Juan XXIII y Pablo VI Dimisiones papales

(José Luis González-Balado).- La dimisión de Benedicto XVI ha producido sorpresa en casi todos, y ha servido a algunos para echar de menos el mismo gesto por parte de otros. La verdad es que, si no exactamente el verbo dimitir, dos grandes papas recientes, Juan XXIII y Pablo VI, conjugaron un verbo sinónimo del que ha anunciado Joseph Ratzinger.

Sobre el inolvidable Papa Giovanni escribió su testigo más creíble, Monseñor Loris Capovilla, que sólo un mes después de su elección, durante un paseo por los jardines vaticanos, su superior se dejó escapar una confidencia que expresaba su disponibilidad interior: Si una comisión de cardenales me viniese a decir que, bien considerado todo, podría regresar a Venecia, en absoluto perdería la calma.

El secretario -que tiene ya 97 años recién cumplidos y conserva una excepcional lucidez- asegura haberle objetado que a Venecia no podría volver toda vez que ya había nombrado sucesor para aquella archidiócesis.

Juan XXIII encontró una alternativa fácil: Bien. Me iría a Sotto il Monte, sin que hubiera sido un mes inútil. He cubierto la vacante de Secretario de Estado (Domenico Tardini) y he nombrado arzobispo para Venecia (Giovanni Urbani). He anunciado la creación de 23 cardenales. He visitado todas las dependencias del Vaticano y el Seminario Romano. He tomado posesión de la Basílica de San Juan de Letrán, y he realizado algunas visitas de caridad y de cortesía. He estado en Castelgandolfo. He cubierto varias sedes vacantes, y he tenido ocasión de dirigir a la cristiandad y al mundo palabras no inútiles... (Como se ve, aún no había anunciado la convocación del Concilio Vaticano II, que se produjo algo más tarde: el 25 de enero de 1959).

Pero quien echó mano del verbo dimitir en su sentido estrictamente literal fue el sucesor de Juan XXIII, Pablo VI, que había encabezado la lista de sus primeros 23 cardenales. Como es sabido, Pablo VI fue también el papa que inauguró los viajes apostólicos. Por cierto, unos viajes llenos de simbolismo y contenido, empezando por el de Tierra Santa (4-6/1/1964) y siguiendo por otros tan significativos como la asistencia a congresos eucarísticos internacionales: el de (Bombay, 2-5/12/1964) y el de Bogotá (22-25/9/1968).

Hizo otros viajes muy significativos: a la ONU, a Fátima, a Turquía, a Ginebra (OIT), pero se vio constreñido a renunciar a uno que por nada del mundo hubiera querido omitir: la asistencia, en agosto de 1976, al 41º Congreso Eucarístico Internacional de Filadelfia (EEUU).

Para entonces tenía ya 78 años y una salud muy delicada. Se había sometido a una operación de próstata y sufría de una artrosis que casi le impedía caminar. Lo que conservaba en su integridad era una cabeza excepcional, muy velado por el doctor Mario Fontana, que ya lo había seguido durante su ministerio como arzobispo de Milán (1/11/1954-20/6/1963).

Sobre Juan XXIII se han publicado -más en Italia que en ningún otro país- un gran número de biografías. Menos, pero acaso más históricamente rigurosas, son las que se han escrito sobre Pablo VI.

Una de las más exactas, con el escueto título de Paolo VI, con prólogo de su secretario Mons. Pasquale Macchi, apareció en 1990 y documenta muy fidedignamente su voluntad de dimitir cuando las personas a él más próximas y fieles trataron de disuadirlo de su decisión de viajar a Filadelfia (USA) con motivo del 41º Congreso Eucarístico Internacional (agosto de 1976), aun convencidos de que lo que lo movía no tenía nada que ver con un viaje de relax sino con el deseo e íntima convicción de cumplir un exigente deber pastoral. Su persistente razonamiento era el de que "Si un Papa está impedido de viajar, tiene el deber de dimitir".

Aunque la razón de su entorno era la casi extrema debilidad de su salud -moriría dos años más tarde (6/09/1978)-, su secretario trató de persuadirlo de que Estados Unidos estaba casi en campaña electoral y que el viaje hubiera sido muy pesado porque hubiera implicado el deber de dar satisfacción a la insistencia por parte de los obispos de Canadá que llevaban tiempo manifestando el deseo de una visita del Papa. Por otra parte no podía descuidar que se trataba de una estación excesivamente calurosa.

La citada biografía sobre Pablo VI refiere que, tras estas reflexiones de personas de tanta confianza, Pablo VI había llegado a dar la impresión de estar convencido, por más que su obsesión seguía siendo la de que, "si no puede viajar, un Papa tiene el deber de dimitir". Tan era así que, con segura convicción y exigencia, pidió al secretario personal y a la Secretaría de Estado que, en un plazo razonablemente breve de tiempo, le expusiesen por escrito las razones formales de la importunidad del viaje.

Y hasta llegó a ocurrir, viendo que tardaban en contestarle, manifestó que la decisión la tomaría él mismo. Fue entonces cuando, aprovechando sus buenas relaciones con la RAI, el secretario Macchi pactó una conexión televisiva por satélite para el día y hora de la clausura del Congreso de Filadelfia que coincidiría con una visita de Pablo VI a la ciudad eminentemente eucarística de Bolsena.

