¿DÓNDE ESTÁ DIOS EN LAS GUERRAS Y EN EL SUFRIMIENTO HUMANO?
No encuentro sino en el Crucificado la respuesta a esta pregunta. En la cruz Jesús carga con la injusticia de este mundo y con todo el sufrimiento humano. Solo en su resurrección se encuentra la respuesta de Dios.
| Fernando Bermúdez
Introducción
Al ver los bombardeos y masacres en la guerra de Ucrania, alguien me dijo: ¿dónde está Dios? Esta pregunta me la hice yo también hace muchos años cuando en 1982 visité en Chiapas (México) los campamentos de refugiados guatemaltecos asentados a lo largo de la frontera. Allí escuché multitud de testimonios de sobrevivientes de masacres, entre ellas la de San Francisco, municipio de Nentón (Huehuetenango). Me impactaron de tal manera que no pude callar. ¿Dónde está Dios? me preguntaba. Abrí el evangelio de Mateo y en silencio leí meditando el capítulo de la pasión. Entonces, reconocí en ellos los rostros sufrientes de Cristo.
Duele el corazón al palpar el sufrimiento provocado por las guerras y en concreto contra humildes campesinos e indígenas mayas, atrocidades que ni siquiera harían las bestias más feroces, en palabras del obispo guatemalteco Julio Cabrera.
Comienzo este trabajo presentando una reseña de la masacre de San Francisco, en base a los testimonios que recogí entre los refugiados, ampliándola con los escritos del destacado antropólogo el sacerdote jesuita Ricardo Falla, con el objetivo de sacar del olvido la muerte injusta y cruel de tantos hombres, mujeres, niñas y niños asesinados y dignificar su memoria. Lo que sucedió en San Francisco es una de las 422 masacres cometidas en Guatemala según el informe de Recuperación de la Memoria Histórica tanto de la Iglesia católica como de Naciones Unidas.
Centroamérica y concretamente Guatemala fue escenario de un genocidio perpetrado por el ejército nacional, apoyado por los poderes económicos y por los gobiernos de turno de Estados Unidos. Guatemala y El Salvador son los países latinoamericanos que han sufrido la más despiadada tiranía y represión. Todas estas muertes claman al cielo. Es la sangre de Abel que corre por las venas de la historia, exigiendo justicia.
Pretendo también con estas memorias analizar las causas de las masacres y contribuir a la construcción de un mundo nuevo de fraternidad, para que nunca más se repitan estos hechos de dolor y muerte. La recuperación de la memoria histórica no tiene otro objetivo sino recordar a las víctimas y dignificarlas para que su sangre contribuya a la reconciliación y a la paz que nace de la justicia, como señalaba el obispo mártir Juan Gerardi.
En estas páginas presento, asimismo, algunas otras masacres de campesinos e indígenas cometidas en Guatemala y El Salvador. Y por la proximidad en el tiempo y lugar, me hago eco de la masacre en la frontera sur de Europa junto a las vallas de Melilla. Todas ellas como un símbolo de tantas masacres que a lo largo de la historia se han perpetrado y continúan perpetrándose en todo el mundo.
El interrogante que surge desde lo más profundo del alma es éste: ¿Dónde estaba Dios cuando se masacraba a tantos hombres, mujeres, niños y niñas? ¿Dónde estaba Dios cuando bombardeaban aldeas, pueblos y ciudades, dejando multitud de cadáveres y heridos bajo los escombros? ¿Qué sentido tienen estas muertes y las de tantas personas que “mueren antes de tiempo”, en palabras de fray Bartolomé de las Casas, y el sufrimiento de todos los oprimidos de la historia, hundidos en el hambre y en el olvido? Las guerras, las masacres, las pandemias, el sufrimiento… ¿son un castigo de Dios? Siempre retorna incisa la pregunta ¿Dónde está Dios?
Mientras unos perecen a diario sintiéndose abandonados por Dios y defraudados en sus creencias, otros incluso utilizan el nombre de Dios para cometer horrorosas atrocidades.
El teólogo peruano Gustavo Gutiérrez se preguntaba, asimismo: ¿Cómo anunciar el Dios de la Vida a personas que sufren una muerte prematura e injusta?, ¿cómo reconocer su amor desde el sufrimiento del inocente?, ¿cómo proclamar que Dios está con la humanidad sufriente?
No encuentro sino en el Crucificado la respuesta a estas preguntas. En la cruz Jesús carga con la injusticia de este mundo y con todo el sufrimiento humano. Solo en su resurrección se encuentra la respuesta de Dios.
Concluyo este trabajo presentando algunos retos que hoy se nos plantean para que esta realidad de dolor y muerte sean un signo de vida y de esperanza.
1. Contexto histórico de las masacres en Centroamérica
Para entender las masacres de campesinos en Guatemala es necesario asomarse críticamente a la historia. Fue un 13 de noviembre de 1963. Aquellos militares jóvenes guatemaltecos, formados durante el periodo democrático de los presidentes Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz, se sublevaron contra la corrupción y tiranía del gobierno del entonces presidente Miguel Ydígoras para recuperar la soberanía nacional frente a la intervención norteamericana en el país.
Esta rebelión fue sofocada por el ejército nacional con la ayuda de los marines. Los sublevados sobrevivientes se refugiaron en las montañas donde, en contacto con los campesinos e indígenas de las aldeas, tomaron conciencia del estado de injusticia, marginación y pobreza extrema existente. Se les unieron campesinos y estudiantes. Así surgió la guerrilla en Guatemala con el objetivo de liberar al país de la tiranía e instaurar un gobierno democrático que busque la justicia, la equidad y la soberanía nacional. A partir de entonces, el ejército guatemalteco, apoyado por el gobierno estadounidense y la inteligencia israelí, intervinieron con fuerza para aplastar el movimiento insurgente.
Destacados militares de Guatemala y de otros muchos países de América Latina se formaron en la Escuela de las Américas, ubicada primero en Panamá y desde 1984 en Fort Benning, Georgia, (Estados Unidos). Ahí aprendieron técnicas de contrainsurgencia para reprimir a los pueblos cuando éstos luchan por sus derechos. Entre estas técnicas sobresalen la conformación de escuadrones de la muerte, redadas de campesinos jóvenes para integrar el ejército y su ideologización en los cuarteles; técnicas de secuestro, torturas físicas y psíquicas, asesinatos selectivos de líderes sociales, políticos y religiosos, aplicación de políticas de tierra arrasada y ejecución de masacres. Asimismo, crearon un ambiente de miedo y terror para desarticular los procesos organizativos, considerados como amenaza para el Estado.
Desde 1981 el ejército de Guatemala implementó la política de “tierra arrasada”, que aplicaron los norteamericanos en Vietnam de quitarle el agua al pez. La población campesina es a la guerrilla como el agua al pez. Este fue el objetivo de la política de “tierra arrasada”, que consistió en la destrucción de casas y siembras, matanza de animales domésticos y, sobre todo, asesinatos colectivos.
Comenzaron por el oriente del país hasta llegar al occidente, junto a la frontera con México. El Ejército fue arrasando las comunidades sospechosas de apoyar a la insurgencia, cometiendo horrorosas masacres. La población sobreviviente fue capturada y encerrada en las llamadas “aldeas modelo”. Los que pudieron, huyeron y se refugiaron en la espesura de las montañas de la sierra y de la selva, conformando las Comunidades de Población en Resistencia (CPR). Y otros, alrededor de 55.000 campesinos e indígenas, sobre todo sobrevivientes de masacres, atravesaron montañas y ríos hasta alcanzar el territorio mexicano, donde se reasentaron en campamentos a lo largo de la frontera.
La política de tierra arrasada alcanzó su clímax durante el gobierno del general Efraín Ríos Montt. Miles de indígenas mayas ixiles fueron asesinados, sobre todo en el triángulo entre Nebaj, Cotzal y Chajul (Quiché), incluidos el párroco de esta última localidad, José María Gran y el catequista Domingo Batz (beatificados en abril de 2021). El norte de Quiché, que comprende la selva de Ixcán, sufrió horrorosas masacres descritas por el antropólogo jesuita Ricardo Falla, en el libro “Masacres de la Selva”.
La población indígena veía en la guerrilla una esperanza de liberación de siglos de explotación desde la conquista española. Uno de estos pueblos indígenas mayas fue la etnia chuj de la finca de San Francisco, municipio de Nentón, (Huehuetenango), fronterizo con Chiapas. Ellos no eran guerrilleros. Eran trabajadores de la finca. Tal vez algunos colaboraban aportando alimentos a los combatientes de la guerrilla.
La política de “tierra arrasada” la aplicaron también en El Salvador, como veremos más adelante.
En la segunda mitad del siglo XX América Latina se desangraba por los continuos golpes de estado promovidos muchos de ellos por la CIA y la represión provocada por las dictaduras militares. En este contexto de violencia institucionalizada, de pobreza extrema y hambre del pueblo surgieron constantes rebeliones sociales de campesinos, indígenas, sindicalistas, estudiantes…, que fueron reprimidas a sangre y fuego.
2. Mi corazón estará llorando toda mi vida
Fue el sábado 17 de julio de 1982. Uno de los testigos, Mateo Ramos Paiz, cuenta que a las 5 de la mañana de este día sábado llegaron alrededor de 600 efectivos del ejército al caserío de San Francisco. Bajó un helicóptero en el campo de futbol con un coronel y dos oficiales. Traían a un hombre amarrado con cuerdas y con señales de haber sido golpeado o torturado. Tal vez, dice el testigo, era un guerrillero capturado. La población se asustó y no sabía qué hacer.
Los soldados se distribuyeron por todo el caserío, convocando a gritos a toda la población para que salga y se reúna junto a la iglesia y el juzgado local. Registraron todas las casas para que no quede nadie. En el registro que hicieron se llevaron lo que encontraban de valor, dinero, transistores, algún reloj… Todas las puertas quedaron abiertas. A los hombres los encerraron en el salón del juzgado y cerraron las puertas. A las mujeres y los niños los introdujeron en la iglesia. “Yo -dice el testigo Mateo- lo vi todo”. Uno de los catequistas propuso a todos los hombres hacer una oración para que Dios nos de fuerza “porque no sabemos lo que va a pasar”, decía.
A las 11 de la mañana los militares ordenaron a un campesino que les lleve dos toros. Él fue, los desató y se los llevó. Los soldados mataron a los toros, hicieron fuego y se los comieron. Apenas terminaron de comer, hacia la 1 de la tarde, sacaron de la iglesia a las mujeres más jóvenes y se las llevaron a sus casas para violarlas. Con cada mujer iban ocho o diez soldados. Después de abusar sexualmente de ellas las mataron. Las que ofrecieron más resistencia fueron decapitadas. Inmediatamente después, prendieron fuego a las casas. Ahí se carbonizaron los cadáveres de las mujeres.
Regresando a la iglesia, ametrallaron a las mujeres que estaban encerradas. Entre el estruendo de la metralla se escuchaban los gritos desgarradores de las mujeres. Los niños lloraban y gritaban llamando a sus mamás y a sus papás. Un niño de aproximadamente 3 años salió llorando. Caminaba descalzo y ensangrentado. Un soldado lo coge por los pies y lo estrella contra el tronco de un árbol, desparramándose sus sesos por la tierra. A otros niños les metieron un puñal en el vientre, abriéndolos en canal de abajo a arriba. Los hombres, encerrados en el salón del juzgado, vieron por una ventana que estaba semiabierta, todo lo que estaba sucediendo. Y no sabían qué hacer. Varios jóvenes se arriesgaron a abrir de par en par la ventana. Se saltaron, pero fueron ametrallados. Solo tres lograron huir entre el monte esquivando la metralla.
