Antonio Aradillas Tampoco Lutero quiere conventos
(Antonio Aradillas).- "Condenados al cierre", "acerrojar", "cerrado por falta de actividad o por defunción", "echar el cerrojo o el pestillo a perpetuidad", "ponerle el punto final"... son, entre otros, términos enormemente depresivos, tristes y consternadores. Cuando la materia de la que se trata, o de la que de alguna manera se dice y presenta como "religiosa", se convierte en dramática.
Y es precisamente en este contexto en el que se instala la noticia documentada, y además, con carácter oficial, de que en los últimos años, en España, de los 864 conventos de monjas registrados en las respectivas diócesis, ha descendido su número a 779, lo que significa que cada mes desaparece uno de ellos, con certeros presagios de que tal descenso se acreciente al paso del tiempo.
Cuando se hizo pública la noticia, pese a que las apariencias inmediatamente le confirieran plena fiabilidad, rechinaron las sensibilidades de muchos y muchas, al igual que lo hacen las venerables puertas y celosías de tan venerables recintos. Aumentan los temores al comprobar que iglesias, templos , capillas y colegios "religiosos", monasterios masculinos y femeninos, noviciados, seminarios... no son ya lo que antes fueron en relación con la asistencia de los "fieles", y respecto al índice de vocaciones, hoy tan parco, escaso, y a veces, hasta nulo.
Las causas de la referida situación son muchas y de procedencia diversa. Culpables unas, y no tanto, otras. Lo mismo por parte de unos, que de otros. Y, en ocasiones, hasta de ninguno.
El hecho es que, de por sí, la reforma, o las reformas, en multitud de casos, apenas si se atrevieron a dar fuertes aldabazos en lugares tan sagrados y en la sensibilidad de quienes jerárquicamente eran, y son, sus responsables y representantes de lo que son y significan las instituciones y los centros, a los que con intensa piedad me refiero. Exactamente al concepto de tradición -tradiciones-, "en conformidad con las santas Reglas" por encima de todo, aún de las demandas más elementales, su sacralización y sacramentalidad imperaba, y sigue imperando, como si el inmovilismo hubiera de ser expresión única y norma suprema, con carácter inexcusable de representar "la voluntad del Señor".
En los fervorosos tiempos de reforma pontificia "franciscana", que convoca a los obispos, clérigos, religiosos, monjes y monjas, dando la impresión de que tantos y tantas padecen disecea - sordera-, urge adoptar actitudes de vigilancia y preocupación, por que quienes son o participan de la llamada "vida consagrada", sean los portaestandartes de los signos testimoniales de lo que exige su renovación, en sagrada conformidad con la pastoral de los tiempos nuevos.
Martín Lutero, reformador por antonomasia, "testigo del evangelio", tal y como es reconocido en la misma Santa Sede, no dudó de afrontar también este tema al que le dedicó alusiones muy definitivas, e importantes capítulos de sus "Obras Completas", por supuesto que sin abjurar de las palabras y del tono propio de los profetas del Antiguo y Nuevo Testamento. En su recuerdo en las celebraciones del "Quinto Centenario de la publicación de sus 95 tesis", transcribo estos párrafos que, releídos a la luz de la fe, del respeto fraterno y de la verdad de la historia monástica, podrán ser de utilidad y provecho para muchos.
Convendría que se publicara un edicto general, y que se suprimieran los votos -principalmente los perpetuos-, fijándose la atención en los bautismales, evitándose con eficacia su emisión temeraria, no invitando a nadie a hacerlos, dado que tenemos ya bastante con intentar cumplir lo que abundosamente prometimos en el bautismo.
De esta suerte, los "voteros" se apropian para sí solos, de la justicia, de la salvación y de la gloria, y no dejan nada para los bautizados.
No prohibiría yo, ni me opondría, a que alguien, en privado, y por propia iniciativa, hiciera votos, porque no los condeno ni los desprecio incondicionalmente. Lo que desaconsejo del todo es que, a partir de esto, se establezca y confirme un género público de vida... Estoy convencido de que, al aconsejar una forma pública de vida, basada en la emisión de votos, resulta pernicioso para la Iglesia y para las almas sencillas.
Las razones que apunta el Reformador para fundamentar y justificar su tesis de desaprobación de la vida monástica-"monachatus no est pietas"-, a la que perteneció como "Ermitaño de san Agustín", son las de que los votos públicos e institucionalizados "repugnan no poco a la vida cristiana, ya que el voto es una ley ceremonial y que además no tiene precedente alguno en la Sagrada Escritura... No vale objetarme con los casos de san Bernardo, san Francisco, santo Domingo y otros fundadores de Órdenes Religiosas... Lo indudable es que, ninguno de los citados se salvó por los votos o por la fuerza-virtud de su profesión religiosa, sino por la fe..."