"Somos hijos del Vaticano II, aunque nos quieran hacer creer que no" Hijos del Vaticano II, educados por Trento
"Ambos, Trento y Vaticano I, con lenguajes dogmáticos y condenas específicas, haciendo célebre la expresión “anatema sit”, para que quede clarito que quien obedece está adentro y quien piensa distinto, está afuera de la Iglesia…"
"Esta revolución bien fundada en el Evangelio que se atrevieron a llevar adelante dos enormes papas santos como Juan XXIII y Pablo VI, cambió el rumbo de la barca del Señor"
"Aún hoy hay ejemplares que creen que el Vaticano I, el II, el Derecho Canónico, el Catecismo, la teología, la filosofía, el mismísimo Evangelio y hasta los recetarios de cocina deben estar sometidos al método tridentino"
"Aún hoy hay ejemplares que creen que el Vaticano I, el II, el Derecho Canónico, el Catecismo, la teología, la filosofía, el mismísimo Evangelio y hasta los recetarios de cocina deben estar sometidos al método tridentino"
| Alberto Roselli, diácono y periodista
El título obliga en el mismísimo principio a aclarar dos cosas: Así como no existe la pretensión de ignorar la existencia del Concilio Vaticano I, tampoco el prejuzgar como vetusto, inútil o pasado de moda a Trento.
Acerca de lo primero, decir que el Vaticano I tuvo una lucidísima intención que fue truncada por las guerras de la época, lo que hizo que entre diciembre de 1869 y octubre de 1870 sólo fueran posibles cuatro sesiones, fructificando en dos Constituciones dogmáticas: la Dei Filius, que para reforzar la fe católica atacaba lo que consideraba errores surgidos de Trento como el racionalismo, el panteísmo, el materialismo o el ateísmo, aunque –parece haberse dejado de lado a la hora de enseñarlo- se hace hincapié en un Dios personal, creador y providente.
El segundo documento, Pastor AEternus, es el ya conocido fundamento y declaración de la infalibilidad papal cuando se pronuncie ex cathedra y sobre cuestiones de fe y de moral.
Sobre Trento, resaltar que en aquel siglo XVI se decidió salir al cruce de temas tan candentes como considerados peligrosos para la Iglesia, como la reforma protestante, la justificación, los sacramentos (allí está lo referido a la “extremaunción”), etcétera, todos desde una mirada doctrinal.
Claramente ambos con lenguajes dogmáticos y condenas específicas, haciendo célebre la expresión “anatema sit”, para que quede clarito que quien obedece está adentro y quien piensa distinto, está afuera de la Iglesia…
Y esta es una de las novedades más importantes del Vaticano II: hacer eje no en lo doctrinal (nada que discutir mientras esté basada en el Evangelio), en lo estrictamente moral, en lo excluyente, en lo institucional puramente, sino considerarnos como Iglesia, en medio de la realidad del mundo tal y como viene. Una Iglesia encarnada en la realidad, en medio del mundo como la levadura en la masa, y no el centro de todo.
Esta revolución bien fundada en el Evangelio que se atrevieron a llevar adelante dos enormes papas santos como Juan XXIII y Pablo VI, cambió el rumbo de la barca del Señor: No a donde dicen los capitanes y grumetes de turno, expertos en manejar con la culpa las podadas voluntades ajenas, sino adonde el Espíritu sople; única y verdadera energía (como que es Dios) de la verdadera Iglesia de Cristo.
El Papa Francisco desde el principio habló de la necesidad de dejarse empapar por el espíritu del Vaticano II que, aunque vaya hacia sus sesenta años, sigue siendo nuevo, realista, actual, en este mundo de hoy. Porque no es la Iglesia la que debe decidir cómo es el mundo, sino el mundo el que debe ser iluminado por quienes somos Iglesia, su anuncio y su testimonio de servicio.
Nací en la década del sesenta, a mediados. Y somos la generación que nació con el Vaticano II.
Aunque quienes fuimos formados en esos años posteriores y hasta hoy mismo, recibimos mucho del espíritu y la enseñanza –sobre todo el rigor- de Trento.
Se mencionaba mucho al Vaticano II en las aulas y en el catecismo, pero aunque reformulado, nuestros maestros apenas si podían convertir en nuevo lenguaje, la luz y el magnífico desafío que inspiraba el concilio echado a volar en 1965. Su esfuerzo fue meritorio y es agradecido.
Repensando esos tiempos, resulta más o menos fácil ahora reconocer en nuestros formadores y padres espirituales el esfuerzo por dejarse empapar o la decisión de mantenerse fijos en sus ideas.
Los invito a que hagan este ejercicio de memoria: los que sin vergüenza mostraban sus dudas y su amor a la Iglesia “semper reformanda”, y estaban abiertos a buscar caminos nuevos; o quienes con porte rígido creían tener respuesta para todo y, como todo mediocre, temeroso y dogmático, manipulaban conciencias con el mayor desparpajo, en nombre de los “nuevos aires”.
Nuevos aires según sus propios criterios y sus propias respiraciones.
Honestidad o soberbia.
Aún hoy hay ejemplares que creen que el Vaticano I, el II, el Derecho Canónico, el Catecismo, la teología, la filosofía, el mismísimo Evangelio y hasta los recetarios de cocina deben estar sometidos al método tridentino: “anatema sit”.
Miedos tenemos todos. Debilidades también. Pero quienes pretendemos seguir a Cristo sabemos que nos asiste la gracia, la que evita, si la dejamos actuar, caer en esos espiritualismos adolescentes y peligrosos de creer que hacer la voluntad de Dios es dejarse llevar por un voluntarismo ingenuo, olvidando que junto al consejo de ser dóciles como palomas está el de ser astutos como serpientes.
O tantos y tantos institutos, congregaciones, prelaturas personales, cristos reyes, palabras encarnadas y otros tantos que por intereses de poder y económicos dañan vidas para siempre, haciendo creer que el Evangelio se vive impermeabilizándose, en lugar de ESTAR en el mundo cada quien con su estado, ejerciendo el Evangelio.
Y mintiendo. Por ejemplo, calificándose como predicadores eximios de los Ejercicios de San Ignacio, solamente acentuando la culpa y el pecado, cuando de eso nada hizo el mismísimo santo guipuzcoano, sino lo contrario: frente al pecado, la gracia. Frente al reconocimiento de la debilidad, la entrega. Frente al temor humano, la parresía para salir y anunciar con la vida a Jesucristo. Frente a la poquedad, la conversión que nace de saberse amado por siempre y para siempre.
Queda mucho por caminar. En realidad queda tanto camino como el Señor quiera. Porque la vida es un camino, cuyo destino no está entre nosotros, sino en una plenitud de abrazo y alegría.
El Evangelio no cambia, es claro. La doctrina tampoco … tanto cuanto sea en ese orden.
Somos hijos del Vaticano II, aunque nos quieran hacer creer que no. El Señor murió y resucito por las personas, no por las doctrinas. Y por todas las personas. Ese fuego está ardiendo.
Caminemos juntos. Al menos intentemos. Jesús va adelante, en medio y detrás. Sinodalmente.
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