Hacia las 3 de la tarde comienzan a sacar a los ancianos del salón del juzgado. Los mataron uno a uno clavándoles un machete en la garganta. Así murieron degollados. “Chorros de sangre salían, entre las risas de los soldados”, relata el testigo.
Después de matar a los ancianos, siguieron con todos los hombres. Los soldados fueron sacándolos por pequeños grupos y a medida que salían del salón los ametrallaban. Un catequista invita al resto a hacer oración. Todos comenzaron a orar en alta voz, suplicando que Dios reciba sus almas.
Ya quedaban solo siete vivos en el salón. Los soldados lanzan una granada. Todos murieron menos dos, que quedaron bajo los cadáveres de los compañeros. El testigo. Mateo, se hizo el muerto. Todo era silencio. Al atardecer, como a las 7 de la tarde, este hombre comienza a hablar en su corazón con los muertos, con su esposa, hijos, hermanos y compañeros de comunidad que tenía encima desangrados. Se encomienda a ellos. “¡Ayúdenme!, ¡Ayúdenme!”, les suplicaba en el silencio de su corazón.
La ventana seguía abierta. Se levanta. Se quita las botas de hule, dejándolas adentro. Se asoma por la ventana. Observando que no había ningún soldado, dio un salto. Cae al suelo y se arrastra como una culebra para que no lo vieran. Otro que todavía quedaba vivo, aunque muy herido, saltó también detrás de él. Pero lo vieron los soldados. Le dispararon y allí murió.
A la media noche, el sobreviviente se levanta de la tierra y se puso a caminar. Iba descalzo por la montaña hacia la aldea de Yulaurel. Caminaba como borracho, como drogado. Llegó a la aldea y no encontró a nadie. Toda la población había huido aterrorizada. Entonces, él siguió caminando hacia la frontera de México. Por el camino se encontró con otro compañero que salió antes, saltando por la ventana del juzgado. A las 11 de la mañana del domingo llegaron a Santa Marta, aldea del municipio mexicano de Comitán, del estado de Chiapas. Dice el testigo que no podía hablar. Se quedó mudo. Caminaba como sonámbulo. No sentía nada, ni cansancio, ni hambre, ni sed, ni frio, ni tristeza, ¡nada! Iba con la cabeza, el rostro y todo el cuerpo empapado de sangre coagulada. La población los acoge, le dan posada, agua para beber y para que se laven, ropa limpia y comida.
El testigo Mateo decía con palabras casi ininteligibles: “Solo escucho a los muertos. Mi corazón está con el dolor de todos los muertos… Yo lo vi todo … Estoy mirando cómo muere mi mujer, mis hijos, mis hermanos y hermanas, los niños, mis compañeros…, porque todos vivíamos como hermanos. Por eso mi corazón estará llorando toda mi vida”.
El otro testigo, Andrés Paiz, se salvó porque estaba en el campo con el ganado y al escuchar que los militares disparaban a la gente, se fue corriendo al monte con el dolor de dejar en casa a su mujer, a sus hijos y a sus hermanos. Otros ocho hombres más, que de madrugada se fueron a trabajar al campo, lograron salvarse. Se refugiaron en Chiapas. Los sobrevivientes de la masacre de San Francisco se quedaron en los campos de refugiados Santa Marta y La Gloria, en Chiapas, donde la diócesis de San Cristóbal de las Casas, con su obispo Samuel Ruiz al frente, les dio los primeros auxilios.
Una vez terminada la masacre en San Francisco, los militares incendiaron el poblado. Todo quedó reducido a cenizas. Años más tarde, cuando los sobrevivientes, acompañados por algunos mexicanos, fueron al lugar solo encontraron entre las cenizas los cráneos de sus familiares y compañeros. Uno de ellos se hincó de rodillas, tomó en sus manos los cráneos de su mujer y de sus hijos y permaneció largo rato en silencio, con los ojos cerrados, llorando. Y entre suspiros repetía: “¿por qué? ¿por qué?, ¡Dios mío!”.
3. El niño no podía llorar ni gritar
Ocurrió en la aldea Plan de Sánchez, municipio de Rabinal en Baja Verapaz, al día siguiente de la masacre en San Francisco. Fue el domingo 18 de julio de 1982. Era día de mercado. Acudió gente de otros poblados. A media mañana llegó el ejército procedente de Cobán, Alta Verapaz. Los soldados taparon todos los caminos y obligaron a la gente de la aldea y a los que estaban en el mercado para que acudieran a la plaza. A las mujeres las encerraron en la iglesia, menos a las adolescentes de 12 a 15 años, que se las llevaron a una casa donde las violaron. Después de abusar salvajemente de las menores las asesinaron. A los varones, hombres e incluso niños, los encerraron en el salón comunal. Algunos lograron escapar y esconderse entre los árboles y matorrales. Ahí vivieron en el bosque durante varios años, pasando hambre y sed, incluso alimentándose de raíces de arbustos. Tenían miedo de bajar al pueblo de Rabinal.
Los que habían sido retenidos por la fuerza en el salón comunal pedían explicaciones a los militares. Unos protestaban oponiéndose violentamente a los soldados, otros rezaban y otros lloraban pensando lo peor. En medio de aquel griterío, el oficial dio una orden para que los soldados disparen contra ellos, no dejando a nadie vivo. Murieron aproximadamente 180 personas.
En el ametrallamiento, un niño de ocho años quedó ileso bajo los muertos. Por la noche logró levantarse. No se atrevía a salir. Estaba todo su cuerpo empapado de sangre. En el silencio de la noche escuchaba los aullidos de los coyotes. Se quedó aterrado en un rincón del salón junto al cadáver de su padre y entre otros muertos. Se pasó las manos por el cuerpo para ver si tenía alguna herida. No podría llorar ni gritar. Temblaba de frío, pánico y miedo. Cuando amaneció saltó entre los cadáveres y salió y bajó a Rabinal. Caminaba como sonámbulo. Al llegar al pueblo la gente se asustó al ver aquella pequeña figura irreconocible, toda cubierta de sangre coagulada de pies a cabeza. El niño no podía articular palabra alguna hasta varios días después. Algunos hombres, con mucho temor, subieron a la aldea y se encontraron aquel cuadro dantesco. Uno de ellos se hincó de rodillas clamando: Dios mío, ¿dónde estás?, ¿por qué has permitido esta matanza?
4. Gritos en las profundidades del pozo
Era el día 5 de diciembre de 1982. El ejército colocó retenes para impedir que salieran personas de la aldea Las Dos Erres, departamento del Petén, Guatemala. Tenía sospechas de que esta aldea colaboraba con la insurgencia.
Al llegar la noche, llegó a la zona un pelotón especial de kaibiles (fuerzas de élite del ejército), con la instrucción de registrar la aldea y matar a sus habitantes. Los militares entraron uniformados como guerrilleros, para hacer creer a la población del área que la responsabilidad de las matanzas era de la guerrilla.
A las 3 de la madrugada del día siguiente, 6 de diciembre, comenzaron a sacar a la gente de sus casas. A los hombres los encerraron en la escuela y a las mujeres y niños los confinaron en dos iglesias de la comunidad, una católica y otra evangélica. Registraron casa por casa, buscando armas, pero no encontraron nada de lo que buscaban ni propaganda guerrillera. La población permanecía asustada sin saber lo que iban a hacer los militares.
Al amanecer, los militares separaron a un grupo de niños y comenzaron a asesinarlos a puro garrotazo. En medio de los llantos de los pequeños las madres y padres de familia trataron de enfrentarse a los soldados. Sufrieron golpes hasta reducirlos al silencio. Después de matar a los niños los fueron arrojando a un pozo. Mientras tanto, otros militares, cuadros medios, sacaron de la iglesia a las mujeres jóvenes, muchas de ellas menores de edad, para violarlas. Ellas se defendían arañando a los militares.
Hacia las 4 de la tarde los militares retiraron a los hombres de su confinamiento. Les vendaron los ojos y fueron conducidos a la orilla del pozo, donde fueron nuevamente interrogados sobre su colaboración con la guerrilla. Ante la negativa de los campesinos, los soldados los fueron ametrallando uno tras otro. A medida que caían los arrojaban al pozo. Durante la noche del 6 al 7 de diciembre, las mujeres que aún se encontraban retenidas fueron nuevamente violadas y torturadas. A las embarazadas les provocaron el aborto a golpes y patadas.
El 7 de diciembre por la mañana las mujeres fueron sacadas del templo y conducidas a la orilla del pozo donde fueron fusiladas. Después arrojaron al pozo los cadáveres. Los militares, al escuchar gritos de los heridos que aun seguían con vida en el pozo, comenzaron a echar tierra hasta cubrirlo. El total de muertos fue de 172 personas. Entre ellas 73 eran niños y niñas menores de 12 años. Un pequeño grupo de jóvenes, escondidos entre los matorrales, se salvaron y fueron testigos de lo sucedido.
El 8 de diciembre llegó a la aldea de Las Dos Erres un pequeño grupo de cinco campesinos de un poblado vecino, tras la noticia de la masacre. Se encontraron con el ejército y después de un breve diálogo les permitió entrar a la aldea. Una vez dentro fueron ametrallados. Los militares no querían testigos.
Esta masacre trae a la memoria el asesinato de 1.005 hombres, mujeres e incluso adolescentes en Caudé (Teruel) por las fuerzas armadas del general Franco en 1937. A medida que morían fueron arrojados a un pozo de 84 metros de profundidad. El hijo de uno de los matrimonios asesinados, al dar testimonio en la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, se interrogaba: ¿Dónde estaba Dios cuando mataron a mis padres y a tanta gente sencilla, solo por el hecho de apoyar a la República?
5. Plegarias rotas en la garganta
En enero del año 2000 visité la aldea de Sacuchúm Dolores, ubicada en el departamento de San Marcos. Son indígenas mayas de la etnia mam. Escuché a los testigos de la masacre que aconteció el 24 de diciembre de l981. Ese día el ejército ocupó la aldea de Sacuchúm Dolores. Los militares, con una actitud prepotente e irrespetuosa, entraron en todas las casas, robaron el dinero que encontraban y sacaron por la fuerza a todas las familias, obligándolas a concentrarse en la plaza de la iglesia. Algunos que se resistían, sobre todo ancianos que apenas podían caminar, fueron golpeados y arrastrados hacia la plaza.
Cuando los vecinos estaban reunidos en la plaza de la iglesia, el oficial al mando de la tropa subió a la pequeña torre del templo y dio órdenes de que a un lado se coloquen los hombres y a otro lado las mujeres con los niños. Y desde lo alto de la torre de la iglesia dijo:
-Hoy vamos a hacer limpieza aquí porque sabemos que hay algunos colaboradores de la guerrilla. Todos ustedes van a morir.
De en medio de la población, un hombre llamado Justo Velázquez, gritó:
-¡No lo permita Dios!
