Felices quienes son receptivos, quienes están abiertos a un destello de luz, a la llamada del corazón.
Felices quienes responden al amigo en el momento que les requiere, sin esperar, sin preguntar, sin necesidad de explicaciones.
Felices quienes se muestran atentos a las necesidades de los demás e intentan encontrar la solución más idónea.
Felices quienes brindan en las bodas de la vida con el vino del cariño, la alegría, la danza y la confianza.
Felices quienes abren sus ojos con una sonrisa en los labios, agradecen cada nuevo amanecer e intentan hacer agradable la vida de los demás con su buen humor.
Felices quienes se dejan habitar por el Misterio, quienes dejan nacer dentro de sí la vida, quienes logran que despierte en cada gesto de sus manos y de su corazón.
Felices quienes elevan a los humildes por encima de los desprecios, las humillaciones y la marginación y les ayudan a reconquistar su dignidad, por fraterna humanidad, porque son los preferidos del buen Dios y los principales destinatarios de su Reino de amor.
Felices quienes consiguen ampliar la familia de sangre a la de la comunidad, a la de otras culturas y otros continentes. A la familia de una humanidad sin fronteras: la familia de Dios.