Felices quienes creen que el Espíritu de Dios es la fuerza, el aliento, la audacia y la profecía para emprender cada día una nueva vida.
Felices quienes descubren los dones que han recibido del Espíritu, no para regocijarse en ellos, sino para ponerlos al servicio de los demás.
Felices quienes pierden su tiempo haciendo silencio en su interior, orando para conocer lo que el Espíritu les sugiere en lo más íntimo del corazón.
Felices quienes ven las señales del Espíritu en cualquier signo que muestre semillas de fraternidad, de ternura, de acercamiento, de superación del sufrimiento, de paz.
Felices quienes contemplan al Espíritu de Dios en todas las Iglesias, en cada Religión, en las ideologías y formas de vida que intentan mejorar de cualquier forma a la humanidad.
Felices quienes no intentan encerrar al Espíritu de Dios en la propia creencia, porque no se pueden poner puertas ni cerrojos a Quien vive en cada ser humano.
Felices quienes se abren de corazón a nuevas realidades, que no dan nada por supuesto, que no se dejan dominar por doctrinas, que buscan sin descanso iluminados por la Ruah de Dios.
Felices quienes gozan al contemplar el Espíritu de Dios que se cierne sobre los océanos, las montañas, los animales, las flores y sobre el ser humano, que llegan a ser ellos mismos en profundidad cuando se dejan amar por Él entre las sábanas del alma.