Al escuchar esto, el capitán respondió furioso:
-¡Dejen a Dios a un lado! ¡Hoy no es Dios el que está con ustedes, soy yo!
La gente estaba acorralada por los soldados, que apuntaban desafiantes con sus armas. El pánico se apoderó de toda la población. El capitán ordenó escoger a 49 personas, entre las cuales había varios catequistas. Cuarenta y cuatro eran hombres y cinco mujeres, entre estas una adolescente de 15 años llamada Rosaura. Cuando separaron a estas personas se hizo un silencio sepulcral en toda la población. Solo se escuchaba el grito de los soldados, obligando a la gente a colocarse en cuclillas y amenazándola para que nadie se moviera. Colocaron en fila a los sentenciados y poco después se los llevaron amarrados con cuerdas frente a la angustia e impotencia de sus familiares. Las mujeres lloraban al ver a sus esposos, hijos e hijas salir escoltados por un centenar de militares. Al resto de la población, el capitán les dijo:
-Váyanse a sus casas y quédense allí sin encender las luces. Si observamos alguna luz iremos y mataremos a toda la familia.
A los que habían sido apartados se los llevaron a un lugar de la montaña llamado El Bramadero. Eran como las 7 de la tarde. Estaba anocheciendo. Llegando al lugar señalado los militares obligaron a todos cavar una fosa. Después, los ataron a los troncos de los árboles y los torturaron. Uno de los catequistas, llamado Felipe, mientras sufría las torturas, gritaba: “¿Dónde estás, oh Señor?... ¡Señor, Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Al rato, fue un grito colectivo, una oración que arrancaba de lo más hondo del dolor. Los militares, insensibles al sufrimiento, los torturaban aún con más crueldad. Con los machetes cortaron palos, los afilaron y se los introdujeron con fuerza en la boca, hasta el fondo, para que se callaran. Las víctimas se retorcían por el dolor, arrojando sangre. De esta manera, con la plegaria ahogándose en la garganta, fueron muriendo uno tras otro. Las mujeres antes de ser torturadas fueron salvajemente violadas por turnos de soldados. Antes del alba todos y todas habían muerto. Los cadáveres fueron arrojados a la fosa que las víctimas habían cavado.
Todos murieron menos uno, Enrique Fuentes, que herido de gravedad, se hizo el muerto. Hacia las 9 de la mañana del 25 de diciembre se marcharon los militares. Es entonces cuando Enrique, se levantó entre los cadáveres y con mucha dificultad bajó a la comunidad. Providencialmente, él se salvó para dar testimonio del modo como murieron sus compañeros. Con mucho dolor y miedo los familiares de los muertos subieron al lugar para sacar y recoger los cadáveres de sus esposos, hijos, hijas o hermanos.
¿Qué espíritu diabólico se introdujo en estos militares, que en nombre de la Seguridad Nacional y del anticomunismo, realizaron tales crueldades? ¿Qué intereses hay detrás de estas masacres?
6. Estampida en el parque de Panzós
En la década de los ochenta fueron muchas las masacres cometidas por el ejército de Guatemala, que sería interminable mencionarlas. Sin embargo, en la década anterior aconteció una masacre, la de Panzós, que fue un fuerte despertar de la conciencia de los pueblos indígenas. Este acontecimiento motivó que muchos indígenas vieran en la guerrilla una oportunidad para liberarse del yugo de la oligarquía terrateniente y militar.
El 29 de mayo de 1978 el mundo se estremeció con la noticia de que en Panzós, Alta Verapaz, casi un centenar de indígenas quekchíes fueron masacrados por el Ejército. El escenario de la masacre fue la plaza central del municipio en el que se habían concentrado aproximadamente unos 1.500 campesinos indígenas provenientes de las aldeas de Panzós, quienes se manifestaban pacíficamente exigiendo solución a los conflictos de tierras que llevaban sin resolverse desde años atrás, cuando un coronel del ejército se había apoderado de ellas. Los campesinos fueron citados en la plaza de la municipalidad por parte del alcalde Walter Overdick. Sin embargo, no fueron atendidos. Ante la situación de engaño, los ánimos se caldearon y gritaban exigiendo justicia. El clamor de los campesinos crecía.
Fue entonces cuando un militar, apostado en el edificio municipal, disparó sobre los manifestantes e inmediatamente, los soldados que rodeaban la plaza dispararon, matando a casi un centenar. Muchos otros, heridos, salieron corriendo a esconderse en el bosque o cruzando el río Polochic. En la huida varios campesinos murieron desangrados.
A las pocas horas de la masacre agentes de pastoral de la diócesis de Verapaz acudieron a atender a los heridos. Una Hermana religiosa, impotente ante aquel drama, levantando cadáveres por el bosque y agotada por atender a tantos heridos, clamaba en alta voz: ¡Oh Dios!, ¿dónde estás?, ¡Oh Dios, ¿dónde estás?
Años más tarde, un campesino pocomchí de San Cristóbal Verapaz, Policarpo Chem Caal, delegado de la palabra de Dios y líder comunitario, me informó detalladamente de esta masacre y cómo este hecho motivó a los campesinos poconchíes a organizarse para defender sus derechos. Policarpo fue secuestrado y asesinado el 10 de septiembre de 1984 por los escuadrones de la muerte al servicio del ejército. Su cadáver apareció torturado en la cuneta de la carretera de Alta Verapaz.
7. Insurrección y masacre de indígenas salvadoreños
Son muchas las masacres llevadas a cabo por el Ejército de Guatemala, asesorado por militares norteamericanos e israelíes. Mas no solo Guatemala sufrió horrorosas masacres, también Honduras, Nicaragua y sobre todo El Salvador, donde dadas las circunstancias de extrema pobreza y desigualdad, los campesinos indígenas nahual del occidente del país, despojados de sus tierras y sometidos a trabajos de semi esclavitud, en el año 1931, se rebelaron contra los terratenientes exigiendo condiciones dignas de vida. El Ejército acudió para reprimir la sublevación, secuestrando y torturando a sus líderes. Los campesinos no soportaron esta situación de muerte y continuaron exigiendo justicia y dignidad. El gobierno respondió asesinando a más de 25.000 campesinos. Era el año 1932.
Esta masacre quedó grabada en el pueblo salvadoreño. Desde esta fecha multitud de campesinos, sindicalistas, estudiantes y sacerdotes fueron secuestrados y asesinados. Entre estos se encuentra el Padre Rutilio Grande, jesuita y dos de sus catequistas, Manuel Solórzano y el joven Nelson Lemus, todos ellos beatificados el 22 de enero de 2022.
En 1980 el Ejército asesina al Arzobispo Óscar Arnulfo Romero por defender la vida de su pueblo frente a la represión gubernamental. En este tiempo se suceden varias masacres y asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos, sacerdotes y religiosas.
8. Ríos teñidos de sangre, Sumpul y Gualsinga
El 13 de mayo de 1980 la Fuerza Armada de El Salvador y los paramilitares progubernamentales lanzaron una ofensiva en el departamento de Chalatenango para desbaratar las actividades de la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. El ejército acusaba a la población de las aldeas cercanas al río Sumpul de apoyar a la insurgencia. Asesinó a varios líderes comunitarios.
La población, atemorizada, intentó huir a Honduras cruzando el río Sumpul, que hace frontera con este país, pero los soldados hondureños se lo impidieron, matando incluso a varios refugiados. Los campesinos se vieron entre dos fuegos.
Entonces, trataron de cruzar de vuelta el río. En ese momento los militares salvadoreños les esperaban y comenzaron a disparar sin piedad contra la población. Fue una matanza total. Muchas mujeres con sus niños, huyendo de la balacera, cayeron al río y murieron ahogadas junto con sus hijos. Quienes se escondieron entre los arbustos fueron ametrallados desde un helicóptero. La masacre duró entre seis y siete horas, dejando al menos 360 muertos. Muchas fuentes sitúan el número de muertos en 500. El gobierno salvadoreño y la embajada de Estados Unidos en San Salvador negaron la masacre.
En el mismo departamento de Chalatenango, en el río Gualsinga, un viejo amigo, Scott Wright, hombre solidario de origen estadounidense y compañero del SICSAL, comparte su testimonio: “Era el año 1984, mientras trabajaba en un equipo pastoral en Chalatenango acompañé a centenares de sobrevivientes de la masacre del río Gualsinga, huyendo por la noche por las quebradas y cerros bajo la lluvia, nos escondíamos en el monte durante el día para escapar de los ojos del ejército salvadoreño y de los bombardeos de sus aviones. No todos tuvieron la suerte de escapar. El 30 de agosto centenares de personas fueron cercadas por el ejército cerca del río Gualsinga, y cuando intentaron huir, 50 de ellos fueron asesinados. Entre las víctimas se encontraba una familia que yo conocía, Dora Menjívar, su niño Luis de cinco meses, su mamá y un sobrino. Su hermana, que era sorda y muda, fue gravemente herida en la espalda por una bala.
Unas pocas semanas antes de la masacre, cenaba yo con la familia de Dora en la humilde casa de adobe donde ellos vivían en el caserío La Haciendita. Ella mecía a su niño en la hamaca, cantando suavemente “Dormite niñito, cabeza de ayote, dormite mi niñito…”. Mientras ella cantaba, yo permanecía sentado en silencio.
El 13 de febrero de 1985, casi seis meses después de la masacre, el subsecretario de estado de los Estados Unidos, Elliott Abrams, negó en el programa nacional de televisión “Nightline” que hubo esa masacre. El gobierno de mi país apoyaba al ejército salvadoreño. Como estadounidense, me dolió que se negara algo de lo que yo fui testigo.
En tiempos de guerra, la primera víctima es la verdad. Esto solamente nos haría un poco más sabios y vigilantes sobre las cosas de guerra y paz, y la veracidad de nuestros gobiernos en tiempo de guerra. La tragedia es que las víctimas no terminan con la verdad, más bien incluyen seres humanos, madres como Dora y niños como su hijito Luis, quienes cargan con el peso de la guerra y la violencia.
Muchos años después regresé a El Salvador y me fui a buscar el nombre de Dora en el monumento a las víctimas en el Parque Cuscatlan en San Salvador
Allí encontré el nombre de Dora Menjívar y me detuve en silencio. Su historia es una que pocos conocerán. Si todavía tiene familiares o alguien que se pare en frente de su nombre para recordarla, no lo se.
¿Qué nos enseñan las víctimas del río Gualsinga hoy? Expresan, en una forma elocuente por su silencio, las palabras proféticas del papa Juan Pablo II, y ahora repetidas por el papa Francisco, “La guerra es una derrota para la humanidad.” Nos recuerdan también, las palabras del santo obispo y mártir, Oscar Romero: “La gloria de Dios es que el pobre viva.” Reclaman a nuestras vidas, y nos llaman a ser testigos fieles al Evangelio.
Cuando recuerdo a ese día de agosto en Chalatenango ahora casi cuarenta años después y recuerdo a Dora cantando suavemente mientras mesaba a su niño en la hamaca, quiero dar honor a sus vidas, y a las vidas de tanta gente buena y humilde, asesinada en la guerra. Quiero recordar su bondad, alzar sus sueños y honrar sus aspiraciones a vivir. Ellos querían lo que todos los seres humanos quieren: vida para sus familias y sus hijos, aquella “vida y vida en abundancia” que nos promete Jesús en el Evangelio” (Scott Wright).
