La parroquia en agonía a la refundación de la Iglesia Sueño de un Día de Reyes

La parroquia, en el medio del pueblo
La parroquia, en el medio del pueblo

"Al frente de la parroquia, iba siempre el señor rector, un hombre muy entregado a Dios, pero a la vez un hombre público en la comarca. Éste regía con tino los destinos del poblado, que él llamaba espirituales, que se cruzaban no pocas veces con los hechos humanos o materiales de sus pobladores, que quería capitanear, por otra parte, el alcalde·

Toda parroquia nació en el pueblo y en medio del pueblo y fue siempre el edificio más alto del pueblo. Y en décadas y siglos, pasó a considerarse la construcción más capaz, más bella y más concurrida del entorno, de manera que, en no pocas ocasiones, el templo parroquial se llenaba a rebosar de feligreses en tal número que no cabía ni uno más. En sus días gloriosos o festivos, las campanas de su campanario doblaban a rebato y así sus fieles saltaban presurosos de la cama, porque la campana anunciaba la hora en qué iba a empezar la función religiosa. 

Al frente de la parroquia, iba siempre el señor rector, un hombre muy entregado a Dios, pero a la vez un hombre público en la comarca. Éste regía con tino los destinos del poblado, que él llamaba espirituales, que se cruzaban no pocas veces con los hechos humanos o materiales de sus pobladores, que quería capitanear, por otra parte, el alcalde, figura representada en el Pepone de la novela de don Camilo. En torno al señor rector pululaba un grupo de sacerdotes que estaban prestos siempre a realizar y realzar los planes e iniciativas de su superior, al que por su cargo reverenciaban y obedecían. El prestigio, por tanto, del señor rector alcanzaba la nota más alta que se le podía dar.  Todos le respetaban. Los feligreses le consultaban sus litigios familiares, que cada vez eran mayores y numerosos. Incluso los políticos le honraban con cierta consideración y aparentemente le eran sumisos. El señor rector conocía, como solícito pastor, a todas sus ovejas.

Parroquia llena
Parroquia llena

Y cuando había tormenta, de lejos la veía venir y enseguida la solución florecía en sus labios. La parroquia, por tanto, tenía incluso visos de ser una pequeña o una gran empresa que no funcionaba ciertamente por sus billetes de banco, aunque, sí, con sus décimas de peseta. El señor rector tenía que estar siempre en contacto con los contratistas de obras –frecuentes, las reparaciones en el templo- e ir detrás de abogados, en defensa de sus feligreses y en continuas visitas a enfermos en sus domicilios. Y nada digamos de su presencia en el templo parroquial, donde él se mostraba como el eje y el jefe de todas sus ceremonias y de todos sus sacramentos.

En el pueblo no se acordaban de los alcaldes que se habían sentado, años atrás, en la silla municipal, pero sí, recordaban con mucha veneración el párroco tal o el párroco cual, que había realizado tal proyecto o tal mejora en la iglesia o en el santuario de la población.

Pasaron los años y fueron muriendo uno a uno los diversos capellanes que año tras año habían hecho pareja con el señor rector en sus tantas proezas a favor del pueblo y comunidad eclesial. Y llegó también a morir, como todo mortal, el mismo señor rector.  Y lo mismo el otro rector que había venido, muy joven, a sustituirle. Y a quien la gente ya no llamaba señor rector sino Juan a secas. También fueron a recibir el premio eterno tantos bienhechores que nuestro antiguo señor rector había conseguido a favor de su parroquia con tantos dimes y diretes en sus círculos de estudio y convivencia.

Las parroquias se vacían
Las parroquias se vacían

Pero, al parecer, un día todo quedó entre nieblas. Pereció. Las campanas de nuestro campanario dejaron de tocar. Las misas dominicales, antes tan numerosas y tan asistidas, se redujeron una a media mañana y otra al atardecer. Las fiestas, antes tan solemnes y concurridas, desaparecieron. Se respiraba la sensación en el pueblo de que no había nacimientos, pues apenas había bautizos.

¿Qué se hicieron de aquellas colas de penitentes que los domingos esperaban junto a los confesonarios de nuestro templo? También flotaba la sensación de que nadie moría en esa parroquia, porque nadie encargaba funerales. También dejaron de existir las Cuarenta Horas, los sermones de Cuaresma, los Triduos y Novenas, la Semana Santa, muchas Primeras Comuniones y los hermosos y originales Belenes de Navidad.

Un día de Reyes, sin embargo, inesperadamente empezaron de nuevo a sonar las campanas de nuestra parroquia. Las carrozas de los reyes repartían a derecha y a izquierda la prensa del día, procedente de la capital en la que en primera página se anunciaba en grandes titulares que el Papa de Roma, ante una plaza de San Pedro, abarrotada de católicos (gringos, asiáticos, europeos y caras africanas), anunciaba a la cristiandad que el mundo femenino podía entrar a toda máquina al estado sacerdotal, como también podían reincorporarse a él quienes, por las causas que hubiere en años anteriores, lo habían abandonado y que por decisión del Papa y a la sombra del colegio cardenalicio, se concedía a partir de ahora también a las mujeres poder ser diaconisas de la Iglesia y además… Esto, y esto otro, y lo de más allá… a todas las parroquias. Y que por todas estas concesiones se tocaran las campanas de todas las iglesias católicas del mundo en Acción de Gracias al Señor durante cinco minutos: DANG-DANG, DANG-  DANG, DANG-DANG…

Campanario
Campanario

¿Estaba soñando? Leía en voz alta estas frases: “Necesitamos enormes cambios, pastoralmente creativos en el pensamiento, las estructuras y la acción. Por eso, se precisan en la Iglesia profetas o personas capaces de realizar esos cambios para criticar o disentir del convencional e ineficaz talante pastoral actual. Sin esta clase de personas,  la Iglesia simplemente no podrá cumplir su misión. Yo creo que es la palabra “refundación”, no renovación o reforma la que mejor transmite la dramática naturaleza  de lo que el Vaticano II pide de nosotros”. El libro que leía ("Refundar la Iglesia", del inglés Gerald A. Arbuckle. Sal Terrae Pág. 40) cayó estrepitosamente al suelo. Allí se quedó. Maltrecho, por supuesto.

Abrí RD y mi compañero P. Faus me anunciaba la muerte de Pedro Casáldiga, allá en su Matto Grosso del inabarcable Brasil, evocándome aquellos versos casáldigos tan concisos y tan exigentes: “Yo pecador y obispo, me confieso/ de soñar con la Iglesia /vestida solamente de Evangelio y de sandalias”/ . Como tantos, Casáldiga fue no solo un fino poeta, sino también un rebelde, un reformador, un refundador de la Iglesia. Y esta vez español y latinoamericano.      

El Papa, con las mujeres
El Papa, con las mujeres

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