Por qué venerar los corazones de Jesús y María Alfredo Barahona: "¿Absurda religión, sádica, inhumana, antítesis del amor de Dios?"
Para algunos es chocante que los cristianos veneren corazones y, más aun, los coloquen, palpitantes y sangrientos, sobre imágenes de Cristo y María
El Corazón de Jesús representa la fuente más íntima y profunda de los sentimientos que animaron a Cristo, en especial su compasión y misericordia
El Corazón de María, igual que el de su Hijo, representa los sentimientos más profundos que la animaron como la persona más semejante a Él
Ambos corazones latieron al unísono, comprometidos con el plan misericordioso que el Padre confió a su Hijo: salvar al ser humano
Entre los grandes devotos y seguidores de la espiritualidad que brota del corazón materno de María se cuenta a san Antonio María Claret. En este 2020 se celebra el 150 aniversario de su muerte
El Corazón de María, igual que el de su Hijo, representa los sentimientos más profundos que la animaron como la persona más semejante a Él
Ambos corazones latieron al unísono, comprometidos con el plan misericordioso que el Padre confió a su Hijo: salvar al ser humano
Entre los grandes devotos y seguidores de la espiritualidad que brota del corazón materno de María se cuenta a san Antonio María Claret. En este 2020 se celebra el 150 aniversario de su muerte
Entre los grandes devotos y seguidores de la espiritualidad que brota del corazón materno de María se cuenta a san Antonio María Claret. En este 2020 se celebra el 150 aniversario de su muerte
| Alfredo Barahona
(Alfredo Barahona).- Coronadas las solemnidades pascuales por Pentecostés y refrendadas por las celebraciones de la Santísima Trinidad y el Cuerpo de Cristo, aparecen como entrañables y contiguas en el calendario litúrgico las del Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María.
Un acierto de este calendario posconciliar fue el haber unido así las vivencias de la más profunda intimidad, la fuerza vital y la razón de ser de dos personas inseparables.
Esto no se subrayaba cabalmente antes del Concilio Vaticano II, cuando la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús estaba radicada en junio, y el Inmaculado Corazón de María el 22 de agosto. Unidas hoy, ambas celebraciones ofrecen a los cristianos un sentido cabal para comprender su profunda relación y alcance.
Sin embargo, para algunos que no comparten su fe es extraño y hasta chocante que los cristianos veneren corazones y, más aun, los coloquen, palpitantes y sangrientos, sobre imágenes de Cristo y María; cercado de espinas y fuego el del Hijo, y coronado por una espada el de la Madre. “Absurda religión, sádica, inhumana, antítesis del amor de Dios”, ha censurado más de alguien, sin comprender la simbología profunda de esos corazones más allá de su realidad física.
Un símbolo universal profundo
Diversas culturas han representado en el corazón el lugar físico donde tendrían origen las emociones, deseos, afectos, actitudes y sentimientos más profundos del ser humano, como también la ausencia de ellos. Talvez porque el corazón se agita ante las emociones y sentimientos fuertes, e incluso colapsa en casos extremos.
En la mentalidad bíblica, el corazón es el ámbito más interior de la persona, la sede de sus decisiones y proyectos. El corazón indica lo inexplorable y lo profundamente oculto de alguien; su ser más íntimo y personal. Aparece así unas mil veces en los textos bíblicos.
Para los cristianos, el Corazón de Jesús representa la fuente más íntima y profunda de los sentimientos que animaron a Cristo, Dios hecho hombre y prototipo perfecto del ser humano; y en especial su compasión y misericordia.
Del corazón de Cristo, al nuestro
Los evangelios revelan los sentimientos que animaron la vida de Cristo simbolizados en su corazón: firme e inquebrantable en la fidelidad a su Padre; sin tapujos para desenmascarar a los hipócritas y abusivos; pero todo bondad, compasión y ternura ante la madre que llora, o en vista del pueblo hambriento, junto a la mujer pecadora, en presencia de cualquier enfermedad y desventura; conmovido hasta las lágrimas frente al sepulcro del amigo (Juan 11,35.38) y por las desgracias que caerían sobre el pueblo que lo rechazaba (Lucas 19,41); perdonando a sus torturadores y hasta disculpándolos ante su Padre porque “no sabían lo que hacían” (Lucas 23,34).