9. Los muertos viven con nosotros
Sucedió en el Mozote, una pequeña población rural en el departamento salvadoreño de Morazán. Las casas estaban situadas alrededor de una plaza. En esa plaza estaba la iglesia católica y, detrás de ella, una casita conocida como el Convento, que usaba el sacerdote durante sus visitas a la población.
Un día 10 de diciembre de 1981 llegó el Ejército a la aldea. Los soldados ordenaron a los pobladores que salieran de sus casas porque iba a llegar Cruz Roja a repartir alimentos. La gente salió confiada. Pero fue una trampa de los militares para concentrar a toda la población. Allí permaneció hasta que los jefes del ejército dieron orden de que volvieran a sus casas y permanecieran encerrados hasta el día siguiente, advirtiendo que dispararían contra cualquier persona que saliera. Los soldados estuvieron patrullando la aldea durante toda la noche.
En la madrugada del 11 de diciembre, los soldados de nuevo volvieron a reunir a toda la población en la plaza. La gente estaba asustada, preguntándose el por qué a estas horas de la madrugada les levantan de la cama, convocándoles de nuevo en la plaza. Los militares separaron a los hombres de las mujeres y niños. Los encerraron en lugares diferentes.
A los hombres los metieron en la iglesia. A las mujeres en una casa que estaba frente a la iglesia. Durante toda la mañana procedieron a interrogar, mediante torturas, a los hombres preguntándoles si había guerrilleros entre ellos. Después, en grupos de cinco, vendados los ojos y amarrados de manos, los hombres eran sacados de la iglesia y fusilados. Los pocos que quedaban agonizando fueron brutalmente decapitados con golpes de machete en la nuca. A las doce del mediodía ya habían terminado de matar a todos los hombres.
Después de acabar con los hombres, los militares entraron en la casa donde estaban las mujeres con sus niños. Les quitaron los bebés a sus madres. Mientras unos soldados lanzaban a los bebés al aire otros les disparaban. Las mujeres gritaban desesperadas. Terminando de matar a todos los niños y niñas ametrallaron a las mujeres. Solo una mujer pudo escapar, aprovechando que los soldados estaban distraídos. Se escondió entre los matorrales en la montaña donde permaneció herida, tendida en el suelo durante varios días. Esta mujer era Rufina Amaya. La única testigo de la masacre, quien vio morir a su marido asesinado durante la masacre, al igual que a sus cuatro hijos, Cristino, María Dolores, María Lilian, y María Isabel. Rufina vio y escuchó como los soldados violaron a las mujeres jóvenes y a las niñas, y luego las asesinaron. Ella contó: “Mi esposo, Domingo, fue uno de los primeros en morir. Iba en uno de los primeros grupos, pero comenzó a forcejear a los soldados y le dispararon. Estaba todavía vivo, pero otro soldado se acercó y con un machete lo degolló… También escuché que los soldados hablaban sobre las violaciones. Contaban y bromeaban sobre lo mucho que les habían gustado las niñas de doce años. Después de violarlas, los soldados las mataban a tiros o las decapitaban”. Hubo aproximadamente alrededor de 800 personas asesinadas, entre ellas más de 400 niños y niñas. Las autoridades salvadoreñas se negaron hacer una investigación. Negaron permanentemente la existencia de la masacre.
La Masacre del Mozote constituye un caso emblemático que refleja los atroces ataques que sufrió la población civil durante el conflicto por parte del ejército salvadoreño. Hoy día, en la plaza del Mozote hay un monumento con los nombres de todos los asesinados y una gran placa que reza:
Ellos no han muerto,
están con nosotros,
con ustedes,
y con la humanidad entera.
Personas o comunidades que eran críticas con la política discriminatoria y represiva del gobierno fueron consideradas comunistas y, por lo tanto, había que eliminarlas. Esto sucedió en toda América Latina, desde Chile hasta Guatemala. Numerosos sacerdotes, religiosas, catequistas y obispos, fueron también asesinados por denunciar la situación de pecado existente y predicar la fraternidad, la justicia y la paz que nace del respeto a los derechos humanos.
10. Dieron la vida por la paz. Mártires de la UCA
La República de El Salvador ardía en plena guerra civil. Era la noche del 16 de noviembre de 1989. Un pelotón del ejército salvadoreño, bajo las órdenes del coronel Benavides, entró en el recinto de la Universidad Centroamericana (UCA), regida por los Padres de la Compañía de Jesús. Seis jesuitas fueron sacados de sus habitaciones y ametrallados en el jardín. Después, para que no hubiera testigos, fueron a la casita de la cocinera Elba Ramos, rompieron violentamente la puerta de madera y entraron. Allí estaba ella con su hija Celina de 15 años. La madre abrazó a la hija para protegerla, pero los militares sin compasión alguna las ametrallaron. Después de la masacre incendiaron el Centro Monseñor Romero, donde se conservaba multitud de recuerdos del santo arzobispo, asesinado nueve años antes mientras celebraba la Eucaristía en la Iglesia del Hospital de la Divina Providencia.
Al amanecer del día 16, el gobierno dio la noticia de que los guerrilleros asesinaron al rector de la Universidad y a sus compañeros jesuitas. Sin embargo, había un testigo que lo vio todo, escondido entre los árboles del jardín. Era el marido de Elba, vigilante y jardinero del centro universitario.
Los jesuitas eran partidarios de un acuerdo negociado, para poner fin a la guerra, entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla del Frente Farabundo Martín para la Liberación Nacional (FMLN). El ejército, orientado por la embajada estadounidense, no era partidario de ninguna negociación. Su estrategia consistió en eliminar a la insurgencia y a todas aquellas personas y organizaciones críticas con el régimen, aunque no estuvieran de acuerdo con la guerrilla.
Entre los jesuitas asesinados se encontraban el rector Ignacio Ellacuría, destacado filósofo y teólogo, y sus compañeros de comunidad: Ignacio Martín Baró, vicerrector académico, psicólogo; Segundo Montes, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA; José Ramón Moreno, profesor de teología; Armando López, profesor de filosofía; y Joaquín López, cofundador de la UCA. Todos españoles menos Joaquín López, salvadoreño. La empleada doméstica, Elba Ramos, por recomendación de su esposo Obdulio, para que no regresara sola de noche a casa, se quedaba con su hija Celina en una casita del recinto universitario.
El ejército y el gobierno salvadoreños, además de no aceptar la propuesta de negociación para lograr la paz, consideraban a los jesuitas de la UCA como promotores de la teología de la liberación a la que consideraban peligrosa para sus intereses económicos. La teología de la liberación proclama la opción por los pobres y desvalidos, siguiendo el mensaje y práctica de Jesús, que implica denunciar las causas que generan pobreza, injusticia y exclusión. La salvación-liberación es moral e interior, pero es también socioeconómica porque es la totalidad de la persona humana a la que hay que liberar. Trata de liberar al rico opresor de su codicia y al pobre oprimido de su penuria, para que reine la dignidad humana y la fraternidad.
Tres meses antes de la masacre, individuos de la derecha salvadoreña colocaron granadas explosivas en la imprenta de la universidad y en el aula magna, sin causar daños personales. La cadena nacional de radio y la prensa oficial constantemente acusaban a los jesuitas, particularmente al Padre Ellacuría, de ser comunistas. Hablar de diálogo, de derechos humanos y de reformas socioeconómicas fue considerado como subversivo. En aquel tiempo alrededor de 15 familias eran las dueñas de las tierras productivas y de las industrias de El Salvador. La mayoría de la población vivía en una situación de extrema pobreza y abandono en materia de alimentaria, sanidad y educación.
En la fecha de la masacre Jon Sobrino, miembro de la comunidad de la UCA, se encontraba impartiendo un curso de teología por Asia y Jon Cortina andaba esos días en Chalatenango. Son los dos jesuitas que se libraron de la muerte. A su regreso, Sobrino dijo: “Nosotros queríamos apoyar el diálogo y la paz con justicia. Estábamos en contra de la guerra. Por eso fuimos considerados comunistas por la oligarquía salvadoreña. Nos acusaban de ser marxistas, partidarios de los rebeldes”. Y Cortina decía: “Cuando repartíamos comida a los hambrientos nos llamaban santos, pero cuando preguntábamos por qué no tienen comida, nos llamaron comunistas, por eso nos perseguían”. Los enemigos de la paz que nace de la justicia consideraban el diálogo como una rendición y por eso perseguían a los que llamaban a él. La intención del ejército fue eliminar a todos los jesuitas de la UCA por su compromiso con los pobres y por el diálogo.
Un profesor laico de la Universidad, al ver los cadáveres de los jesuitas tendidos en el jardín, acribillados y ensangrentados, dijo: ¿Y Dios dónde está? ¿Por qué permite que maten a estos santos varones? ¿Qué sentido tienen estas muertes?
11. Nuestra venganza es el perdón
Para muchos Chiapas es un mundo desconocido, una región exótica, situada al sur de México, junto a la frontera con Guatemala. Esta región es un mundo de contrastes, altas montañas y selvas tropicales pobladas de multitud de etnias mayas, tzotziles, tzeltales, choles, tojolabales, zoques y mames.
El pueblo chiapaneco, secularmente marginado y excluido desde la época de la conquista española, es un universo lleno de misterios ancestrales, creencias, saberes y valores. Descendiente de los antiguos mayas que plasmaron su esplendor y sabiduría en las diversas pirámides.
Fray Bartolomé de las Casas, en el siglo XVI, descubrió en estos pueblos un caudal de sabiduría. No soportó la explotación a la que fue sometido el pueblo indígena por los colonizadores españoles. Clamaba: “Llegan al cielo los gemidos de tanta sangre humana derramada y de indios quemados vivos…”. Y se rebeló enérgicamente, hasta sufrir el destierro. Chiapas aparenta ser un pueblo sumiso, pero en su sangre hierve la rebeldía. Reclama dignidad y libertad.
En 1960 Samuel Ruiz fue nombrado obispo de San Cristóbal de Las Casas. Se situó en la línea de fray Bartolomé de Las Casas. Asumió la actitud de ver, escuchar y sentir las angustias y esperanzas del pueblo indígena. Y se identificó con él. Hizo propias sus aspiraciones de justicia y libertad, lo cual le ocasionó múltiples amenazas y persecución por parte de los terratenientes y ganaderos de la región y políticos del gobierno central.
Era la mañana del 22 de diciembre de 1997. La comunidad de la aldea Acteal, municipio de Chenalhó, en Chiapas, se encontraba reunida en oración en la pequeña iglesia de madera de la localidad. Había hombres, mujeres y niños. Escuchaban la Palabra de Dios, oraban y cantaban, dando gracias a Dios por el trabajo realizado en servicio de la comunidad. Son indígenas tzotziles de la organización campesina “las Abejas”.
Aún no había finalizado la oración comunitaria, cuando incursionan violentamente en el templo un numeroso grupo de paramilitares con fusiles de asalto AK-47, disparando contra la gente. El resultado fueron 45 muertos. De las víctimas, 16 eran niños, niñas y adolescentes; 20 eran mujeres y nueve hombres adultos. Siete de las mujeres estaban embarazadas. Entre los asesinados había tres catequistas. El ejército y la policía observaron en forma pasiva el ataque de los paramilitares. Posteriormente se encontró en el escenario del crimen casquillos de bala de armas exclusivas del ejército.
