Las galernas del Atlántico ©
Los católicos creemos que toda muestra de amor es un producto genuino de Dios. San Juan puesto a definir a Dios lo consiguió sintetizar en tres palabras: Dios es amor. (1 Jn 4, 16) Y la gracia de este amor es que cualquier cosa que hacemos con desinterés propio y por el bien de otros es, para los que lo vemos y para los que no lo saben, una presencia de Dios. Aunque no la hagamos por Él. Porque, sea por Él o sin Él, somos como cables conductores de esa su esencia, por la que, como afirmaba un bolero, no importa que se quede el infinito sin estrellas o que pierda el ancho mar su inmensidad...
"Sólo Dios es bueno". (Mc 10, 18)
Por eso, un pequeño detalle de atención puede resultar inmenso. Pequeño para el que la presta, pero grande para el que la recibe. Si será esto verdad que el buen ladrón, aun sin compromiso directo, defendió al inocente que tenía a su lado del basilisco celota que le increpaba. ¡Qué intervención formidable! No fue sólo compasión sino reconocimiento de justicia, de la que el celota tanto presumía. "Nosotros estamos aquí porque lo merecemos, pero Él no." Aún, quizá, por simple piedad le dijo: "Acuérdate de mí cuando estés en tu reino." ¿Fue nada más un seguirle la corriente a aquel loco nazareno...? Aun así, sus palabras eran compasivas... Y le valieron el Paraíso. (Lc 23, 42)
Esa vecina que alguna vez nos asalta inoportuna en el súper y que, seguramente, sólo busque pequeñas huellas de amistad que atenúen su abandono. Ese anciano triste porque su hija y nieto no viene a verle, o la dama pintada y teñida como en los años treinta y que ya sólo vive del recuerdo de una explosiva juventud... Hasta que una mañana se les descubre muertos en sus casas, quizás desde varios días. Es lección que me enseñaron en mi juventud que perder unos minutos en conversación puede ser para muchos el mayor de los regalos.
Sobre estas reflexiones les traeré una anécdota.
Fue en Muros de San Pedro, pueblo de la provincia de La Coruña, anidado en una ria de tal belleza que se apodera de tus retinas para siempre. Cuna de pescadores para todos los mares, de marinos mercantes, de conserveros y rianxeiras. Tan típico que va para muchos años que lo declararon Patrimonio de la Humanidad. Así sus arcadas romanas, o sus monumentos, como lo es la Colegiata de San Pedro, de gótico marinero, parroquia en la que fui bautizado. De cuando escribo servida por un párroco, Don Casimiro, que se sabía todos los nombres de sus feligreses. Igual de los que aquel año vivían en Muros como de los del mundo entero, pues pocos lugares quedan sin que los pise un muradano. Si será así que una de las veces que pasé mis horas de espera en el Aeropuerto Kennedy, de Nueva York, para enlace con otro vuelo a Hartford, Connecticut, caminando y observando sus gentes y tiendas me tentó un espectacular muestrario de fruta fresca, como es seguro encontrar por allí. Me quedé unos minutos contemplando y el encargado me preguntó: “─Can I help you?” (¿Puedo ayudarle?).
Y fue el tiro certero para pedirle una manzana más atractiva que la de Eva, al menos en aquel instante.
Por mi acento el frutero adivinó que era de España y me respondió en español. Y yo le pregunté que de dónde era pues no tenía ni apariencia ni acento sureños. Y resultó que era de Galicia, de La Coruña.
─Yo también lo soy –le contesté.
─¡Qué casualidad! ¿De dónde?
─ De la ria de Muros…
─¡Hombre, no me diga! ¡Yo también…!
No nos fue posible tomar una cerveza, ni a mí rechazarle el regalo de la manzana. Sólo pudimos hacernos una fotografía.
Valga este recuerdo como prueba de que gallegos, y de Muros, los hay en todo el orbe conocido y en el que se haya de conocer.
Pero sigamos con Muros y el relato empezado.
Una mañana de orvallo de un mes de julio me encontraba en la Oficina de Correos para poner un fax, pues que en aquellos años todavía no se conocia la red de Internet. Había cola y tan reducido espacio lo llenábamos varios usuarios tanto por su servicio como para improvisado refugio de la lluvia. Un funcionario atendía el mostrador para todo lo que se quisiera: un sello que le falta a don Manolo, un giro que recibe Carmiña...