Pero una demostración de que Pablo VI arrastraba desde atrás, acaso desde el comienzo de su pontificado, la obligación de dimitir en determinadas circunstancias la confirma una confesión del salesiano P. Antonio Javierre Ortas, quien en marzo de 1973 (11/17) había sido invitado a predicarle ejercicios espirituales.

Con tal motivo, el tan austero como devoto ejercitante Pablo VI consideró poco menos que un deber espiritual manifestarle la angustia que llevaba en su interior expresándole su casi disgusto de que los colegas de un teólogo tan experto como el predicador -Javierre-Ortas era rector magnífico del Pontificio Ateneo Salesiano de Roma- demorasen tanto responder a la inquietud que a él le embargaba sobre la conveniencia de la dimisión del Papa. Llegaría un momento en que, no por indiscreción sino por íntima edificación personal, el padre Javierre reveló la inquietud espiritual del predecesor de Juan Pablo II.

Bien podría, llegados aquí, darse por concluido el tema colateral suscitado por la anunciada inminente decisión de dimitir de Benedicto XVI. Con todo el respeto de cualesquiera conclusiones del vecino de enfrente o de al lado, uno manifiesta -con convencida humildad- que se daría por satisfecho de que quien resulte elegido para suceder al Papa alemán sea, con la ayuda del Espíritu santo, por lo menos tan bueno como Juan XXIII o Pablo VI.

Aunque también se siente sinceramente anhelante de que, por parte de los cristianos españoles -uno prefiere el calificativo cristianos al de católicos- lo acogiésemos con mayor devoción y hasta simple reconocimiento que con el que fueron acogidos dos Papas tan beneméritos y ejemplares como fueron (y siguen siendo en el recuerdo) Juan XXIII y Pablo VI.

Quienes recuerden el digamos quinquenio de pontificado tan exquisitamente evangélico del inolvidable Papa Giovanni uno cree que recordarán que aquí, comparándole casi inoportunamente con su predecesor Pío XII, se infravaloraba tan exquisita sencillez evangélica tanto en el lenguaje como en la gesticulación contrapuesta a la espectacularidad gestual y a la retórica oratoria de un Papa Pacelli al que se celebraba con un anacoluto plasmado en ¡España por el Papa!

A Juan XXIII no se le agradeció adecuadamente la religiosa veneración que, pocos años antes de ser elegido Papa, había mostrado hacia nuestro país. Lo hizo primero siendo nuncio en Francia, al regreso por España de una visita pastoral a los territorios francófonos considerados metropolitanos (Argelia, Marruecos y Túnez).

Entrando por Algeciras, entre el 16 y el 20 de abril de 1950. Con tal motivo visitó, con espíritu de peregrino, varias catedrales y santuarios del sur y centro de España que incluyeron Granada, Sevilla, Córdoba, Toledo, Madrid y El Escorial.

Unos años más tarde, siendo ya arzobispo-patriarca de Venecia "peregrinó" por otras ciudades, catedrales y santuarios de España (15-29/7/1954). El recorrido, esencialmente religioso incluyendo aspectos de legítimo satisfacción de su sensibilidad por el arte sagrado, tuvo etapas tan inevitablemente destacadas como fugaces, en su paso por San Sebastián (Aránzazu, Loyola), Navarra (Pamplona, Javier), Bilbao (N. Sra. de Begoña), Santander (Comillas), Asturias (Covadonga, Oviedo, Gijón), Lugo (Mondoñedo), Santiago de Compostela, Astorga, León, Valladolid, Ávila, Alba de Tormes, Burgos, Zaragoza, Lérida, Montserrat, Barcelona, Gerona...

Por donde quiera que pasó, visitó con deferente respeto a las autoridades eclesiásticas y centros religiosos, celebró misas y hasta -en Lezo (Guipúzcoa)- se prestó a bautizar a una niña recién nacida y presidir la misa de la fiesta local de Nuestra Señora del Carmen.

Nadie ha dicho que los créditos de admirada devoción y gratitud por parte de nuestros connacionales se limiten a los aludidos. ¡Vaya si no tuvo otros más consistentes a los que no es necesario aludir! Como los tuvo -¡vaya que sí!- su sucesor inmediato Pablo VI, también conocido simplemente como Papa Montini.

Sin alargar esta reflexión ya más larga de lo convencional, baste como alusión indirecta al tema la cita siguiente, brotada de la pluma del agudo y sereno analista de temas eclesiásticos Joaquín Luis Ortega al día siguiente del fallecimiento de Pablo VI (6/8/1978): "Los que le conocían de cerca saben que en el corazón de Pablo VI había una espina, una espina más: la espina de España. Algunas intervenciones suyas no fueron bien interpretadas en nuestra tierra. Se le juzgó dura e injustamente desde ciertas esferas. Él lo sabía y lo sufría. Con cuantos españoles hablaba -obispos, políticos y gentes del pueblo- se esforzaba por mostrarnos su cariño, aquí tan mal y tardíamente comprendido aunque no ocultase, como padre y pastor, su preocupación y aún su discrepancia con respecto a situaciones y momentos de nuestros años pasados".

Aparte de otras alusiones no menos elocuentes y explícitas al tema, merece darse cabida a una del Cardenal Tarancón: "Estoy plenamente convencido de que las intervenciones de Pablo VI sobre temas españoles no sólo querían ser un servicio a la Iglesia sino también una ayuda a las autoridades que se llamaban católicas".

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