Informado el obispo Samuel Ruiz, un hombre de Dios muy identificado con el pueblo indígena, inmediatamente se hizo presente con un equipo de médicos, consolando a las familias de los caídos, atendiendo a los heridos y denunciando al ejército y al gobierno del presidente mexicano Ernesto Zedillo por la masacre. Al día siguiente el obispo y cinco sacerdotes y con la presencia de varios pastores protestantes, celebraron una Eucaristía en solidaridad con la comunidad de Acteal, crucificada con Cristo, cuyo delito fue el haberse organizado para mejorar sus condiciones de vida. Los participantes en la celebración religiosa, no pidieron venganza, pidieron justicia. Incluso, algunos, en la oración comunitaria expresaron que perdonaban a los asesinos, pero no permitirían que este crimen quedara en la impunidad.
El obispo Samuel en un comunicado de la diócesis, afirmó que la matanza fue cometida por paramilitares pertenecientes al partido oficial, colaboradores del ejército y por eso los responsables de la seguridad pública no quisieron intervenir.
Un mes antes de la masacre de Acteal, el 5 de noviembre, el propio obispo Samuel salió ileso de un atentado cuando el vehículo en el que viajaba fue emboscado y baleado con ráfagas de ametralladoras.
Samuel Ruiz fue un mártir viviente que, aunque no murió asesinado, siempre estuvo en riesgo de muerte. Samuel impulsó la renovación de la diócesis de San Cristóbal de las Casas en base a los lineamientos pastorales del Concilio Vaticano II, en el cual él participó. Posibilitó la creación de una Iglesia participativa, toda ella ministerial. Una iglesia libre frente al poder y la riqueza. Una iglesia liberadora y profética. Una iglesia defensora de la vida y de los derechos humanos. Una iglesia solidaria con el sufrimiento, luchas y esperanzas de los pobres, de los indígenas y de los refugiados guatemaltecos ubicados en Chiapas. Una iglesia ecuménica, abierta al diálogo, dispuesta a caminar junto a aquellos, cristianos o no cristianos, que trabajan por un mundo nuevo de justicia y fraternidad. Una iglesia orante, abierta al Espíritu, que busca ser signo y anticipo del reino de Dios en la historia.
12. El martirio en América Latina
En los últimos tiempos América Latina es el continente que más ha sufrido la persecución y el martirio de cristianos y líderes sociales a causa de su compromiso por la justicia al lado de los más pobres. Hice memoria de varios de ellos en capítulos anteriores.
El poder económico oligárquico y el sistema económico-financiero transnacional no vieron con buenos ojos los planteamientos pastorales de la Iglesia católica emanados de la conferencia de obispos en Medellín, donde se afirmaba que no hay historia de salvación sin salvación de la historia. A partir de entonces estos poderes desplegaron una campaña contra la teología de la liberación, calificándola de marxista. No entendieron que el Evangelio es una buena noticia de liberación integral. Esto dio pie a que se desatara una persecución contra aquellos sacerdotes, obispos, laicos y laicas, religiosas y religiosos que optaron por los pobres y sus anhelos de liberación.
Millares de cristianos en América Latina fueron asesinados por razón de su fe. No murieron por defender dogmas o actos de culto sino que los mataron porque defendían a los débiles, porque reclamaban justicia, porque denunciaban al capitalismo neoliberal como un sistema socioeconómico opuesto al plan de Dios. La novedad es que quienes los perseguían y mataban eran gobernantes y militares que se proclamaban cristianos. No toleraron la proclamación de un Evangelio liberador. Fueron cristianos matando a cristianos, no eran “ateos” los perseguidores y asesinos.
La persecución no fue dirigida contra la institución eclesial en sí misma sino contra aquellos cristianos que, como consecuencia de su fe, se comprometieron en la búsqueda de la justicia social y defensa de los derechos humanos, particularmente de los más empobrecidos. Los estados de seguridad nacional justificaban el uso de la fuerza para mantener sus privilegios.
El Salvador y Guatemala fueron los países donde más se persiguió a la Iglesia. Los obispos guatemaltecos expresaron: “Vivimos en una Iglesia de mártires, más aún, somos una Iglesia martirial. ¿Quiénes son los mártires?, nos preguntamos. Son personas comprometidas en la causa de Jesús, que trabajaron por sus hermanos más pobres, perseguidos por su fe cristiana, signo de autenticidad en la fidelidad a Jesús” (CEG. Guatemala 1997).
El arzobispo salvadoreño, Óscar Arnulfo Romero fue de los primeros canonizados entre millares de mártires. Él es un símbolo de la Iglesia martirial de América Latina. Romero y todos los mártires fueron hombres y mujeres profundamente enamorados de la vida y apasionadas por el reino de Dios. No toleraron el sistema de muerte que aplasta a su pueblo. Como Jesús de Nazaret, no quisieron la muerte, pero no por eso abandonaron su compromiso. Como Jesús siguieron hasta el final, viviendo y proclamando el Evangelio, trabajando por la vida de sus hermanos y la paz que nace de la justicia. Les llegó la muerte como única y extrema salida a su compromiso por los valores del reino de Dios. Murieron por amor a Cristo y a sus hermanos. Su muerte es la más valiente denuncia de un sistema establecido en la injusticia institucionalizada que se construye a costa de los más pobres y en radical oposición al Evangelio de Jesús.
El obispo guatemalteco, hoy cardenal Álvaro Ramazzini, en una homilía dijo: “¿Por qué los mataron? Su único pecado fue luchar por la justicia, denunciar los atropellos e injusticias y ponerse al lado de los pobres y de los indefensos. Los mataron porque hacían el bien. Por eso, entiendo que la palabra del Señor Jesús se cumple cuando dice: “Bienaventurados los que luchan por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (26, 4, 2000).
Una característica de estos mártires es que murieron sin odio hacia sus perseguidores. Al contrario, ofrecieron el perdón a quienes los amenazaban. San Óscar Romero poco antes de morir confesó: “Si llegaran a matarme, sepan que perdono y bendigo a quienes lo hagan”. Y cuando el lunes 24 de marzo de 1980 recibió el disparo mientras celebraba la Eucaristía, una religiosa que participaba en la celebración acudió rápidamente a atender al obispo que cayó fulminante al suelo herido de muerte, pudo escuchar: “Que Dios les perdone”. Fueron sus últimas palabras.
Otro mártir, el sacerdote Juan Alsina, misionero español en Chile durante la dictadura de Pinochet, asesinado el 19 de septiembre de 1973. El militar que lo mató, una vez caída la dictadura confesó: “Saqué al Padre Juan del furgón y fui a vendarle los ojos como hacíamos con los condenados a muerte. Pero él me dijo: Por favor, no me pongas la venda, mátame de frente, porque quiero verte para darte el perdón. Fue muy rápido. Levantó su mirada al cielo, hizo un gesto con las manos, las puso sobre su corazón, movió los labios como si estuviera rezando y dijo: ¡Padre, perdónalos!. Cumpliendo órdenes de mis jefes, yo le disparé y cayó muerto al suelo”.
La sangre derramada de los mártires en los últimos tiempos a lo largo y ancho del planeta, y concretamente en América Latina, revela el misterio de fidelidad y esperanza que subyace en las iglesias, en las diversas religiones y en los pueblos. El martirio abre la perspectiva de la trascendencia, de lo absoluto. Y como es fruto de fidelidad y esperanza, convoca y anima al compromiso por hacer presente en nuestra historia la utopía del reinado de Dios. El martirio es signo de resurrección y vida.
13. Masacre en la frontera sur de Europa
Terminando de escribir estas páginas acontece la masacre de migrantes y refugiados en la frontera de Melilla. A lo largo de este escrito hemos hecho referencia de algunas masacres en América Latina, concretamente en Centroamérica. Sin embargo, no podemos pasar página a las muertes violentas de migrantes y refugiados negros de África.
Cuando matan a migrantes, que además de pobres son negros, con más fuerza nos preguntamos: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué permite la discriminación de estos hermanos y hermanas quepor el color de su piel, son rechazados, condenados a morir ahogados en el mar o asesinados en las fronteras?
Desde hace años, miles de migrantes y refugiados del continente africano se esconden en los bosques junto a la frontera de Ceuta y del monte Gurugú de Marruecos, cercano de Melilla, en espera de poder saltar las vallas para entrar en España. Vienen huyendo de las guerras y del hambre. Las multinacionales del norte, los intereses de las grandes potencias, los gobiernos corruptos de sus países de origen y las bandas yihadistas son causantes de violencia, saqueos y hambre, obligando a muchos a buscar refugio en Europa. Pero al llegar a las fronteras de Melilla y Ceuta chocan con el rechazo tanto de la gendarmería marroquí como de la policía española. Estas fronteras son lugares de sufrimiento para los pobres. Son separación de dos mundos: el enriquecido y el empobrecido.
Era el 24 de junio de 2022. Casi dos mil migrantes procedentes de Sudán del Sur, Eritrea, Mali, Chad, Somalia y algunos de Yemen fueron sorprendidos por las fuerzas de seguridad de Marruecos, que penetraron inesperadamente en los bosques del monte Gurugú donde estaban refugiados. Los atacaron arrojando gases lacrimógenos. Destruyeron todo cuanto encontraron y emprendieron la caza de migrantes como si fueran animales. Esto dio lugar a que la gente entrara en pánico y saliera huyendo hacia la frontera de Melilla, tratando de saltar desesperadamente las vallas. Pocos lograron entrar en territorio español, muchos de ellos heridos. Pero la mayoría fueron capturados por la ¡8thambre. Otros, aproximadamente 37 murieron golpeados, desangrados y abandonados sin asistencia. De los heridos nunca más volveremos a saber. Muchos de los que sobrevivieron a la masacre tal vez estén llorando por no haber muerto.
El arzobispo emérito de Tánger, Santiago Agrelo, proclamó:
“No preguntes cuántos son los que murieron, tampoco cuántos han sido los heridos. Centenares, dicen. Cien arriba, cien abajo, ¿a quién importa?
No preguntes cómo murieron. No preguntes si esas muertes fueron evitables. No preguntes por responsabilidades en ese crimen contra unos jóvenes africanos sin derechos y sin pan.
No preguntes. La culpa es de los muertos. Los violentos son los muertos. Los responsables son los muertos. Las autoridades de los pueblos sólo pueden felicitarse de haber conseguido que los violentos estén muertos, que los sin derechos estén muertos, que los sin pan estén muertos.
Y se felicitan, y se aplauden, y se animan a continuar matando a jóvenes africanos sin derechos y sin pan…
Y la conciencia calla: como si Alá bendijese a quienes matan pobres; como si a Dios no importasen los pobres que asesinamos; como si los dueños del poder que nos oprime fuesen también los dueños de nuestros derechos, de nuestro pan, de nuestras vidas.
Yo no puedo decir que los responsables de esas muertes son los gobiernos de España y Marruecos; yo no puedo decir que los gobiernos de España y Marruecos tienen las manos manchadas de sangre; yo no puedo decir que los gobiernos de España y Marruecos llenan de víctimas un frío, cruel, prolongado e inicuo corredor de la muerte. No lo puedo decir, pero lo puedo pensar, y es lo que pienso.