De pronto entró una mujer y, rara cosa, todos callaron al verla. Representaba unos cincuenta años, quizás menos. No podía pasar desapercibido aquel su gesto de despiste y a la vez resuelta entrada, derecha hasta el mostrador. Vestía de negro hasta los zuecos; también negro era el pañuelo que le enmarcaba su rostro bello y joven, de cutis anacarado. Se acercó al mostrador, a mi lado, y sin respetar turno preguntó si había algo para ella. El funcionario le contestó: «- No, Maruxiña - convengamos que se llamaba así -, llevamos ya tres días sin la saca de América. Puede que el lunes...» Y siguió atendiendo su trabajo.
Ella se quedó callada, quieta, pensativa, extrañamente aislada en el apretujo de gente que llenábamos la estafeta. Después de un buen rato se dio vuelta. Yo la estorbaba y como pidiendo paso detuvo en los míos aquellos sus ojos de brillante azabache, extraviados de sólo mirar adentro de sí misma. Como disculpa y extrañada dijo, quizás cantó: «-Onte chamei o meu fillo….» Y pensativa, despaciosa, se dirigió a la puerta, la abrió, y se quedó allí con la hoja entreabierta, volviendo la cara a un lado y a otro con un gesto de molesta perplejidad.
Pregunté en el mostrador: «- ¿Qué pasa con las sacas de América?» Y entonces me enteré de que años atrás hubo un naufragio -como tantos en Galicia- en el que murieron ahogados unos pescadores. Entre ellos el marido y el único hijo de Maruxa. Pero ella nunca pudo aceptarlo y decía que estaban en Nueva York. Y cada pocos días iba a Correos a preguntar por una carta que no podía llegar.
Maruxa era cuidada por una hermana mayor con la que vivía. Por las tardes se sentaba a la puerta para hacer encajes como bolillera; dedos rapidísimos que trenzaban mágicas geometrías. Los vecinos la querían y la acompañaban atendiendo sus charlas inconexas; el administrador de Correos le aplazaba las sacas de América para el lunes siguiente; en la farmacia encontraba tertulia para hablar de lo grandísimo que es, ella lo sabía bien, Nueva York...
Aquella joven y bella dama de negro que andaba como una sombra por el muelle, o por las calles del pueblo, es verdad que tenía una tristeza infinita porque un día aciago el mar le arrebató lo que más quería. Pero también lo es, o esta es mi opinión, que si seguía viva era porque Dios la protegía con la locura. Y mucho más cierto porque el amor de Dios tenía en el vecindario muchos relés para llegar hasta ella.
Esta realidad de Maruxiña se une con el principio de este artículo para afirmar que amar al hombre, que vemos, es para nosotros sin discusión el medio de amar a Dios, al que no vemos. (1 Jn 4, 20) Pero no lo estoy diciendo bien. Para entender esta paradoja que propone San Juan en su Evangelio -texto divino que en esta era relativista se quiere eliminar- he de subrayar que el amor a Dios es el principio y motor de todo amor. ("Sin mí nada podéis hacer", Jn 15, 5) Es falso, o imposible, que por amar al hombre se pase a amar a Dios sino, muy al revés, es por el reconocimiento de que el prójimo es criatura de Dios por lo que le amamos. Rota esta relación causa-efecto sólo queda un egotista amor a la propia especie, o el sucedáneo del socialismo y su combustible revanchista donde esconder las mil y una razones de todos nuestros errores.
La queja de San Juan es lógica sólo en cuanto que si se ama a Dios, al que no se puede ver, el conducto natural y único recurso que nos queda para amarle es a través de sus criaturas, para nosotros el próximo, en cercanía, al que vemos. Porque cuando se ama a alguien, se ama lo que es suyo. De la misma manera que un hijo que lleva el reloj de su padre fallecido, no ama al reloj, quizás viejo y medio roto; o la hija que se sienta a sus labores en la mecedora de su madre, no es por amor a la mecedora. Ambos aman al padre y a la madre en medios que han sobrenaturalizado y no como relojeros o ebanistas. Así, con este sustrato es que yo entiendo a San Juan.
Estoy seguro de que la bella y joven viuda del pueblo pesquero no morirá olvidada en su casa y que, cuando ese día llegue, la Iglesia de San Pedro se llenará en su funeral con cientos de amigos –tal vez todo el pueblo que en Maruxiña rendirá tributo a sus marineros-, para cantarle en coro de todos los timbres una preciosa fuga imposible de componer. Y Don Casimiro hará verter alguna que otra lágrima cuando, inevitablemente, le tiemble la voz en su elegía.