La quimera de la seguridad
«Quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria, no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad» (Benjamin Franklin).
Todas las personas, en todos los momentos de la historia, han mostrado una necesidad de asegurar unos mínimos vitales (trabajo, vivienda, comida, familia) que les permitieran enfrentar el día a día con un mínimo de tranquilidad.
Nuestros tiempos, por el contrario, han elevado el concepto de seguridad alcanzando unos niveles de paranoia. Y no nos vamos a fijar en la seguridad nacional (cuya máxima expresión son los Estados Unidos de América, junto a las grandes potencias aliadas occidentales), sino en la seguridad individual, fomentada e inducida desde los Estados, por los miedos y desasosiegos que nos produce la incertidumbre ante el futuro, aumentada aún más por los momentos críticos que estamos viviendo.
En muchos lugares y entre millones de personas de los países empobrecidos del Sur, este mal de la seguridad no existe, porque solo tienen que defender lo poco que poseen, preocupándose exclusivamente de sobrevivir el día en el que se vive. Evidentemente, esta realidad no es un ejemplo idóneo, para reflejar las patologías que produce la seguridad en nuestros países del Norte y en los sectores acomodados de los del Sur de nuestro mundo.
Cuando ponemos buena parte de nuestros recursos y preocupaciones en defender e incrementar nuestra seguridad a toda costa, perdemos algo muy importante para cualquier hombre o mujer: su propia libertad y la confianza en los demás.
La seguridad la asentamos principalmente en proteger nuestros bienes y posesiones. Pero también queremos extender nuestra seguridad a otros recursos no tan tangibles, como la influencia y el poder que ejercemos sobre los demás, la eficacia que pretendemos en todas nuestras actuaciones, sean en la familia, con los amigos o en el ambiente del trabajo, en las certezas que nos han ido quedando a lo largo de los años o en los dogmas ideológicos, religiosos, que mantenemos para no quedar a la intemperie, reinterpretando o abandonando lo que nos han enseñado, para creer y vivir lo que hemos ido descubriendo y de verdad sentimos hoy, después de una búsqueda sincera.
Una de las cosas contra la que nos previno Jesús, para sentirnos libres, sin ataduras, es renunciar a las posesiones que nos aprisionan y la seguridad de quererlo tener todo bajo control, pues «no sabéis ni el día ni la hora; no sabéis a qué hora llegará el amo…». En cualquier momento pueden cambiar las circunstancias y modificarse toda nuestra vida, como ha pasado en esta crisis con tantas familias, que tenían un nivel de vida y un consumo determinado y, al quedarse en paro, o irse el negocio a pique, se han quedado a veces sin nada, incluso con deudas.
Pero no debemos desprendernos de lo que nos esclaviza por temor, sino por el placer de sentirnos libres, dejándonos sorprender y guiar por las personas que nos quieren, por las necesidades de los más débiles, los desahuciados, las personas en paro, para tomar nuevos rumbos en nuestra vida… El Espíritu de Dios sopla cuando y donde quiere, y tenemos que estar «al loro», para que no pase por nuestro lado y no nos enteremos; por lo tanto, deberemos caminar con los ojos, los oídos y el corazón atentos, percibiendo cualquier mensaje que nos pueda ayudar a ser más felices, más libres, más humanos.
«Felices para quienes su seguridad no descansa en lo que poseen, sino en lo que intentan ser cada día».