Adoradores del dinero a un lado y otro de la frontera. Adoradores del poder a un lado y otro de la frontera. Adoradores de la mentira a un lado y otro de la frontera. Violadores de pobres a un lado y otro de la frontera. Herodes y Pilato se han puesto de acuerdo para matar a Jesús. A un lado y otro de la frontera Herodes y Pilato se han puesto de acuerdo para matar a ese “Dios para Dios”, que son los pobres”.
¿Dónde está el Dios de los pobres?, ¿el Dios de los negros?, ¿el Dios de los sin derechos y sin pan?
El pacto anti-inmigratorio entre España y Marruecos ha convertido a Melilla y Ceuta, y al mar Mediterráneo, en un cementerio para quienes tratan de huir de las guerras, de la miseria y del hambre. Las autoridades de Europa consideran a los africanos como personas de segunda categoría, y más si son negros, sin embargo, abren las puertas a otros migrantes y refugiados que son rubios. ¿Dónde y con quiénes está Dios?
14. ¿Dónde estaba Dios en las masacres de la historia?
La sangre derramada a lo largo y ancho de la tierra corre por las venas de la historia. Sangre de masacrados en todas las conquistas, sangre de indígenas de la Amerindia, sangre de esclavos negros de África, sangre de los asesinados en Auschwitz, sangre de vietnamitas, palestinos, iraquíes, sirios, yemeníes, etíopes, somalíes, congoleños…,, sangre de mártires que dieron su vida por una causa justa… Esta sangre proclama que en la historia hay víctimas y victimarios.
No podemos dejar de lado al pueblo haitiano crucificado, sembrado de cruces, nadando entre el abandono, la represión imperialista y la miseria. ¿Por qué tanta violencia contra los pobres y contra los defensores de los derechos humanos?
La situación de injusticia y pobreza llevó a los campesinos e indígenas, secularmente oprimidos y marginados, a tomar conciencia de las causas de la dura situación en la que viven, y decidieron emanciparse. Se organizaron y emprendieron un proceso de liberación, muchos de ellos motivados por su fe cristiana. Pero los poderes económicos y políticos trataron de aplastar a sangre y fuego todo intento de emancipación de los empobrecidos. Los poderosos buscan, con toda su fuerza militar, ser dueños y señores de la vida de los pueblos. Pretenden tener siempre la última palabra sobre la historia.
¿Por qué Dios calla cuando el pueblo sufre y muere? ¿Dónde estaba Dios cuando los ejércitos masacraban a multitudes de hombres, mujeres, niños y niñas? ¿Dónde estaba Dios en la noche que masacraron a los jesuitas de la UCA? Y en nuestro tiempo ¿dónde está Dios cuando supremacistas blancos asesinan a negros en los Estados Unidos o cuando otros masacran a niños y niñas en sus escuelas?
A lo largo de la historia, ¿dónde estaba Dios cuando los fuertes mataban a los débiles? ¿Dónde estaba Dios en los barcos repletos de esclavos negros, cazados violentamente en África, para su venta en las Américas? ¿Dónde estaba Dios en la matanza de indios en el continente americano? ¿Dónde estaba Dios en los bombardeos de la “Desbandada” de Málaga donde murieron alrededor de 2.000 de mujeres, niños y ancianos en la carretera de Almería? ¿dónde estaba Dios en los bombardeos que destruyeron Guernica, dejando sepultados bajos los escombros a millares de personas? ¿Dónde estaba Dios en el holocausto de judíos realizado por los nazis? ¿Dónde estaba Dios en el archipiélago GULAG? ¿Dónde estaba Dios en las matanzas entre los tutsis y los hutus en el corazón de África, donde murieron salvajemente alrededor de un millón de personas? ¿Dónde estaba Dios en los bombardeos y masacres de niños y niñas de Yemen por los saudíes? ¿Dónde estaba Dios en los pueblos palestinos masacrados por el ejército israelí? ¿Dónde estaba Dios en las masacres de las dictaduras de Pinochet, Videla, Banzer, Stroessner o Ríos Montt?, ¿dónde estaba Dios en la invasión de Afganistán, de Irak y de Siria?
Y así podíamos seguir preguntándonos ¿dónde estaba Dios en las guerras de la República de El Congo, Somalia, Etiopía o Mali…? ¿Dónde estaba Dios cuando la OTAN invadió Libia, dejando un país en el caos y sembrado de muertos? ¿Dónde estaba Dios durante la masacre de 5.000 yazidíes, hombres, mujeres y niños o en los masacrados en Sinyar (Irak) por el llamado estado islámico? ¿Dónde estaba Dios en los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia? ¿Dónde estaba Dios en los crímenes de guerra perpetrados por el ejército ruso en Ucrania y por el ejército ucraniano en el Dombás? ¿Dónde estaba Dios en todas las guerras e invasiones de la historia, tan cargadas de odio, destrucción y muerte?
Las guerras son la estrategia de los poderosos, de las grandes potencias que siempre van a justificar, desde arriba, desde sus despachos y con mentiras, sus acciones bélicas, para acrecentar su dominio, su poder y riquezas. ¿¿Qué razón de ser tiene la OTAN, la maquinaria de guerra más potente hoy en el planeta?
Esta realidad nos hace sentirnos impotentes. Multitud de seres humanos abatidos por el dolor al ver a sus seres queridos muertos, sus casas destruidas y obligados a salir de su país como refugiados. El llanto y la muerte de millones de niños y niñas nos golpean el alma y destrozan la esperanza. ¿Dónde estaba Dios? ¿Dónde? Es el interrogante que arranca desde lo profundo del sufrimiento injusto provocado por los opresores.
Aún más, ¿dónde estaba Dios en aquel niño africano totalmente desnutrido, en brazos de su madre famélica, que aparecía como un pequeño cuerpo de huesos recubierto de piel, ojos hundidos y con la mirada perdida, imagen de millares de niños y niñas de este continente? ¿Qué han hecho estas criaturas para sufrir, esperando tan solo la muerte? ¿Por qué el sufrimiento de tanta gente inocente a causa de la codicia de los grandes de este mundo?
¿Dónde está Dios?, ¿por qué no actúa? Es una pregunta que se ha hecho a lo largo de la historia. Un amigo, el sacerdote Joaquín Sánchez, contesta: “No tengo una respuesta clara y contundente, solo pensamientos aproximativos y sentimientos que fluctúan, reconociendo que, cuando era joven, tenía más respuestas que preguntas y ahora tengo más preguntas que respuestas”.
Si Dios es amor y quiere evitar el sufrimiento humano y no lo hace, ¿por qué permite que sus hijos e hijas mueran de hambre o ametrallados o bajo bombardeos? ¿Es que no es omnipotente? Y si es todopoderoso y no evita el sufrimiento, ¿dónde está el Dios bueno, compasivo y misericordioso? “Si Dios existe el mal no tiene explicación, pero si Dios no existe el mal no tiene solución”, señala González-Faus.
15 . El silencio de Dios
Hace muchos años escuché la canción de Atahualpa Yupanqui, que comienza preguntando ¿dónde está Dios?
Un día, yo pregunté:
"Agüelo”, ¿dónde está Dios?
Me miró con ojos tristes
y nada me respondió
Mi “agüelo” murió en los montes
sin rezos, ni confesión
y lo enterraron los indios
flauta de caña y tambor
Otro día, yo pregunté
"Padre, ¿qué sabe de Dios?"
Me miró con ojos tristes
y nada me respondió.
Mi padre murió en las minas
Sin rezos, ni confesión
¡color de sangre minera
tiene el oro del patrón!
Mi hermano vive en los montes
Y no conoce la flor,
sudor, serpiente y malaria
es vida del leñador
y que “nadie” le pregunte
si sabe dónde está Dios
¡por su casa no ha pasado
tan distinguido señor!
Yo canto por los caminos
y cuando estoy en prisión,
oigo la voz del pueblo
que canta mejor que yo.
Hay una cosa en la vida
más importante que Dios
y es que nadie escupa sangre
para que otro viva mejor.
Qué Dios ayuda a los pobres
tal vez sí, o tal vez no,
¡pero es seguro que almuerza
en la mesa del patrón!
¿Por qué los tiranos lo pasan tan bien y tanta gente buena lo pasa tan mal?, se preguntaba el sacerdote misionero José Luis Caravias. ¿Por qué Dios se queda con los brazos cruzados viendo cómo el malvado se traga al inocente? Es insoportable el silencio de Dios ante tanto sufrimiento absurdo y cruel.
¿Por qué Dios no liberó a su enviado Jesús de aquella muerte en la cruz, tan ignominiosa? ¿O es que es cruel? ¿O es impotente? ¿Por qué Dios guarda silencio ante los que mueren masacrados o bajo los escombros en las guerras o ante los migrantes que mueren ahogados en el Mediterráneo o en la travesía hacia Canarias huyendo del hambre y la violencia?
Estos interrogantes superan nuestra capacidad de respuesta. El horroroso sufrimiento de las matanzas y las guerras nos deja abatidos y sin respuesta. Desde el día en que escuché entre los refugiados guatemaltecos en Chiapas los testimonios de las masacres solo encontré una respuesta: el silencio. Y en el silencio descubrí la presencia de Jesús de Nazaret, torturado, crucificado, humillado, muerto y destazado en la cruz. El hombre que pasó por el mundo amando y haciendo el bien, fue aniquilado por los poderes del mal. Él refleja a todos los inocentes y masacrados de la historia. El Verbo de Dios se hizo muerte, decía el obispo misionero Pedro Casaldáliga.
Si yo le preguntara al sobreviviente de la masacre de San Francisco ¿dónde estaba Dios? Solo me diría: No lo sé. No entiendo por qué Dios lo permite. No entiendo por qué Dios no hizo nada a pesar de nuestras oraciones. Solo sé que “mi corazón estará llorando toda mi vida”. Tal vez solo en el silencio encontraría una respuesta.
Yo tampoco la encuentro. Solo barrunto una luz en el silencio y en la contemplación profunda del Crucificado del Gólgota, quien en su angustia clamaba: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado!”, “Eloí, Eloí, lammá sabactaní-, en su lengua aramea (Mt 27,46). Jesús expresa un sentimiento profundo de abandono, de rebeldía y casi de desesperación. Da la impresión de que Dios está ausente. Jesús, impotente y moribundo, pregunta ¿por qué? ¿Dónde está Dios? La confianza en un Dios Padre justo y misericordioso se convierte en sentimiento de fracaso (Lc 22,42-44). La resistencia humana ante el sufrimiento llega a su límite y estalla en un grito que suena a rebeldía y desconsuelo. Le grita a Dios. Y en su angustiosa desesperación le interroga ¿por qué?, ¿por qué este sufrimiento injusto? Es una pregunta profundamente desgarradora. Jesús muere sin respuesta. Es la expresión más trágica de la humanidad sufriente. Su grito es el grito de todos los oprimidos, perseguidos y masacrados a lo largo de los tiempos, ¿por qué? ¿Dónde está Dios?
Parece que Dios calla ante el que murió injusta y cruelmente en la cruz. Lo mataron porque amaba a los pobres, porque proclamaba la justicia y la fraternidad universal, porque quería otro estilo de vida que sea signo del reinado de Dios.
