"El establecimiento de un diálogo (más) sereno podría ayudarnos a todos" Andrés Torres Queiruga: "Pos-teísmo y pos-religión: un diálogo necesario"
"La tarea teológica consiste en recuperar esa experiencia, repensándola en una interpretación que la haga vivible y comprensible en la situación actual"
"Dejando aparte la postura que se reduciría a un puro inmovilismo fundamentalista, cabe dividirlas en dos grupos, que se distinguen por su modo de situarse ante la crisis del paradigma calcedónico"
"Al primer grupo pertenecen las dos posturas que coinciden en el abandono total o casi total del mismo y que se distinguen entre sí por la radicalidad con que lo hacen"
"La otra postura es la que suele llamarse pos-teísta o pos-religiosa. No niega su valor para la fe “religiosa”; pero, tal como es presentada en el paradigma tradicional, la rechaza —con distintos grados en la explicitud o en la hondura— en su “valor teológico”
"Al primer grupo pertenecen las dos posturas que coinciden en el abandono total o casi total del mismo y que se distinguen entre sí por la radicalidad con que lo hacen"
"La otra postura es la que suele llamarse pos-teísta o pos-religiosa. No niega su valor para la fe “religiosa”; pero, tal como es presentada en el paradigma tradicional, la rechaza —con distintos grados en la explicitud o en la hondura— en su “valor teológico”
| Andrés Torres Queiruga, teólogo
No hace mucho se ha suscitado entre nosotros una viva polémica en torno al amplio y pluriforme movimiento del pos-teísmo y la pos-religión (1). Dado que personalmente me ha coincidido con el tema que estaba desarrollando en mi ya largo trabajo sobre la Jesucristología, he decidido publicar, con ligeras acomodaciones, las páginas que le dedico. Creo que, dada la importancia del fenómeno, no debe quedar ausente del diálogo teológico. A él quieren contribuir estas sugerencias.
Afrontar la situación teológica actual significa no solo tomar noticia de la misma, sino comprenderla en la complejidad de sus dimensiones intrínsecas: 1) saber que se ha hecho imposible seguir manteniendo a la letra la “interpretación calcedónica” [con esta denominación me refiero al paradigma clásico, que va fundamentalmente desde Nicea a la entrada de la Modernidad]; 2) que eso no significa desconocer que, dentro de sus condicionamientos culturales, en ella se expresa y transmite verdaderamente la experiencia originaria de la fe cristiana; 3) y que por tanto no se trata de negarla sin más, borrándola de historia; 4) sino que la tarea teológica consiste en recuperar esa experiencia, repensándola en una interpretación que la haga vivible y comprensible en la situación actual.
Colocando sobre ella como una falsilla transparente estos cuatro puntos, aparecen las cuatro posturas teológicas que la habitan. No se trata de describirlas con detalle, pues los límites no siempre son claros y se multiplican tanto los matices como los solapamientos. Son más bien indicaciones que marcan cuatro tipos de orientación y que, en la medida en que no se dejan llevar por estrechamientos dogmáticos, pueden enriquecer las búsquedas que mueven este “período de elaboración” [me refiero a la estructuración que hace Amor Ruibal de los procesos históricos: adquisición, elaboración y síntesis].
Dejando aparte la postura que se reduciría a un puro inmovilismo fundamentalista, cabe dividirlas en dos grupos, que se distinguen por su modo de situarse ante la crisis del paradigma calcedónico.
1) Al primer grupo pertenecen las dos posturas que coinciden en el abandono total o casi total del mismo y que se distinguen entre sí por la radicalidad con que lo hacen.
La más extrema viene del ateísmo y niega sin más su “valor religioso”. Para este momento de nuestra reflexión interesa sobre todo de manera indirecta. La he aludido ya, mencionando la discusión entre Joseph Ratzinger/Benedicto XVI y Paolo Flores d’Arcais acerca de la interpretación de los datos históricos acerca de Jesús. Es una muestra elocuente de como la negativa a reconocer la necesidad de un cambio radical en la interpretación, tiende a paralizar la teología y a fortalecer las razones del rechazo ateo.
La otra postura es la que suele llamarse pos-teísta o pos-religiosa. No niega su valor para la fe “religiosa”; pero, tal como es presentada en el paradigma tradicional, la rechaza —con distintos grados en la explicitud o en la hondura— en su “valor teológico”. El panorama que presenta es amplio y genérico: algunas manifestaciones no solo van más allá de Calcedonia, sino también del Evangelio, llegando a la “época axial” e incluso más allá.
