el derecho mayor –salvaguardado por la autoridad pública- de evitar nuevas muertes por causa del coronavirus. El arraigo de esa sagrada necesidad no dudaba en desafiar a la autoridad con la desobediencia y encontraba, en no pocos, asentimiento y aplauso.
El grado de confinamiento lo dicta la valoración de cada caso concreto
En circunstancias normales, si se trata de un pueblo, la familia, los vecinos y el pueblo acompañan la despedida, en general con Misa y sacerdote. En las ciudades, se da también la confluencia de familiares, amigos y vecinos, aunque queda circunscrita a un ámbito determinado.
En ambos casos, son relevantes cuatro cosas: el templo, la misa, el sacerdote que la preside y la gente acompañante. Cosas que, en las muertes masivas del coronavirus, se han considerado como renuncias innecesarias, muy severas, atentatorias contra el derecho a la libertad religiosa.
Sobre este punto, la polémica y el disentimiento están servidos. Y me temo que seguirá, porque sobre el hecho que la suscita, -riesgo de contaminación y aumento de más muertes- no hay acuerdo entre los expertos, los políticos ni en el sentir mismo de la gente.
Se aducen casos en que comprobadamente el riesgo no ha existido y, sin embargo, los pacientes han sido sometidos a un confinamiento rígido, que ha provocado la ausencia de todo familiar y amigos y que ha acelerado la muerte.
Problema grave, ciertamente, para quienes políticamente, tienen que arbitrar normas y protocolos concretos. Serán muchos o pocos los casos, no lo sabemos a ciencia cierta, pero sí sabemos de la resistencia y dolor de los sujetos afectados y de los familiares y amigos respectivos. La solución puede y debe aproximarse a la realidad, pero no se la puede dictaminar con simples y autoritarias decisiones, sino que hay que valorar cada caso concreto.
Evolución histórica del sentido de la Misa
Teniendo en cuenta lo que antecede, podemos afinar ahora de cara sobre todo a cuantos han sufrido y pueden sufrir esta situación, el puesto debido a la Misa, como prolongación que es de la celebrada por Jesús en la Última Cena.
No hay duda de que la Misa se viene presentando de una forma que en nuestro tiempo ha sido cuestionada por desatender aspectos importantes de su sentido original. La investigación bíblico–teológica ha avanzado enormemente y nos permite captar ese avance plasmado en el concilio Vaticano II.
Y resulta obligatorio no olvidar que la minoría perdedora que disintió del Concilio, resultó posteriormente mayoría ganadora, aupada por dos pontificados – el de Juan Pablo II y el de Benedicto XVI- claramente conservadores y opuestos al espíritu y nuevas pautas del concilio Vaticano II.
Como en todas las cuestiones importantes, y más en ésta, en la historia del cristianismo se ha dado una clara evolución sobre este punto, que conviene conocer y valorar. Primero:
- Los cristianos del siglo I, siguen haciendo memoria de la última cena de Jesús en sus casas.
-Ya en el siglo II y III se celebra independiente de la Cena. Al no ser bien recibidos en las sinagogas, organizan sus reuniones a base de oraciones, cánticos y homilías, que se fueron conociendo e intercambiando dándoles una forma semejante.
-En el siglo IV, con la conversión del emperador Constantino (313), aumentan mucho los cristianos, se adopta como lengua común el latín y, al no caber en las casas, se reúnen en las basílicas, edificios imperiales y no tardan en construir iglesias propias.
-Del siglo IV al VIII, se va incrementando el sacrificio como valor central de la Eucaristía, se realza la divinidad de Cristo, lo que provoca temor y distanciamiento y escasa o nula disposición para recibir la comunión.
- De los siglos IX al XV, los teólogos comienzan a especular y debatir sobre la presencia real de Cristo en el pan y el vino eucarísticos; se afirma la transustanciación: el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Crece el significado de la Misa como Sacrificio, que se celebra en el altar, mediante la consagración por sacerdotes. Comienza a celebrarse un poco como espectáculo, al que el pueblo asiste pasivamente y se limita a adorar al Señor en la Eucaristía.
Casi nadie comulgaba, seguramente por reverente temor, y es cuando el 4º concilio lateranense establece comulgar una vez por lo menos al año. Surgen también las devociones eucarísticas: elevación del cáliz y de la hostia, exposición, cuarenta horas, fiesta del Corpus… La fiesta del Corpus Christi comenzó a promoverse gracias a la religiosa Juliana de Cornillon: 1208. La difundió Sto.Tomás de Aquino. Suyo es el poema Pange Lingua. Y el Papa Urbano IV la instituyó como fiesta en 1264. Y le dio el espaldarazo definitivo Nicolás V, al salir procesionalmente con la hostia por las calles de Roma.
