Esta España incivil que tanto tiene que aprender. ©
Sus calles limpias, sin papeles ni colillas, las fachadas sin grafiti. Los jardines cuidadísimos. Se fijaron en que no había quioscos de venta de periódicos pero sí expendedores sin empleados. "La gente toma el periódico que quiere y deja su importe en unas huchas." No hay controles en el transporte público excepto cierto servicio "camuflado" de vigilancia. No vieron gente semidesnuda, ni vociferante ni mendigos. Esto y otros detalles les indicaba lo que nos queda por aprender y el nivel de ciudadanía que existe más allá de los Pirineos. De los Pirineos donde empieza África, según dijo Dumas, el escritor francés famoso por el trabajo de sus "negros".
Entre nosotros es epidémica esta admiración por la casa ajena. Pero el contraste con España y los españoles no tiene para muchos de nosotros ese matiz descalificador, al menos para los que hemos viajado y conocido otros lugares del mundo. Dado que tuve ocasión de, por trabajo, pasar estadías de semanas en Ginebra y Zurich, me detendré primero en comentar eso de los puestos automáticos de periódicos y, también, sobre la civilizada conducta de acceso al transporte público.
A mi parecer los primeros tienen mucho que envidiar a nuestros bien diseñados quioscos de prensa, espléndidos de oferta de revistas, libros y periódicos, sujetos a ordenanzas de servicio, diseño, presentación y ubicación. Son útiles balcones de color que encontramos adornando muchos paseos, esquinas y parques. Paradigma de esto lo es la Rambla barcelonesa. Pero, además, quien aquí en España nos vende ese periódico tiene una ganancia directa, o sueldo fijo si es de una cadena de concesionarios. Por otra parte no veo que haya más honradez por llevarse el periódico sin "olvidar" echar las monedas, que la usual de respetarlos en los portales o jardines donde lo reciben sus suscriptores.
También a mí cuando viajé por Europa central me impresionó el contraste que describen los amigos turistas. En mi caso, por trabajo, repetidas veces a Suiza, Holanda, Francia, Austria o Bélgica, además de Londres y otras ciudades del Reino Unido, como York, Leeds o Edimburgo . Cuando vamos como turistas a esos lugares no nos damos cuenta de la diferencia entre seguir un circuito o ser un visitante ocasional. Respecto al primer caso, el turista, se visitan áreas cuidadas que suelen seguir un itinerario oficial, y no los polígonos industriales ni las barriadas de clase media y urbanizaciones obreras, que es lo propio del viajero de negocios. Podría decir mucho pero solo comentaré esa, para tantos, envidiable honradez del usuario de los transportes públicos. Conducta que se arraiga en el ciudadano condicionado por multas muy altas y coacciones de, incluso, la pérdida de empleo. Recuerdo que en Ginebra, según me contaron unos italianos residentes, el extranjero que era sorprendido sin billete se arriesgaba a ser expulsado del país. ¡Por viajar sin pagar en el metro o autobús, indiferentes a pagarlo con multa! Sin duda medida eficaz, pero exponente de una soberbia descomunal en los legisladores.
Justo hablando de la Europa central, Angel María de Lera describe estas diferencias desde un enfoque que distingue lo funcional y lo fundamental en su novela Hemos perdido el sol, basada en la vida y peripecias de los españoles que emigraron a Alemania. Entre ellas, de fondo, la terrible realidad de los países beligerantes, recién acabada la Segunda Guerra Mundial -tras 10 millones de muertos en la Primera-, con una pirámide de población sin apenas menores de 30 años. En Austria esta escasez de jóvenes se nota mucho, quizás por el frío materialismo de los que llaman conejas a las madres de familia con más de dos hijos, y por una política introspectiva preocupante que hasta ahora sólo se compensa con la captación de estudiantes y empleados extranjeros.
Haciendo memoria confirmo que siempre terminé prefiriendo el calor del barrio de Gros y de Santa María (San Sebastián), donde sus voces, risas y canciones tantas veces me ensancharon el corazón al pisar España. Después de un periplo de cuatro o siete días de inevitable asepsia y "educación social", los txikitos de tinto acompañados de uno de sus magníficos pintxos o una buena ración de gambas a la plancha, más ese suelo "sucio-sucísimo" de aromas embriagadores... son un choque y experiencia incomparables. Y no digamos de una noche de viernes, o sábado, en la plaza de El Salvador, en Sevilla, o en una terraza de la Castellana, en Madrid; o el desayuno en un bar cualquiera, cercano a tu oficina o de no importa qué lugar. Demasiada riqueza de alma y de vida para pretender mancharla con arrebatos de fariseísmo.
¿Recuerda mi lector la serie de la TV inglesa, Dowton Abbey? Su éxito se consolidó desde sus comienzos al subrayar, tanto en lo señores como en los sirvientes, la educación y las buenas maneras. Por supuesto, sobre todo, los señores que acudían a la cena vestidos de etiqueta todas las veces; sus exquisitos modales, suaves entonaciones, gestos contenidos... ¡Qué nivel...! Pero también recordamos que la hija mayor del Barón se dejó seducir por un huésped turco en la primera noche que aquél pasó en el palacio; que la hermana menor se fugó con el chófer, y que su papá y señor, a las primeras de cambio se beneficiaba a una criada mientras que la baronesa guardaba cama enferma.
Sin dejar de saberme europeo me gustan mucho más las cañas con mis amigos, sentado en una terraza de uno de nuestros paseos marítimos. Me gusta la calle de la Estafeta y sus sanfermines, los toros en la Monumental y el tendido del siete y que salga el triunfador por la puerta grande mecido en vivas y aplausos. Me gusta El Corpus, en Granada, y su calle Nava abarrotada de corros de tertulia que parecen imposibles de atravesar... Por supuesto, vociferantes. ¿O sabe alguien de fiestas alegres y concurridas que sean silenciosas? Tal vez los amargados de su propia e indiscutible perfección.
Y me gustan las cofradías sevillanas con sus pasos inigualables, cuidados todo el año por sus cofrades. Y enamorarme en cada Rocío, antes y después de saltar la reja. Y los pasos de Valladolid y Zamora en la Procesión del Silencio sacando a las calles la imaginería más realista y bella del mundo. Ni qué decir, pues que no hay palabras, de las fiestas del Carmen en las rias gallegas. Me gustan los parques de Madrid, que es de entre las grandes capitales del mundo la más ornada de verde y jardines; y sus museos, y sus nuevos edificios que son una muestra de arquitectura contemporánea. Y ensordecerme con las Fallas de Valencia y sus tracas asesinas; y exclamar ¡Oooh...! al caer La Palmera de fuegos artificiales al mar de Alicante. Me gusta el Misterio de Elche y la Pasión de Esparreguera, a la vez que La Verbena de la Paloma y la sardana; y todas las jotas regionales.
Es verdad. No hay en el mundo otro país como España del que más pueda avergonzarse un ilustrado. Porque no hay pueblo más ruidoso y filósofo, más alegre y sufrido; rico de vida, variado, pasional, bullicioso y heterogéneo. Justo "este país", como los esbirros de partido huyen de su nombre, España, pero al que todos los que vienen a educarnos se acaban quedando... a vivir por bulerías.
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«No es España la que tiene que hacerse europea
sino Europa la que tiene que hacerse española.»
(Salvador Dalí)
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