Últimamente ha adquirido fuerza especial en el espacio euro-americano de habla española, aunque acoge de manera activa las inquietudes “religiosas” de la no-dualidad en la tradición oriental y de la espiritualidad atea occidental; presta atención al gran mundo pos-colonial y a las distintas iniciativas teológicas acerca de los márgenes individuales y sociales; y se remite incluso a la teología de la muerte de Dios y otras formas radicales de la secularización (incluida una discutible inclusión de Dietrich Bonhöffer) (2).
Su radicalismo frente a lo “religioso” no significa abandono de la apertura a la Trascendencia. Por eso, en la medida en que está determinado por el hecho de reconocer el agotamiento teológico del paradigma tradicional y la necesidad urgente de buscar una renovación en bien de la vivencia y del anuncio de lo último y trascendente en la cultura actual, abre la posibilidad objetiva de diálogo. Partiendo de esa base común, se trata de calibrar la hondura exigida por el cambio, intentando dilucidar sus justas consecuencias.
En concreto, presenta la cuestión de si ese paradigma debe ser abandonado sin más, porque sus desajustes y aun sus deformaciones en la interpretación son tales, que hacen imposible una continuidad en lo fundamental de la experiencia creyente; o si, por el contrario, esa continuidad no solo es posible sino necesaria y fecunda. No es preciso recordar que toda la marcha del presente discurso se sitúa de manera decidida en esta segunda opción. Pero eso no significa, sino que más bien implica, la conveniencia y aun la necesidad de establecer un diálogo que, reconociendo el disenso, acoja las coincidencias y busque en bien de todos las convergencias posibles.
Empezando por lo segundo, es decir, por las coincidencias, que nacen ante todo de reconocer la urgencia de un cambio radical, creo que la energía y claridad del rechazo deben servir como importante campanada de alerta para que la teología actual tome por fin en serio la necesidad de una renovación a fondo. No cabe ignorar que incluso dentro de las propias iglesias la persistencia en la interpretación tradicional produce un desconcierto que alcanza cotas crecientemente altas de ausencia en la práctica cristiana, manifestada en el alarmante vacío que desertiza la asistencia a las celebraciones. Y en el mundo cultural fomenta una verdadera hemorragia de abandonos y, lo que es peor, genera un amplio ambiente de simple desinterés por el Evangelio y mina de raíz la credibilidad de la fe.
Por otra parte, es de justicia reconocer que la distancia aguda que esta postura adopta frente a las formulaciones teológicas y a las prácticas religiosas recibidas, tanto en el culto como en la piedad personal, está favoreciendo en positivo nuevos modos de expresión que sintonizan con la sensibilidad ambiental. Eso le permite elaborar posibilidades tanto de explicación conceptual como de evocación simbólica, que facilitan la apertura a la Trascendencia y motivan su aceptación y vivencia. De hecho, todo indica que, tanto dentro como en el exterior de las comunidades creyentes, su influjo está mostrándose eficaz en personas y ambientes que no comprenden el lenguaje teológico, sienten incomodidad con la “religión oficial” o se sitúan prácticamente fuera de ella.
Junto al reconocimiento cordial de todo esto, tampoco cabe ignorar las razones del disenso. La primera y, en mi parecer, la fundamental está en la radicalidad con que formula un rechazo, que tiende a negar el pan y la sal a toda una tradición que, pese a sus defectos y limitaciones, lleva dos milenios alimentando la fe de miles de millones. Debiera hacer pensar el mismo hecho de que, aún así, ha promovido toda una cultura de entregas generosas y existencias esperanzadas. Intelectualmente, en su elaboración y constantes reajustes han trabajado muchos genios entre los grandes de la humanidad. Hegel supo verlo bien: “Malo sería que no hubiera ningún sentido en algo que durante dos milenios fue la representación más santa de los cristianos” (3).
En este sentido, no me parece históricamente justo ni hermenéuticamente aceptable, el recurso insistente de elaborar una especie de caricatura que, con el nombre de “teísmo” y la referencia a “un Señor en el cielo”, omnipotente y arbitrario, descalifica en bloque y con duras palabras toda la tradición. Identificando el abuso con el uso y los defectos con la esencia, se reduce a esa visión la comprensión de la fe en el Dios de Jesús. No se advierte que, sin descuidar lo que hay de justo en esas críticas, muchas teólogas y teólogos vienen —venimos— trabajando en la reinterpretación y actualización de la fe cristiana con no menor radicalidad que la supuesta en esas descalificaciones, y, a veces, con una dedicación incluso anterior a ellas (4).