En el Jubileo de la Misericordia que convocara en 2016, el papa Francisco resaltaba este rasgo relevante de Cristo en su paso por la tierra. Así reveló al mundo la misericordia de su Padre, ya que -enfatizaba Francisco- “Cristo es el rostro humano de Dios”.
Se dice que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”. La misericordia divina hecha carne en Cristo supera la lógica humana hasta el absurdo. Como el abandonar las ovejas fieles para salir en busca de la rebelde; festejar como un loco al hijo descarriado que vuelve hecho una miseria, en desmedro del que ha servido fielmente al padre; que el Hijo divino, inocente, se ofrezca a morir por todos los pecados del mundo. “La misericordia es siempre exagerada, excesiva”, reflexionaba el papa Francisco.
En consonancia, los cristianos nada sacaríamos con venerar la misericordia del Padre encarnada en el Corazón del Hijo, si -según el propio Francisco- no actuamos de modo congruente frente a los sufrimientos, abandonos, injusticias o vejaciones de nuestros prójimos. “Si la misericordia del Evangelio es un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy y cada persona necesitan un exceso de amor así”.
El corazón más semejante al de Cristo
El Corazón de María, igual que el de su Hijo, representa los sentimientos más profundos que la animaron como la persona más semejante a Él.
No se entiende cabalmente la profunda intimidad de María si se la separa de Jesús. Ambos corazones latieron al unísono, comprometidos con el plan misericordioso que el Padre confió a su Hijo: salvar al ser humano.
El Corazón de María rebosa como ninguno en fidelidad heroica al Señor; en fe a toda prueba; en confianza sin límites y -sobre todo- en el amor a Dios y al prójimo, mandamientos supremos refrendados por su Hijo.
Cuando el ángel le anuncia que será la madre del Salvador, ella acepta su misión declarándose “esclava del Señor” (Lucas 1,38).
Sabiendo que su prima Isabel espera también un hijo y necesita cuidados, cruza montañas para servirla durante meses (Lucas 1,36-39.56). Al llegar donde ella, su corazón estalla de gozo y canta agradecido “las maravillas que ha obrado en ella el Poderoso y Santo” (Lucas 1,46-55).
Obediente a la voz de Dios, da a luz a su Hijo entre grandes incomodidades (Lucas 2,1-7. Y cuando los pastores llegan al pesebre a adorarlo, “María observaba cuidadosamente los acontecimientos y los guardaba en su corazón” (Lucas 2,19).
Luego acoge con fortaleza la profecía que le anuncia sus enormes sufrimientos futuros: “una espada atravesará tu corazón” (Lucas 2,35).
Poco después se levanta con presteza y huye el exilio con José y el Niño, cuando sabe que lo buscarán para matarlo (Mateo 2,13-14).
Más tarde busca con desesperación al Hijo perdido en Jerusalén, y aunque no entiende por qué la ha dejado sin avisarle, acepta que “las cosas del Padre son prioritarias” y sigue “conservando cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lucas 2,41-51).
Hasta consumar su misión
María inicia con Jesús su vida activa demostrando un espíritu de servicio al prójimo detallista y delicado, que se anticipa a evitar un bochorno a los novios de Caná. Así le “arranca” a su Hijo un milagro que está segura no le negará, aunque parezca resistirse. Le basta con dar a los servidores un consejo de oro: “hagan lo que él les diga” (Juan 2,1-11).
Las pocas veces que los evangelios la mencionan durante la vida pública de Jesús, María anda tras él: “tu madre y tus hermanos te buscan” (Marcos 3,32; Mateo 12,47; Lucas 8,20). Y cuando una mujer entusiasmada bendice el vientre y los pechos que han dado vida a tan gran profeta, Jesús responde que mucho más benditos son quienes “escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lucas 11,27-28). Es, justamente, lo que su madre ha hecho como nadie.
Ella nunca se exhibe. Más que a Juan Bautista le interesa “achicarse para que Él crezca” (Juan 3,30). Sólo se agranda y da la cara cuando hay que estar junto a su cruz. Cuando sus amigos -y en especial los varones- han huido como conejos o niegan siquiera conocerlo, María está allí, sufriendo “de pie”, como testimonia el evangelista Juan, que la acompañaba (Juan 19,25).
Y a Juan la confía Jesús antes de expirar (Juan 19,26-27). El corazón materno de María se abre para recibirlo como hijo, y con él a todos los seres humanos, porque el Hijo de sus entrañas se ha entregado a la muerte por toda la humanidad, en la mayor prueba de misericordia y amor.