En este grito, “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, que expresa un sentimiento de abandono, de soledad, de desesperación y de tristeza de muerte, Jesús carga con el sufrimiento de todos los seres humanos. Se hace solidario con ellos.
Es un grito que expresa una duda existencial. Es la palabra más universal frente al sufrimiento y muestra la más radical incomprensión de la muerte y especialmente de la muerte injusta, como la de tantos hombres y mujeres que son asesinados, masacrados, bombardeados.
Jesús Crucificado estaba en aquel niño de tres años que fue agarrado por un soldado guatemalteco y estrellado contra el tronco de un árbol. Jesús Crucificado estaba en aquel niño iraquí, sirio, yemení o ucraniano que murió aplastado por una bomba. Jesús estaba en el anciano degollado. Estaba en aquellas mujeres violadas y asesinadas. Estaba en los palestinos que defendían su territorio frente a la ocupación israelí. Estaba en los miles de migrantes que murieron, y siguen muriendo al cruzar las fronteras del sur de Europa. Jesús estaba en los campesinos de Panzós que reclamaban sus tierras y en las mujeres y niños que murieron ametrallados y ahogados en el río Sumpul, en el Mozote, en la selva de Ixcán, en Sacuchúm...
Jesús estaba en aquellos hombres y mujeres que fueron asesinados por defender la vida de su pueblo, defensores de los derechos humanos, líderes sociales, políticos y religiosos, como Mahatma Gandhi, Luther King, Óscar Romero, Enrique Angelelli, Salvador Allende, Robert Kennedy, Víctor Jara, Colón Argueta, Hermógenes López, Marianela García Villa, mártires del Quiché, Juan Gerardi, Rutilio Grande, Dorothy Stang, Arlen Sin Bermúdez, Policarpo Chem, Víctor Gálvez, Berta Cáceres, Luis Espinal, Marielle Franco, Ignacio Ellacuría y compañeros y compañeras…
Entre los perseguidores y asesinos había quienes justificaban sus crímenes por defender la civilización cristiano-occidental frente a la amenaza del comunismo. Veían comunismo en la defensa y promoción de los derechos humanos, en la exigencia de justicia, en los retos de la doctrina social de la Iglesia… Por eso mataron obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas y ministros de la Palabra.
Cuando en 1982 el vicepresidente del gobierno de Guatemala, Mario Sandoval Alarcón, afirmó que “la Iglesia propaga el comunismo”, el arzobispo de Guatemala, entonces obispo de San Marcos, monseñor Próspero Penados del Barrio, contestó: “…¿es comunismo preocuparse por la educación de un pueblo donde más de la mitad de sus habitantes son analfabetos, o por la salud de un pueblo que tiene elevadas tasas de enfermedades endémicas y de mortalidad infantil, o el esfuerzo de la Iglesia por desarrollar programas encaminados a aliviar el hambre y miseria del pueblo. O denunciar el desempleo, bajos e injustos salarios, las condiciones de trabajo inhumano y discriminación racial? ¿Denunciar la tortura, desaparición y muerte de tantos inocentes…, o que la Iglesia dé su apoyo moral a organizaciones y movimientos que persiguen una vida más digna y humana? Si eso es comunismo, señor vicepresidente, sí somos comunistas, desde el papa Pablo VI hasta los obispos de Guatemala y, sobre todo, el mismo Jesucristo” (Diario La Hora,1982).
El Dios de los poderosos, de los opresores, no es el Dios de Jesús. Es otro dios. Es el dios de la Seguridad Nacional, el dios dinero, el dios de los imperios. Es el dios del nacional-catolicismo en cuyo nombre se masacró a miles de seres humanos. “Su Dios no es mi Dios”, dijo el santo arzobispo Óscar Romero al presidente de El Salvador. Un Dios sin justicia, sin respeto a la dignidad de todo ser humano es un fetiche. Muchos poderosos toman el nombre de Dios en vano, convirtiéndolo en un monstruo. Una cosa es clara, que Dios no está con los verdugos, ni con los señores de la guerra, ni con los poderosos que han hecho del dinero su dios. Dios está con y en la gente que sufre y en aquellos que alivian el sufrimiento de los demás.
Todos los hombres, mujeres, niños y niñas que han muerto masacrados a lo largo de los tiempos estaban clavados con Jesús en la cruz y su grito es el grito de Jesús: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
16. Sentido de la enfermedad, el abandono y el sufrimiento
No solo hacemos memoria de las víctimas de masacres y de aquellas personas y pueblos que sufrieron despojos, esclavitud y murieron bajo el yugo de la opresión, del hambre y del olvido. En todo el mundo hay hombres y mujeres que sufren dolorosas enfermedades físicas y emocionales, unos abandonados sin asistencia alguna y otros en hospitales. Enfermos y ancianos que se sienten solos, convertidos en un estorbo para sus familias. Más que el dolor físico, lo que les hace sufrir es la experiencia de sentirse inútiles y totalmente dependientes y, más todavía si no encuentran apoyo, comprensión y cariño en quienes les rodean. Otros, durante la pandemia del Covid19 murieron en el más completo abandono y soledad, sin despedirse de sus familiares, en medio de un profundo dolor del alma.
La esencia del sufrimiento radica en un vacío interior y en la ausencia de amor. Muchos anhelan liberarse de esa angustia existencial, pero al mismo tiempo temen morir. No pueden hacer otra cosa que esperar la muerte no deseada. Están tristes y hundidos emocionalmente. Y gritan: Señor, ¿qué he hecho para sufrir estos tormentos y acabar mi vida en esta soledad existencial?, ¿dónde estás, oh Dios?, ¿por qué me has abandonado?
El dolor los hunde física y psicológicamente, los desgarra, amarga su existencia y aumenta aún más el sufrimiento porque no le encuentran sentido. Se sienten abandonados hasta de Dios.
Es la experiencia de Job, un hombre inocente sobre quien se desencadenan las fuerzas del mal. Lo perdió todo: salud, familia, bienes materiales, reputación… Solo deseaba que lo tragase la noche. Desde su angustia grita: “¡Perezca el día en que nací y la noche que dijo: un varón ha sido concebido! Conviértase el día en tinieblas, ni brille sobre él la luz!” (Job 3,3-4). Su sufrimiento le hace concebir el universo como un caos, como un sinsentido, como una ausencia de Dios. Lo que más hace sufrir a Job no son sus dolores físicos o la muerte de sus hijos o la pérdida de sus posesiones y amistades, sino el silencio de Dios. Y grita casi desesperado, buscando una respuesta. Después de atravesar la noche oscura de la ausencia y el silencio de Dios, Job en su paciencia descubrió que el sufrimiento es un misterio. Sintió que Dios lo acompaña y consuela en su tribulación, que está con él a su lado, que lo ama, que lo acepta como es, sin echarle en cara sus debilidades. Es ahí donde recupera fuerza para asumir el sufrimiento con la esperanza en una nueva vida.
De igual modo, Jesús pasó por la trágica experiencia del sufrimiento, del fracaso, la soledad, la angustia y la desolación. De tal manera fue el sufrimiento que padeció la noche antes de su muerte que sostuvo una dramática lucha contra el miedo a morir y el sinsentido del trágico desenlace que se le venía encima. Era joven, con un maravilloso proyecto de vida por delante. Pero todo eso se le vino abajo. Esa noche se sintió solo, horriblemente solo, fracasado y abandonado de Dios y de sus discípulos. ¿Dónde habían quedado sus sueños de formar una comunidad que fuera signo de la presencia del reino de Dios en la historia? Había puesto la confianza en un grupo de discípulos y discípulas, pero uno del grupo le traicionó, otro le negó y los demás huyeron dejándolo solo frente a la muerte. Solo las mujeres permanecieron con él hasta el patíbulo. Jesús se siente solo y abandonado hasta de Dios (Mc 15,34). Este grito lo lanzó desde lo alto de la cruz.
Jesús nunca quiso el sufrimiento ni para sí ni para los demás. El sufrimiento es malo. Jesús dedicó su vida a aliviar la enfermedad, a combatir el sufrimiento y sus causas, la injusticia, la marginación y el pecado de la codicia y del egoísmo. Si acepta la persecución y el martirio es por fidelidad al proyecto del reino de Dios. No quiere que los hombres y mujeres sufran sino que san felices. Jesús no busca la muerte, pero tampoco se echa atrás. No huye ante las amenazas. Solo busca la fidelidad a la misión que su Padre Dios le ha confiado.
Existen muchas maneras de reaccionar frente al sufrimiento. Unos se desesperan y se hunden. Sufren porque sufren. “Mi corazón estará llorando toda mi vida”, confesaba aquel sobreviviente de la masacre de San Francisco. Es comprensible. Otros, en cambio, aceptan esa realidad, asumiéndola con sentido positivo. Jesús es un ejemplo vivo. En su cuerpo sufría el dolor de los clavos en pies y manos, el dolor de la flagelación y la corona de espinas. Pero en su alma sufría el aparente fracaso de su proyecto, el abandono de sus discípulos y la humillación de verse en esas condiciones de maldición ante el pueblo, burlado por las autoridades de Israel. Es por eso que después de su grito desgarrador ¿Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, depositó plenamente su confianza en Dios. Y desde lo alto de la cruz exclamó: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc 23,46). Jesús deja a Dios ser Dios a través de su propio abandono confiado en las manos del Padre y en este abandono total encontró sentido a su vida y a su muerte, hasta suplicarle el perdón para los victimarios. “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Jesús pasó por el mundo haciendo el bien (Hch 10,38), sanando a los enfermos, aliviando el sufrimiento humano, irradiando la misericordia de Dios, luchando contra el pecado y cumpliendo la voluntad de su Padre y, por ser fiel a su misión hasta el final acabó clavado en la cruz. Murió por luchar contra la muerte.
La vida de todos aquellos hombres y mujeres que pasan por la historia, al igual que Jesús, haciendo el bien, llega a su final como un cántico de alabanza y de acción de gracias.
Conocí a una persona que después de una intervención quirúrgica sufrió una complicación con un cuadro de dolor agudo, noches sin dormir, retorciéndose en la cama. Fueron días y noches de desesperación, angustia y desolación. Trató de abandonar su cuerpo dolorido para salir espiritualmente de él, hasta encontrarse y unirse a Jesús crucificado y a los crucificados de la historia, a los hambrientos de la tierra, las víctimas de la represión y de la guerras, los perseguidos, torturados y masacrados, los migrantes ahogados en el Mediterráneo o muertos en la travesía del desierto, los enfermos abandonados…Y desde la cruz de Cristo Jesús trató de penetrar en el misterio de Dios, incomprensible para el ser humano, abandonándose confiadamente en su misericordia. Mientras el cuerpo se retorcía de dolor, su mente y su espíritu buscaban sentido a este dolor que le atormentaba.
17. Jesús crucificado y resucitado, respuesta de Dios
¿Cómo hablar de resurrección en medio de las masacres y la muerte de tantos seres inocentes e indefensos a lo largo de la historia? ¿Cómo hablar de resurrección a las víctimas de las guerras y refugiados a los que se les rechaza como extraños? ¿Cómo hablar de resurrección a aquellas personas que sufren enfermedades crónicas y ancianos abandonados? Job en su dolor y abandono descubrió que Dios lo acompaña y consuela. En esa experiencia interior encontró fuerza para asumir con entereza y madurez el sufrimiento.
