Antonio Aradillas Carta de otra aspirante al sacerdocio
(Antonio Aradillas).- En los documentos oficiales, tanto civiles como canónicos, mi nombre completo es el de María de las Mercedes, tal y como se llamaba mi abuela. Para familiares y amigos soy "Merceditas", aunque los felices años niños que justificaron el diminutivo hace tiempo que "pasaron a mejor vida".
Fuimos -somos- cuatro hermanas y puedo asegurar -y aseguro-, que en términos generales constituimos lo que se dice "una familia normal". Como no pocos vecinos del pueblo, nos vimos obligados a emigrar, y en la capital de España encontraron acomodo laboral nuestros padres, con facilidades para que nosotras, sus hijas, lográramos abrirnos camino.
Y aquí acentúo ciertas circunstancias de las que algunos puedan servirse para tildar de "rara", de original y aún de extravagante, nuestra unidad familiar.
Mi hermana la mayor expresó desde su más temprana edad, sus deseos decididos de llegar a ser militar. Para la segunda, el trabajo y la dedicación de bombero se hicieron presentes con caracteres de vocación y servicio a la comunidad, ya desde los primeros escarceos de su elección profesional. A la tercera, todo cuanto se relacionara con actividades políticas e investigaciones policiales, ahormaron, desde su más tierna infancia, sus gustos y preocupaciones, sin ahorrarse esfuerzos y sacrificios de ninguna clase.
¿Yo? Desde que apenas comencé a tener uso de razón y ser consciente de mis actos, tuve la seguridad de que, ser y ejercer de sacerdote, habría de ser la suprema felicidad para mí y para el resto de la comunidad, a la que habría de servir algún día. Desde el principio alcancé el convencimiento pleno, por la gracia de Dios, de que en mi decisión ni intervenían motivos de orden económico, social, o jerárquico, ni privilegios ni misterios o magias de ninguna clase.
La llamada de Dios prevalecía sobre cualquier otro argumento que pudiera haber influido, o seguir influyendo, en el organigrama vocacional de quienes se decían haber sido expresamente elegidos como mediadores entre Dios y los hombres. Quede constancia que tampoco influyó en mi vocación sacerdotal la más leve brizna de rebeldía ante los cánones, constituciones y normas eclesiásticas que premian a los hombres, por hombres, en su acceso al sacerdocio, con flagrante discriminación para la mujer, por mujer.
¿ Y después...?
Mis tres hermanas, pese a las dificultades serias y graves que hubieron de afrontar a consecuencia de leyes y tradiciones vigentes, consiguieron alcanzar sus metas propuestas, en proporción a la capacidad de formación y a los méritos alegado, en sus primeros destinos, aunque siempre con el convencimiento -y aún comprendiendo-, que la condición femenina no les ayudaba, sino todo lo contrario para su reconocimiento y ascenso superiores, en igualdad con el hombre.
¿Tu actitud personal ante el hecho de la frustración vocacional, como posible ministro/a del Señor?
Ni me convencieron, ni me convencen, ni me convencerán las alegaciones jerárquicas aportadas, a veces hasta con carácter dogmático -"palabra de Dios"-, y teología, de que fue y será imposible "que la mujer sea y ejerza de sacerdote en la Iglesia católica". No me parecen serios, ni bíblicos, ni evangélicos, los argumentos en los que oficialmente sustentan las determinaciones canónicas en este sentido. A cualquier observador, y observadora, les da la impresión, cargada de veracidad, sociología, sentido común e historia eclesiástica, de que se trata de penúltimas "pataletas" en la escala de las sistemáticas marginaciones que padece respecto al hombre, doliéndome más que estas sean propiciadas con descaro y "tranquilidad" de conciencia, precisamente dentro de la propia Iglesia.
Por si cambiaran los tiempos, y aunque estos por "cambios" y por "eclesiásticos" resultan más tercos, yo, Merceditas, para familiares y amigos, como pude, y me permitieron, estudié teología, con sus grados académicos correspondientes, trabajé y trabajo como seglar impartiendo lecciones de catequesis, y aliento esperanzas "franciscanas" de que las primaveras llaman a las puertas de la pastoral y del feminismo cristiano, pese a que, en ocasiones, los líderes de conservadurismos feroces, impertérritos y carentes de "mundanidad" y realismos humanísticos y, por tanto, cristianos, prosigan su tarea condenatorias contra los, o las, que piensen de modo distinto al suyo, con el riesgo de que sus propios intereses, que no los de la verdadera Iglesia de Cristo, puedan sufrir "serios e irreparables" quebrantos.
Conociendo tanta o más teología y cánones que quienes todavía discurren y se comportan de aquesta manera, como experta en la materia, les sugiero con humildad y evangelio que revisen la perdurabilidad de sus normas y leyes, que se dicen divinas, e inamovibles, y que consideran "palabra de Dios".
Sugiero también que piensen los liturgistas, con todo eso del diaconado femenino que se traen entre manos, que no van a añadirles a las mujeres en el camino de sus legítimas reivindicaciones eclesiales, compensación canónica alguna, sino todo lo contrario. Lo de las compensaciones, y menos, las femeninas, no es tarea propia ni de la teología ni del sentido común. En la parroquia a la que pertenezco, regida por "Kikos", a las mujeres nos sigue estando prohibido impartir la Comunión, siempre y cuando haya hombres varones presentes en la celebración eucarística...