Tras la Ascensión de Señor, el corazón de su madre acoge con ternura a la iglesia naciente, la acompaña en su retiro silencioso y la ayuda a preparar y recibir al Espíritu Santo, que la inunda estando con ella aquel día de Pentecostés (Hechos 1,12-14;2,1-4).
Y el corazón de María seguirá latiendo hasta el fin de los tiempos por todos y cada uno de sus hijos, aconsejándoles como en las bodas de Caná: “hagan lo que él les diga” (Juan 2,5).
La obra de un devoto cordimariano
Entre los grandes devotos y seguidores de la espiritualidad que brota del corazón materno de María se cuenta a san Antonio María Claret.
Misionero incansable en tierras hispanas y en Cuba, tuvo una relación de intimidad y ternura profundas con la Madre de Dios, y supo descubrir la riqueza del corazón que animó en ella su fidelidad inclaudicable al Señor. Lo adoptó como modelo, consejero, orientador y animador de su vida apostólica.
El 16 de julio de 1849, junto a cinco sacerdotes amigos, Claret fundó en Vic, cerca de Barcelona, una congregación de misioneros populares que “fuesen y se llamasen Hijos del Inmaculado Corazón de María”. La sintonía con los sentimientos más íntimos de la Madre de Dios fue así el carisma o modo de ser que el santo fundador señaló a sus hijos como pilar de su vida misionera.
¿Por qué eso de “Hijos del Inmaculado Corazón de María”? Desde muy niño, Claret tuvo una vivencia profunda del amor maternal de María como conductora de su vida y auxilio en grandes peligros. Más tarde fue dejando testimonios de que no se concebía a sí mismo ni a la evangelización que lo urgía, sin la acción maternal de la Madre de Dios. Enfatizaba que sus misioneros no podrían ser buenos evangelizadores si no estaban fuertemente vinculados a María.
Pero no con un mero enlace. Para él, ellos eran “hijos” de María. Tampoco hijos cualesquiera. ¿Quién puede ser más tiernamente hijo que aquel a quien su madre llama “¡hijo de mi corazón!”?
Y lo de “Inmaculado” tampoco es detalle secundario. Al poner énfasis en la condición de “intocada por el mal”, Claret siente que el papel de María se hace aun más esencial para el misionero como enviado a ganar con la Buena Noticia la batalla contra las fuerzas del mal.
En definitiva, para él, sólo en ese Corazón podría el misionero beber la espiritualidad de la “llena de gracia” que, haciéndose “esclava del Señor”, cumple a cabalidad sus designios, “guarda en su corazón” su Palabra, aconseja “hacer lo que su Hijo diga”, y lo deja en primer plano para aparecer ella misma sólo junto a su cruz.
Una fundadora celestial
Claret remarcaba que fundar su congregación misionera fue voluntad de Dios y acción maternal de su Madre. Más aun: solía enfatizar que María misma la había fundado en un gesto de amor de su corazón.
Ante los obstáculos que desde los comienzos afrontaron sus hijos, un día clamaba enfervorizado: “¿No os acordáis, Señora mía, de que Vos fundasteis esta Congregación? ¿No os acordáis?”
Para los Hijos del Corazón de María, conocidos hoy también como Claretianos por su santo fundador, el carisma materno sigue siendo esencial, como lo enfatizó su padre. Celebran, no obstante, como un instrumento providencial del amor materno que materializó su fundación, al “misionero ideal”, como canta un himno a él dedicado.
Y a pesar de la pandemia mundial que ha impedido muchos actos celebratorios, ensalzan en este 2020 los 150 años del paso de Claret a los brazos del Padre Dios. Con motivo tan relevante, en enero el superior general claretiano, Mathew Vattamattam, junto a casi todos los superiores provinciales de la congregación, dio inicio a un Año Claretiano de profunda vivencia para los más de 3.000 hijos de Claret diseminados alrededor del mundo. Lo hizo en Santiago de Chile, porque a la vez celebraba allí los 150 años desde que los primeros claretianos pusieron pie en este país y América, iniciando la primera fundación que la congregación lograría consolidar fuera de su natal España.
Hechos tan significativos han de quedar seguramente impresos en la memoria y el espíritu de toda la familia claretiana, animándola a enfrentar con el temple indeclinable que el fundador bebió del Corazón de su Madre, las durísimas consecuencias con que se ha abatido sobre la humanidad la peor pandemia mundial en más de un siglo.
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