Es la primera vez: ¡La Eucaristía dominical celebrada a puerta cerrada!
Un virus nos ha hecho tomar conciencia de una amenaza y ha hecho sonar las alarmas como si a todos y de repente se nos hubiese acercado la muerte.
Sin pretenderlo, ese virus nos ha acercado también a la pequeñez de nuestra comunidad, a la alegría de celebrar juntos nuestra fe, al misterio del encuentro de todos con Cristo Jesús.
En nuestro oratorio de todos los días, habitualmente reservado a la Liturgia de las horas y a la soledad contemplativa, reunidos hoy para la Eucaristía, los hermanos parecíamos discípulos en un cenáculo, también samaritanas en busca de agua para beber. Discípulos-samaritanas en torno a Jesús.
En aquel cenáculo soñé un mundo de hermanos que se saben responsables unos de otros, que todo lo viven serenamente porque se tienen unos a otros, que todo lo viven esperanzados porque la fe los ilumina, porque han encontrado a Cristo Jesús.
En aquel cenáculo soñé un mundo de hermanos en torno a una mesa en la que Dios es de todos, en la que el pan es para todos, en la que el amor llena el corazón de todos, y la paz se precipita como un río de hermano a hermano porque todos se saben amados.
En aquel cenáculo soñé que habíamos vuelto a nacer y que el mundo era nuevo.
Y el corazón se apresuró de alegría: en mis manos estaba hacer realidad el mundo que he soñado.