Una mirada transparente
«El alma transparente como el día. / La voz sin falsear y la mirada / profunda como el mar, pero serena» (Valentín Arteaga).
Vivimos en la sociedad de la prisa, vamos corriendo a todos los sitios, no podemos detenernos, ni perder el tiempo. Ni siquiera podemos pararnos para mirar algo con detenimiento. Ya no disfrutamos de la tarde tranquila en un parque, de una tarde de lluvia, de una bella vista de nuestra ciudad, del mar violento o en calma, de un rostro hermoso…
Con la utilización de los nuevos medios de comunicación en las redes sociales, ya no tenemos que mirar a la gente a los ojos para comentarle los sucesos del día, nuestras alegrías, nuestras tristezas, las diferencias o la cercanía con nuestro interlocutor…
Sin embargo, la mirada física, lo que retenemos en nuestra retina, es lo que pasa a nuestro cerebro, lo que se almacena y procesa, lo que nos ayuda a conocer, pensar, reflexionar, crecer como personas. Pero también está la mirada interior, la que «es invisible a los ojos», la observación que pasa por la pupila del corazón, se deposita en el laboratorio oscuro de nuestro hondón personal, cuelga los negativos en las cuerdas del proceso de reflexión, apareciendo lentamente la verdadera fotografía con todos sus perfiles, la esencia de la imagen que solo refleja lo que anida por dentro.
Para que cada uno de nosotros crezcamos como personas, alcanzando nuestra verdadera talla espiritual y humana, tenemos que mirar con detenimiento, fijamente, demorándonos en los detalles, en los colores, en los rasgos, en las sonrisas o en la tristeza de la mirada que contemplamos.
La mirada contemplativa se detiene en lo concreto de cada día, de cada circunstancia, de cada persona con la que se encuentra… no se pierde, ni se dirige hacia las alturas de la evasión. No obstante, no se deja atrapar por el estrés de lo cotidiano, y sigue contemplando esa línea del horizonte que marca la esperanza de la vida.
Quien mira en profundidad los ríos que fluyen en su interior y todo lo que le rodea, no se queda en las ramas de la superficialidad, sino que ahonda en las causas y las posibles consecuencias de cada situación concreta. Solo dirigiendo la mirada y la actuación hacia las raíces del problema, se puede encontrar una solución al mismo.
Quien contempla con detenimiento y placer las más nimias cosas de cada día, en cada momento: la hoja de hierba, el pan sobre la mesa, la belleza de unos ojos encendidos, la mano que se nos tiende, el dolor de la enfermedad… sienten palpitar todo el universo muy dentro de sí.
Nuestra mirada no puede perder en ningún momento la objetividad, la visión de la realidad tal como es, pero se puede volver contemplativa cuando adquiere otras perspectivas y se sumerge de lleno en los colores de la luz, de la ternura, de la sombra, del auténtico espíritu que anida en cada imagen que vislumbra.
Porque hay que amar lo que se ve, lo que nuestros ojos y nuestro corazón perciben, pero sabiendo que no existe una plena objetividad, la plasmación total de la realidad en la retina. Cada persona, cada circunstancia, cada momento histórico, nos abren a nuevos paradigmas, a otras realidades. Solo debemos aprender a mirar con ojos transparentes...
«Felices a quienes el paso de los años les limpia las telarañas de los ojos y convierte su mirada en clara transparencia».