Dejarse conducir por el camino trazado
en las vías por las que se anhela
alcanzar el tren impuntual
y sorprendente de la vida.
Sendero abierto y diáfano, arbolado,
por el que transita el encanto
y las solícitas sombras que acompañan
la que cada uno lleva prendida
como una capa, y que consigue hacer
que desaparezca la duda y su quebranto.
Y nos ofrece la honda serenidad
de cada atardecer, contemplado
desde la cima de las dunas que leve
el viento ha hilvanado; o la luna
que se refleja en cada mirada apasionada,
en el cuarto oscuro del alma, revelada.
La sonrisa como una bandera.
Como una patria acogedora, abierta,
ajena a cualquier premisa o frontera.
Cuando la presencia de la persona amada
hace prescindible la antorcha de la fe,
se saborea el suave fruto de la ternura,
el ardor y la pasión inesperada,
el aroma de la esperanza y su dulzura.