Felices quienes extienden sus manos hacia los demás para bendecir, para compartir, para crecer junto a los demás.
Felices quienes tienen los pies bien asentados en la tierra, porque sólo así pueden ver con más nitidez el cielo.
Felices quienes ven en la cruz su pasión por los demás, su deseo de evitar cualquier sufrimiento.
Felices quienes han dado su vida por una causa mayor, en un momento supremo de entrega, o día a día, minuto a minuto.
Felices quienes rechazan con la simplicidad de su vida, las cruces de oro, las medallas de plata, los ornamentos bordados, las coronas con piedras preciosas.
Felices quienes recuerdan con su propia existencia a Jesús, crucificado entre otros tantos millones crucificados de la historia, y viven como él, no para ensalzar el sufrimiento, sino para alcanzar más vida y felicidad.
Felices quienes no contemplan desde lejos las cruces de la historia, sino que se acercan, se compadecen y ofrecen, sin pedir nada a cambio, calor, bálsamo, ternura.
Felices quienes rechazan la cruz como un instrumento de riqueza, de poder, de opresión, de coacción y lo subvierten en un símbolo del servicio, la entrega, la liberación y la resurrección a una vida nueva que se experimenta desde el amor.