Felices quienes oran sin prisa, sin método, como si conversaran con su mejor amigo.
Felices quienes se reservan cada día unos momentos de silencio para entrar gozosos en su corazón.
Felices quienes gozan de la oración como de un diálogo sin palabras, una mirada de amor, un encuentro de amistad y ternura.
Felices quienes ven la oración como una caracola que hace resonar los ecos del mar que, sin saber bien por qué, les resultan conocidos.
Felices quienes contemplan en silencio un amanecer, a un afligido, el hermoso mensaje de un buen libro.
Felices quienes llevan a su oración un sufrimiento, un encuentro, una luz, una presencia.
Felices quienes escuchan, leen, aprenden de la historia, de los grandes orantes, de los místicos: caminarán hacia la libertad y el encuentro con el Espíritu vivo de Dios.
Felices quienes unen vida y oración, contemplación y vida, mística y existencia, silencio y soledad, sin dicotomías.