Gregorio Delgado Un Gobierno monárquico

(Gregorio Delgado, catedrático).- Se venía venir desde hace mucho tiempo. El aire fresco, que el buen papa Juan quiso insuflar en las oscuras estancias eclesiales, se vio muy pronto neutralizado. No era, ciertamente, empresa fácil la puesta al día de la Iglesia. El clima en que se celebró el Concilio así como las poderosas y eficaces resistencias que interfirieron muchas cuestiones no hacían presagiar un futuro pacífico.

Aparecieron, en efecto, intensas tensiones internas, desviaciones manifiestas, abandonos múltiples, miedos alarmantes. A qué no se habría llegado, cuándo Pablo VI, al contemplar la situación existente, habló de que "el humo de Satanás ha entrado por alguna fisura en el templo de Dios". Lo grave de tal interpretación fue la reacción que provocó: encerrarse tras la muralla, apartarse del camino iniciado, volver hacia atrás, neutralizar el Concilio, restaurar los modos del pasado, paralizar la renovación.

En un tema verdaderamente crucial (como era y es el del ejercicio de la autoridad) y sobre el que se había pronunciado, de modo explícito, el Concilio, se vuelve, a la hora de tomar decisiones trascendentales, al modelo preconciliar y autoritario, con menosprecio de la colegialidad episcopal. Tanto la Sacerdotalis coelibatus como la Humanae vitae e, incluso, el MP Apostolica solicitudo son ejemplos lamentables del abandono clamoroso de la doctrina conciliar sobre la colegialidad.

El carismático y comunicador Papa polaco enseñó muy pronto sus verdaderas intenciones: "el movimiento conciliar debía ser frenado; la reforma eclesial, detenida; el entendimiento franco con las Iglesias orientales, los protestantes y los anglicanos, sustituido por la antigua estrategia de alentar el retorno, la reintegración de los separados; y el diálogo con el mundo moderno, reemplazado de nuevo por una actitud más unilateral a base de adoctrinamiento y promulgación de decretos" (H.Küng).

Sólo quien no quiera verlo, puede ignorar la política restauracionista de Karol Wojtyla, que supuso la vuelta efectiva al rancio centralismo romano. A partir del Concilio, las cosas habían iniciado un cierto camino nuevo. Pero la acción de este papa autoritario -secundado por fuertes movimientos eclesiales de todos conocidos-, vendría a significar y consolidar (no obstante las frecuentes citas de textos conciliares) una clara neutralización del espíritu conciliar.

Pensamos (como ha resumido el citado H. Küng) que, efectivamente, en la Iglesia, "en lugar del aggiornamento en el espíritu del Evangelio", volvió a hacerse presente "la íntegra ‘doctrina católica' tradicional"; en lugar de la ‘colegialidad' de los obispos, con y bajo Pedro, la autoridad se volvió a ejercer según los cánones del tradicional y riguroso centralismo romano; en lugar de la ‘apertura' al mundo moderno, se volvió también a la condena, a subrayar los peligros y los riesgos de la poco recomendable adaptación; en lugar del ‘diálogo' impulsado por Pablo VI con la enc. Ecclesiam suam, se refuerza la vieja Inquisición, se limitan libertades como la de expresión, la de conciencia, la de investigación teológica, la de la propia defensa; en vez de ‘ecumenismo' según la orientación conciliar, se subraya de nuevo lo católico-romano; en vez de Obispos con mentalidad pastoral en sintonía con el Concilio, se buscaron presbíteros obedientes y sumisos a Roma; etc. etcétera.

Más allá de los ejemplos que hemos expuesto y mucho más allá de la interminable lista de actuaciones que se podrían enumerar tendentes a imponer, de modo efectivo, un modo de entender la Iglesia más en sintonía con el pasado que con la doctrina conciliar, Juan Pablo II y su todopoderosa Curia Romana olvidaron conscientemente la doctrina conciliar de la colegialidad episcopal. Ni, por ejemplo, la llevaron a la práctica en el Sínodo de los Obispos o en las Conferencias episcopales ni la respetaron allí donde estaba dando frutos novedosos, dignos de valorar y tener en cuenta, y, sobre todo, la entendieron como referida a la confianza y hermandad de todos los obispos y el papa y no como la posibilidad de que la Iglesia particular participase en el gobierno de la Iglesia universal.

La actitud ante la reunión de la 4ª Asamblea del CELAM en Santo Domingo significó la culminación de la pérdida del norte en el Vaticano a propósito de la colegialidad conciliar. Después de Puebla, el CELAM, como ha subrayado A. Ivereigh, se había constituido en todo un símbolo eficaz de la colegialidad, en el más antiguo consejo episcopal, en un referente comprometido con la reflexión teológica, en un órgano del magisterio latinoamericano. Había que neutralizarlo. En este empeño, se contó con la complicidad de tres obispos: Mons López Trujillo, Mons Castrillón Hoyos y Mons Medina Estévez.

El Vaticano llegó a rechazar el documento de trabajo, que sustituyó por uno propio lleno de citas de Juan Pablo II; desautorizó a 18 de los 20 peritos nombrados y los sustituyó por otros que él designó; el Papa inauguró la asamblea y permaneció allí otros tres días; envió a Mons Sodano, Secretario de Estado, para moderar los trabajos; e incluso se abrió una oficina de los Legionarios de Cristo. ¡Todo un cúmulo de despropósitos! Todo, como cabía suponer, terminó como el rosario de la aurora: a farolazos. Mons Mendes de Almeida leyó la versión alternativa de los obispos del CELAM sin que Mons Sodano pudiese hacer nada. Un fracaso en toda regla. Un ataque injustificado a un modo de entender el ejercicio de la autoridad en una Iglesia pujante y en camino a ser fuente de referencia.

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