Con la fiesta del Corpus se pretendía conmemorar lo que hizo Jesús en la Última Cena de la Pascua, fiesta la más solemne de su pueblo.
De querer poner las cosas en su sitio, necesitamos saber que la cultura judía prohibía tomar la sangre de cualquier animal, cuanto más la sangre de una persona. No así, los ceremoniales paganos donde el “comer el cuerpo y la sangre” de los dioses tenían un gran sentido. Segundo:
Lo expuesto nos da a entender que, a partir del siglo IV, los cristianos ya disponen de templos propios, de sacerdotes que presiden la Misa, del nuevo significado sacrificial que se le otorga. Y, a partir del siglo X, se emprende el estudio de la presencia real de Jesús en la Misa, por la conversión del pan y del vino en su cuerpo y sangre.
Es sorprendente que hasta el siglo X esta cuestión no se plantea y se deja de lado, el significado primordial que Jesús le da en la Última Cena: recordar y vivir su estilo de vida. Conforme a su sentido originario, a los cristianos de los primeros siglos, se los conocía por su estilo de vida: su modo de relacionarse y comportarse con la gente. No era, como a veces imaginamos, por congregarse en templos e iglesias para celebrar determinados ritos con oraciones y sacrificios. No existían ni disponían de ellos.
En su testamento, Jesús se lo dejó bien claro: no podía dejarles en herencia cosas o bienes que le pertenecieran, pues ni siquiera casa propia tenía. Él era un itinerante profeta que se dedicó a anunciar el Reino de Dios, un proyecto de vida, en el que todos los humanos vivieran en justicia, en libertad y en amor. Lo trabajó, se desvivió y entró en radical conflicto sobre todo con las autoridades religiosas que, en nombre de Dios, figuraban como intérpretes de la Ley de Dios y guardianes de su cumplimiento. Dueños del saber, de la riqueza y del poder habían convertido el Templo en una “cueva de ladrones”.
En la última cena, Jesús, a los que le habían seguido y vivido con él, vino a decirles: habéis estado conmigo bastante tiempo para entender lo que yo quiero que retengáis como voluntad mía última: anunciar ese proyecto de vida –el Reino de Dios- que consiste en la práctica de la igualdad, de la justicia y del amor, que a diario he proclamado y que, ante lo establecido, he tenido que denunciar, sabiendo con quién me enfrentaba y a lo que me exponía.
"Dueños del saber, de la riqueza y del poder habían convertido el Templo en una 'cueva de ladrones'"
“Este hombre se va, este pan y este vino, que en esta cena reparto y compartimos, es como si fueran mi propia vida. iOs pido que, cuando os reunáis para comer, al tomar el pan y el vino, lo hagáis como si tomaseis mi vida, mi propia vida, con la que trataréis de alimentaros y fortaleceros con nueva energía. Es este mi testamento, mi última voluntad. Hacedlo en memoria de mí, siempre que os reunáis”.
Jesús recalca lo esencial: allí donde quiera que estemos y que hagamos lo mismo que Él hizo, que nuestra vida sea un retrato de la suya, un anuncio vivo del Reino de Dios, visible en nuestras vidas y que lleguemos, si es preciso, a dar la propia vida, antes que abdicar de ese Reino.
Desde una perspectiva netamente cristiana, nuestra relación con Dios Padre y su Reino, tal como Jesús lo testamenta en la última Cena, no precisa de un lugar: el templo, ni de unos mediadores: los sacerdotes, ni de una víctima: el sacrificio.
Si nos hemos hecho seguidores de Jesús, haciendo nuestro su proyecto de vida -el Reino de Dios-, tal compromiso podemos vivenciarlo en cualquier momento y lugar, por lo general con otros que también han contraído este seguimiento: ”Creéme, mujer: Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén. Ha llegado la hora en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre con espíritu y verdad, pues de hecho el Padre busca hombres que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y verdad” (Jn 3, 22-24).
