Comentario literario, poético y profético sobre el centurión que reconoce a Cristo como Hijo de Dios Dios muere, y habla un extranjero

El centurión, símbolo del imperio, del poder humano, es también ahora testigo del verdadero Reino. Con ojos que han visto morir a miles, reconoce que este Hombre muere distinto. No con desesperación, sino con entrega. Y en ese último aliento, escucha una Verdad que no necesita doctrina: “Verdaderamente, este era el Hijo de Dios
Mezclemos la voz profética, la mística y si acaso la sensorial y telúrica. Y que surja un Poema en tres voces: las de Isaías, Juan de la Cruz, y Neruda . Un canto que se eleva desde la muerte, la sorpresa del centurión extranjero y la revelación divina en lo inesperado
En el umbral de la sombra, cuando el Sol se viste de luto y la tierra tiembla como si el corazón del mundo se quebrara, no son los discípulos, ni los sabios de la ley, ni los guardianes del templo quienes ven con claridad. Un centurión. Un hombre de guerra, ajeno a las Escrituras, un extranjero, pero testigo del Silencio que grita.
En el momento en que Dios parece más ausente, colgado de un madero, desfigurado por el dolor y el abandono, es cuando su divinidad se revela con mayor fuerza. La paradoja se abre como un relámpago en la oscuridad: la muerte no es debilidad, sino la manifestación extrema del Amor. Y es allí, en el Gólgota, donde se rasga no solo el velo del templo, sino también el velo de la incredulidad. Velo rompedor de barreras y fronteras
El centurión, símbolo del imperio, del poder humano, es también ahora testigo del verdadero Reino. Con ojos que han visto morir a miles, reconoce que este Hombre muere distinto. No con desesperación, sino con entrega. Y en ese último aliento, escucha una Verdad que no necesita doctrina: “Verdaderamente, este era el Hijo de Dios”.

Poéticamente, es el eco de Isaías que resuena en carne viva: “no tenía apariencia ni hermosura… como cordero fue llevado al matadero”. Y sin embargo, en esa fealdad crucificada, el centurión ve la Belleza última.
Proféticamente, es un anuncio: no serán solo los de dentro quienes vean al Mesías. Serán también los de fuera. Porque Dios muere con los brazos abiertos, y su gloria se manifiesta justo cuando parece derrotado. La muerte se convierte en trono. El madero, en altar. Y ¡un extranjero! , en el primer heraldo de la fe universal.
Dios muere con los brazos abiertos, y su gloria se manifiesta justo cuando parece derrotado. La muerte se convierte en trono. El madero, en altar. Y ¡un extranjero! , en el primer heraldo de la fe universal
Mezclemos la voz profética, la mística y si acaso la sensorial y telúrica. Y que surja un Poema en tres voces: las de Isaías, Juan de la Cruz, y Neruda . Un canto que se eleva desde la muerte, la sorpresa del centurión extranjero y la revelación divina en lo inesperado:
¿Quién creyó esta palabra rota,
este susurro clavado al madero,
cuando el día se partió en dos
y el sol se ocultó como un ciervo herido?
No había hermosura en su rostro.
Sólo sangre,
y la sangre decía más que las Escrituras.
Los que sabían, no vieron.
Los que veían, no hablaron.
El templo quedó sin canto.
Y la ley se hizo polvo
en las bocas cerradas de los justos.
Y fue entonces,
cuando la voz se apagaba,
cuando la carne temblaba como rama en la tormenta,
cuando habló un hombre sin promesa.
Un centurión.
Un extranjero.
Hijo del imperio y de la espada.
Duro de lengua,
ajeno al rezo.
Un gentil
"Verdaderamente, este era el Hijo de Dios",
dijo con los ojos abiertos
como quien descubre el mar por vez primera.
Y el cielo escuchó su confesión
como un salmo nacido de la piedra.
¡Oh noche callada!
Diría el místico:
más clara que el alba,
más sonora que el silencio.
Porque en la muerte habló la Vida,
y en la oscuridad se encendió el Nombre.
El extranjero vio lo que los puros no vieron:
que la gloria no cae del cielo,
sino que sube desde una cruz
que sangra y abraza.
Como Neruda, tocando las manos del obrero,
así tocó el alma del Cristo moribundo,
sin teología ni rito,
sólo con la hondura del asombro.
Y entonces lo entendimos:
que Dios se deja conocer
también por los que no lo buscan,
y se revela cuando parece más ausente.
El primer credo no fue canto de iglesia,
ni palabra de discípulo,
fue el suspiro de un gentil
una certeza rota,
un grito en lengua extranjera
que partió la historia en dos:
"Verdaderamente, este era el Hijo de Dios."
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