Que no calle el cantor
y recorrido a pie los ardientes desiertos,
ha volado tras la llamada
de los clamores del viento,
y hasta llegar a la orilla del espanto
ha andado muchos caminos.
El joven trovador,
antes de interpretar sus melodías,
ha aprendido a escuchar.
Contemplando en silencio
las manos febriles, rotas,
los ojos inquietos, temerosos,
escuchando palabras atormentadas,
experiencias aterradoras, que rozan
los límites de lo inhumano.
El joven músico
no se deja amedrentar por el odio
y reparte sonrisas y canciones,
abrazos, palpitantes emociones.
Acompaña al pueblo cada día,
se encuentra alzando la voz callada
contra la ignominia y la sinrazón.
El joven sanador
deja que sus manos curen,
extiende su bálsamo de afecto,
venda los huesos fracturados,
la desilusión violenta, airada,
la impotencia amordazada.
El joven juglar
juega con los niños y las niñas,
para que les sane la risa,
hace cabriolas de titiritero
para invitar a que se asombren,
se burla del esperpento
y la violencia de sus opresores,
para que la ira no les ciegue.
El joven cantor,
después de haber sentido el dolor
de las yammas palestinas,
sabe que ya no podrá callar
el dolor y la noche,
el terror y la miseria,
la afrenta y la humillación.
No, no puede callar.
Para que la esperanza
no se ahogue en el mar muerto
del odio sin fronteras.
Para que la dignidad brille
en esta larga noche de piedras,
sin lluvia, aguardando las estrellas.
El joven cantor
comprende que ha sido atrapado
por la brisa del amanecer
tras unos ojos oscuros
que desbordan agradecimiento,
y ha recibido un regalo:
reconocer que la vida
es puro nawal, don.
Por eso coge de nuevo su guitarra,
y canta con todo el alma Ojalá.
Para despertar el nuevo día,
porque hoy también es posible,
siempre, todavía.