La respuesta de Jesús, a tantos que persisten en lo del templo, la Misa y la presencia de personas concernidas, les aclara algo que probablemente ni han sospechado. Porque una cosa es cierta, cuando la comprensión de una realidad ha sido interiorizada por generaciones y ha sido sellada por una autoridad como intocable, resulta poco menos que imposible prescindir de ella y tolerar que pueda haber otra forma de entenderla. Hay, pues, que recuperar esa memoria de la vida y enseñanza de Jesús, siempre que nos reunamos en nombre suyo. En la última Cena, Jesús nos deja este testamento:
“Cuando os reunáis para comer juntos, al tomar el pan y el vino, pensar que ese pan y ese vino son como mi propia vida, que os alimentáis de ella, que si la asimiláis os dará energía y fortaleza. Una vida que, sabéis muy bien, he centrado en anunciar el Reino de Dios - un proyecto de vida individual y comunitario-, regido por la igualdad, la justicia, el amor, la libertad y la paz.
Ese reino es para todos, constituido por la fraternidad y la paternidad universal de Dios Padre. En ese Reino, la primacía la tienen los más pobres, los excluidos, los que no cuentan para nada, ellos serán los primeros y, como tales, los preferidos de Dios.
Yo, por ellos he luchado, por ellos he denunciado, por ellos me he enfrentado con los poderes civiles y religiosos negadores de la dignidad y derechos humanos, por ellos he sufrido odio, calumnias, persecución…
Y, en esta última cena, os he convocado para que seáis mis continuadores, suscribamos el pacto de que vais a ser fieles a este mi proyecto, aunque os cueste la vida. Haced lo mismo que yo he hecho, es la mejor manera de honrar mi memoria”. Creo necesario recalcar todo esto con textos de quienes lo han estudiado a fondo. Traigo unos textos del claretiano Rufino Velasco, compañero entrañable, acreditado cultivador de la Eclesiología católica, recientemente fallecido:
“Muchos cristianos provienen del tiempo en que la Eucaristía, tal como se celebra en la diversas Iglesias cristianas, ha ido adquiriendo una estructura que tiene poco que ver con la Última Cena, a pesar de que se afirme que es un prolongamiento”. Y sorprende aún más que, después de largo y riguroso estudio, concluya: “En torno a la celebración de la Cena del Señor, se ha dado como una traición eclesial, en la que se transforma a Jesús de Nazaret, perseguido por las autoridades judías, en una ´víctima´ sometida a la voluntad del Padre, no ya misericordioso, sino necesitado de un Hijo que repare con la muerte un imaginario pecado ”original”; transformación que se orienta a perpetuar en los cristianos la condición de “víctimas sometidas” al poder sacerdotal, al que deben sacrificar su libertad y creatividad; e impide a los fieles constituir una verdadera fraternidad en el espíritu de Jesús”. Y todavía añade estas palabras: “La manera monóloga y ritualizada de entender la Eucaristía explicaría el hecho de que después de millones de Misas celebradas semanalmente en los cinco continentes, no acaezca nada nuevo en la sociedad, mientras la cena pascual de Jesús, teóricamente idéntica, ha marcado una vertiente en la historia de las religiones”.
Tercero: en la Misa, que celebra y nos transmite, a Jesús le preocupa que hagamos de nuestra vida un seguimiento de la suya, un vivir como él, para hacer realidad el reino de Dios. Jesús, al igual que todos los profetas, rechaza los sacrificios rituales para ganarse la benevolencia de Dios; enseña que lo único que agrada a Dios son las relaciones de justicia y misericordia entre los seres humanos. Actúa según la línea de los profetas: Amos, Jeremías, Isaías…
“¿Por qué estáis tan ciegos que llegáis a afirmar que no se puede comer sin antes lavarse las manos impuras? ¿En qué os apoyáis para decir que no se puede curar en el sábado? ¿De verdad pensáis que no está permitido hacer el bien y salvar una vida en sábado? ¿Me acusáis de obrar así porque tengo dentro a Belcebú? Vosotros, letrados y fariseos, estáis fuera del reino de Dios, por más que miréis no veréis; y por más que oigáis no oiréis, a no ser que os convirtáis. Sois unos hipócritas y se os pueden aplicar a medida las palabras de Isaías: Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dais es inútil. Mirad bien lo que os digo: es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos.
Y vosotros, los que me seguís, no procedáis como los grandes y poderosos de este mundo que sólo saben dominar y oprimir. Entre vosotros, el que quiera subir que sea servidor vuestro; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”.
"¿Por qué estáis tan ciegos que llegáis a afirmar que no se puede comer sin antes lavarse las manos impuras? ¿En qué os apoyáis para decir que no se puede curar en el sábado?"