(Si en este momento uso la primera persona del plural, es porque, con ánimo fraternal de diálogo, me parece de justicia manifestar dos cosas. La primera, que, aún sin personalizar, más de una vez he sentido íntimamente que esas descalificaciones hieren una comprensión de la fe que compartimos tantos teólogos y teólogas. A su repensamiento he consagrado personalmente una obra ya bastante larga, tratando de hacer ver que en nada se parece a la caricatura aludida y que, de hecho, no ha dejado de examinar y denunciar las deformaciones que unos y otros rechazamos. La segunda es una pregunta que, de algún modo, me intriga: ¿realmente algunos teólogos o teólogas entre los que suponen esa comprensión de la fe “teísta”, la han vivido ellos o ellas mismas y como adultos medianamente instruidos, de manera tan incurablemente deformada como la presentan hoy?).
Dejando aparte este aspecto (más) subjetivo, hay en el objetivo alguna observación que, en mi parecer, merece ser también reseñada. Una vez reconocida cordialmente la sensibilidad actualizadora y la capacidad expresiva de muchos tratamientos, me atrevo a avisar de dos peligros que me parecen serios: por un lado, el insuficiente cultivo (o al menos la falta de tratamiento expreso y efectivo) de los problemas gnoseológicos y hermenéuticos que intervienen en el amplio y difícil tema de la interpretación exegética, dogmática y teológica; por otro, la doble propensión, en mi parecer, no suficientemente controlada, a cabalgadas históricas dadas como evidentes, que en algunos casos pueden llegar hasta la misma cosmogénesis, y, en segundo lugar, a una cierta fascinación por los avances científicos, que, por avanzados que sean, no deben descuidar la alerta para no incurrir en una matábasis eis allo genos, lesionando la especificidad del discurso teológico.
En todo caso, es evidente que todas estas observaciones son discutibles y que están hechas no solo con intención de construcción objetiva, sino también de respeto por la intención y el esfuerzo desplegados en esa búsqueda de nuevos horizontes, cuando además me honro en algunos casos con la amistad de sus autores. Creo, en efecto, que el establecimiento de un diálogo (más) sereno podría ayudarnos a todos.
Para unos, la intención de esta crítica es evitar que el afán de radicalidad lleve a no deslizarse hacia a un cierto “furor de la destrucción”, sino a incluirse en una “deconstrucción” del modo de interpretar la fe tradicional, cuyo objeto primordial es empeñarse en la delicada y difícil tarea de una “reconstrucción” que haga revivir en la cultura actual la fuerza viva de las antiguas raíces. Por su parte, al otro tipo de teología, menos radical en las formas y creo que no lo suficiente en el fondo, le vendría bien acoger ese ímpetu renovador y colaborar en la búsqueda de caminos inéditos para la creatividad teológica.
1. Del surgimiento da cuenta Antonio Duato, Invitación a recoger en ATRIO el debate sobre No-teísmo y fe en Dios (https://www.atrio.org/2021/04/19397/).
2. Una presentación viva, puede verse en el manifiesto promovido por los “Servicios Koinonía, info@servicioskoinonia.org”, de amplia implantación sobre todo en países ibero-americanos, en cuya promoción tiene un papel incansable José Maria Vigil. En Italia, Ferdinado Sudati se hace amplio eco, promoviendo traducciones y haciendo agudas aportaciones personales. La publicación del aludido manifiesto ha suscitado una reacción polémica por parte de A. Fierro, El sindiós de un cristianismo sin Dios (puede verse, en: https://www.atrio.org/2022/07/el-sindios-de-un-cristianismo-sin-dios/). Hecha desde el ateísmo, muestra los interrogantes que le llegan de un costado que también merece atención.
3. Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, ed. Suhrkamp, Bd 18, 253.
4. Pemítaseme señalar personalmente un dato que creo significativo: en el año 2000 publiqué mi libro: Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte. En 1999, John Shelvy Spong, con Roger Lenaers uno de los serios y grandes referentes del movimiento, publicó: Why Christianity Must Change or Die. A Bishop Speaks to Believers In Exile. No lo citaba, porque entonces no lo conocía. Pero basta comparar los títulos para comprender dos cosas: 1) la coincidencia en la intención e incluso en las críticas más decisivas, que se confirma examinando el contenido y su tratamiento y 2) la diferencia en el alcance del diagnóstico: Spong hablaba de “cristianismo” sin más y de posible “muerte”; yo delimitaba expresamente, hablando del cristianismo “premoderno” y solo de él anunciaba el “fin”.
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