Jesús en la Eucaristía y en la vida
Si el significado de la Eucaristía consiste en que, sentados en torno a una misma mesa, compartimos el pan y el vino de la vida de Jesús, para amarnos como hermanos según Él mismo nos mandó, ¿la realidad de nuestra vida y de la sociedad cristiana en que vivimos, es coherente con lo que nos mandó celebrar Jesús? ¿Nuestras misas, nuestras custodias, nuestros ropajes, nuestras procesiones, nuestras calles cubiertas de flores, nuestras músicas… las acogería y aprobaría Jesús?
Podemos dejar algo bien claro: las palabras de Jesús en su Última Cena hay que entenderlas en su significado obvio: el pan y el vino, que tomamos cuando nos reunimos para hacer memoria de él, son un símbolo de que necesitamos alimentarnos de Él, hacer nuestra su propia vida, asimilarla para consumirla y derramarla en beneficio de los demás. Sin pan no hay vida, sin la enseñanza y espíritu de Jesús no hay vida. Si en Él y como Él vivimos, seremos pan y vino que alimentan, que producen vida.
Entonces, se hace inevitable la pregunta: ¿La interpretación dada a la Cena como sacrificio, responde a la verdad histórica y es concorde con los Evangelios? Creo que está aquí el nudo de la cuestión. Admitamos que la Última Cena sea un Sacrificio, ¿pero en qué sentido?
La historia de lo que le ocurrió a Jesús es muy simple: Él es un profeta, se opone a toda ley inhumana, repudia el rumbo exhibicionista de una religiosidad interesada en las apariencias, propone una nueva imagen de Dios como Bondad sin fin y sin discriminaciones, ataca el objeto más sagrado para el israelita, el Templo, asociado a mercado y cueva de bandidos, hace el bien en modo y tiempos no oficiales, atestigua con autoridad que en el Reino del Padre entran primero los samaritanos que los fariseos, las prostitutas primero que los justos, los que han padecido primero que los que han gozado, los bondadosos de corazón primero que los poderosos, los operadores de la paz y de la justicia primero que los mojigatos que sacrifican animales.
No sé hasta qué punto todas estas motivaciones, determinantes en el proceso de Jesús y de una sentencia que le llevó al Calvario, han sido borradas de la memoria de los fieles y del rito dominical de la eucaristía. Porque lo que aparece claro es que, en la vida de Jesús, nada le hace actuar como una víctima o un cordero disponible para el matadero.
Ciertamente no dice que va a morir por los pecados del mundo, sino que es espiado, perseguido y condenado por blasfemo y sedicioso. Se ha hecho hijo de Dios y es un revolucionario político que pone en peligro la legitimidad del Gobernador romano. Y, para estos casos, las autoridades reservan la crucifixión.
Las autoridades civiles son el Prefecto romano (Poncio Pilato) y las autoridades religiosas el Sanedrín en pleno (Senado de 71 miembros, compuesto del alto clero, de la aristocracia laica y de los jefes rabinos).
En nuestro modo de celebrar la Cena del Señor como Sacrificio, ¿no se percibe, al presentar a Jesús como altar, sacerdote y víctima, un intento de modelar las mentes de los fieles en las actitudes de autoinmolación y así obedecer a los mediadores entre Dios y el pueblo, tal como Jesús que habría obedecido pasivamente? Vastísima es, en este sentido, la literatura relativa a la transustanciación de la hostia y casi nula la dedicada a la transustanciación de los cristianos, cosa que choca con el objetivo de Jesús, que se fija primordialmente en que sus seguidores cambien sustancialmente su modo de pensar y de actuar.
“A Jesús -escribe Rufino Velasco- no le interesa mínimamente modificar de un modo omnipotente un trozo de pan, ni que los fieles de medio mundo se reúnan para un rito semanal sin modificar la propia existencia. En continuidad con los profetas, recuerda que el Padre odia los sacrificios y le agradan sólo las plegarias seguidas de una cuidadosa atención hacia los necesitados y excluidos, porque ´La santidad habita en quienes de verdad escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica´” (Lc, 11, 27-28). Y prosigue: ”De la vida de Jesús es difícil deducir que tuviera mucho interés en que la hostia estuviera consagrada por un erudito representante. Su invitación es que los discípulos se saluden, se hablen con sinceridad, estén ligados con vínculos de amistad. Que sean una prolongación de la naturaleza amorosa de Dios. A una asamblea muda prefiere una en que sea posible hablar de las heridas personales, sin bloqueos, sin los fantasmas de la omnipotencia y donde se puedan volver a coser las relaciones fraternas desgarradas”.