Dios es amor. Dios nos ama. Está presente en los pobres y en la humanidad sufriente (Mt 25,31-40). Dios no puede ser vencido por el odio, el mal, el abandono y la muerte ni puede contemplar impasible el sufrimiento de las víctimas. Nos presenta como respuesta al sin sentido de tanto horror y sufrimiento a Jesús muerto en la cruz, quien fue resucitado.
“Sobre el leño de la cruz Jesús ha tomado sobre sí el sufrimiento de todos los seres humanos y ha vencido el pecado y la muerte con su amor.,, Los brazos extendidos de Jesús son el tierno abrazo con el que Dios nos acoge” (Papa Francisco).
Jesús luchó hasta la muerte por llevar a cabo el plan de vida de su Padre. Él es nuestro hermano mayor, que venció la muerte y está vivo. En él se cumple la promesa que Dios hizo para toda la humanidad (Ap 1,8).
Santiago Agrelo, arzobispo emérito de Tánger, identificándose con las víctimas, expresa con un profundo sentimiento: “Éramos la humanidad pobre, el Cuerpo del Hijo, el Cuerpo herido de Cristo Jesús. Éramos muchos. Éramos uno. Éramos él. Y con él nos han crucificado…Con Cristo Jesús somos los crucificados a quienes el amor empuja a reclamar al Padre el perdón para quienes nos crucifican. Pero no pueden quitarnos la certeza de que somos también uno con el que vive, Cristo”.
Verbum caro factum est et habitavit in nobis (Jn 1,14). Dios se encarnó en Jesús y en él se hallan todas las víctimas de la historia. Jesús habita entre nosotros, presente en la humanidad sufriente. El Cuerpo de Cristo es el cuerpo de toda la humanidad, particularmente de esa humanidad sufrida, perseguida, masacrada, esclavizada, oprimida, marginada y abandonada. Él cargó en la cruz con todo el sufrimiento humano vivido a lo largo de la historia, e incluso con el sufrimiento de todos los seres vivos de la creación. Dios está en Cristo Jesús. Él es la respuesta que anhelábamos (Ap 14,13). La persona de Cristo es el foco de convergencia de toda evolución, como señalaba Teilhard de Chardin. El Cristo universal, el Cristo Cósmico, sentido de la vida y de la historia.
La muerte del Crucificado, su resurrección, ascensión y la presencia dinamizadora de su Espíritu es la luz pascual que ilumina y da sentido a la muerte de los innumerables hombres, mujeres, niñas y niños muertos injustamente, sean creyentes o no creyentes, porque la Pascua de Jesús es universal. Él es la luz que resplandece en las tinieblas de la humanidad y que las tinieblas no han podido sofocar (Jn 1,5). En él y por él se realiza el proyecto de Dios, el Reino, cuyo eje transversal es el amor, la paz y la vida plena en la historia y más allá de la muerte (Jn 3,16).
El sufrimiento provocado por la persecución como consecuencia de la opción por los valores del reino de Dios, encuentra su respuesta en la resurrección de Cristo Jesús. De aquellos hombres y mujeres que dieron la vida por esta causa, dice el Apocalipsis: “Ellos son los que vienen de la gran persecución. Lavaron y blanquearon sus vestiduras con la sangre del Cordero… Ya nunca más sufrirán hambre ni sed, ni se verán agobiados por el sol ni por ningún viento abrasador. Jesús resucitado los llevará a las aguas de la vida (Ap 7,14-17).
“No es el sufrimiento, sino la causa, lo que hace auténtico el martirio”, decía san Agustín. El mártir no defiende su vida sino su causa, que es su fidelidad a Dios y a la comunidad. Y esta causa se defiende muriendo. Y muriendo resucita a la plenitud de la vida.
Solamente se puede asumir el sufrimiento y la muerte de tantos hermanos y hermanas oprimidos y masacrados, desde una actitud contemplativa del misterio de Dios manifestado en Cristo Jesús. La última palabra no la tienen los poderes de este mundo ni el sistema capitalista neoliberal ni las potencias político-militares, ni las multinacionales económico-financieras que hoy se consideran dueñas y señoras de la humanidad. La última palabra la tiene el Dios de la vida que resucitó al Crucificado y en él hizo justicia a los crucificados de la historia (Heb 5,7).
La resurrección de Jesús, el Cristo de Dios, abre la puerta a la esperanza. Dilata el corazón, resucita lo que estaba muerto en nosotros y pone en movimiento lo que había quedado bloqueado. Nos llena de energía y de fortaleza para afrontar con entereza los sufrimientos que se nos presentan (2 Co 4,7-9). La muerte deja de ser el final de la existencia. Es el triunfo de la justicia sobre la injusticia, de la libertad sobre la opresión, de la verdad sobre la mentira y la falsedad, del pecado sobre la santidad, de la vida sobre la muerte. Todos los que a lo largo de la historia cayeron aplastados por el pecado de la injusticia y la tiranía, mártires y hombres y mujeres masacrados, viven en el corazón de Dios y en la memoria de las personas y pueblos que aman y trabajan por la vida y la paz que nace de la justicia. Son como el grano de trigo que cae en el surco de la tierra y se descompone para brotar en una nueva vida. La multitud de hombres y mujeres que han sido azotados por la represión, el sufrimiento y la muerte, en medio del dolor respiran esperanza.
Con la resurrección de Jesús todo sacrificio, todo sufrimiento y toda esperanza humana alcanza su sentido y plenitud, apunta al futuro absoluto, al misterio divino, a la plenitud de la vida. Su resurrección es precursora, anticipadora de todas las resurrecciones. En ella el fin de la historia ya aconteció. El amor de Dios que resucitó a Jesús resucitará a toda la humanidad, privilegiando a los crucificados de la historia y a los que dieron la vida por amor a sus hermanos.
Un buen amigo y teólogo, Julio Lois, decía que hay que vivir la fe en el Resucitado siguiendo las huellas del Crucificado. “La resurrección supera la cruz, pero no la anula. La memoria resurrectionis no anula la memoria crucis”. Esto significa que hay que vivir como resucitados, hombres y mujeres nuevos, renacidos en el Espíritu, sin evadirse del clamor de las víctimas que reclaman solidaridad con sus justas causas.
Es por eso que, a la pregunta ¿dónde estaba Dios en estas tragedias de dolor y de muerte?, descubrimos que Dios estaba también en todas las personas que desnudaron su corazón para aliviar el sufrimiento humano. Estaba en aquellos campesinos mexicanos de Chiapas que abrieron sus humildes casas para acoger a los refugiados guatemaltecos y sobrevivientes de las masacres y con ellos compartieron techo, vestido, pan, compasión y amor. Ahí estaba Dios.
Y hoy, Dios está en tantos hombres y mujeres de todo el mundo, creyentes y no creyentes, de corazón solidario y generoso que acogen a las víctimas de las tragedias, sin importar el color de la piel, nacionalidad, ideología política o religión. Dios está en las organizaciones, iglesias y demás religiones que salen al encuentro de la humanidad sufriente, de los refugiados sirios, afganos, africanos, ucranianos…, aportando su dinero y su tiempo y acogiéndolos como hermanos. “Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”, dijo Jesús (Mt 25, 31 ss). La solidaridad es ante todo compasión, sufrir con el que padece, pero también es transformadora. No se trata solo de curar las heridas sino evitar que hayan heridos. No se trata solo de dar de comer al hambriento sino evitar que hayan hambrientos. Y esto exige una transformación de las estructuras mentales y sociales.
La presencia de Dios se da allí donde comienza a establecerse su Reino. Está en las personas que sueñan y luchan por una nueva humanidad de justicia y fraternidad, como señala el papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti. Ubi caritas et amor Deus ibi est. Donde hay solidaridad y amor allí está Dios, allí está su Reino de Vida plena.
Sólo guardando silencio y siendo solidarios con el sufrimiento de los pobres, decía Gustavo Gutiérrez, se podrá hablar de su esperanza sobre el Dios que libera. Esperanza que anima creativa y tenazmente la construcción de un mundo distinto, un mundo nuevo. Los esfuerzos sociales y políticos, así como las vivencias religiosas de los empobrecidos y de las víctimas de este sistema cruel e inhumano que nos domina, constituyen las reservas más genuinas de un mundo nuevo.
18. Retos hoy
La realidad de violencia, guerras, masacres y sufrimiento humano no nos puede dejar indiferentes con lamentos, ni dormidos en la desesperanza. Nos reta a:
*Levantarnos, ponernos de pie y salir al encuentro de las víctimas con un corazón compasivo, para acogerlas, abrazarlas, consolarlas y aliviar sus sufrimientos. Reivindicar su grito, porque tienen voz y gritan. Es el grito de Cristo en la cruz.
*Reconocer que las víctimas tienen derecho al esclarecimiento de la verdad, a la justicia y a la reparación. La justicia no está reñida con el perdón.
*No permitir que quede en el olvido su memoria. Los que murieron injustamente claman desde la tierra exigiendo justicia, para que de esta manera nunca más se repitan estas atrocidades y su sangre sea fuente de reconciliación.
*Transmitir a las nuevas generaciones lo que sucedió en el pasado. “Jamás se debe proponer el olvido. No podemos permitir que las actuales generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno. Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de esclavos y las matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en diversos países, y tantos hechos históricos que nos avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados siempre, una y otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos” (Papa Francisco, Fratelli Tutti, 248).
*Exigir a las autoridades que acojan a las personas migrantes y refugiadas que huyen de la violencia y del hambre, estableciendo cauces legales y humanitarios para su acogida, protección, promoción e integración, como señala el papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti: “Frente a las diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a los que huyen del hambre o la guerra, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en palabras”.
*No dejarnos llevar nunca por la desesperanza. La fe en el Crucificado Resucitado es una fuerza espiritual para confiar en que la última palabra sobre la historia no la tienen los monstruos de este mundo sino el Dios de la Vida.
*Promover el camino del diálogo como forma de resolución de conflictos personales, sociales, políticos, a nivel nacional e internacional. Nunca la fuerza de las armas.
*Luchar por otro modelo de sociedad justo y fraterno, alternativo al de la globalización capitalista neoliberal que es la principal causante de la injusticia, la desigualdad, la pobreza y las guerras que campean por el mundo. Este sistema ha quitado del centro a la persona y en su lugar ha colocado al dios dinero, con su sumo sacerdote, el mercado, que exige sacrificios humanos.
*Crear conciencia de que es urgente el desarme de las naciones y que el dinero que se destina a la carrera armamentista se destine al desarrollo de los pueblos, para promocionar la educación, la sanidad y demás servicios sociales. No son las bocas de los cañones las que hay que alimentar, sino las de los hambrientos.
*Apoyar la propuesta de reinvención de Naciones Unidas, para que esta organización garantice una justa y universal convivencia, vele para que nunca más haya guerras y reine la equidad y la paz internacional.
*Superar los nacionalismos fanáticos. Las fronteras dividen, discriminan, excluyen y hacen que la vida de las personas valgan según el lugar donde han nacido. Las fronteras deben ser lugar de encuentro y de acogida. Antes de ser ciudadanos de este o aquel país somos ciudadanos del mundo.
*Priorizar la formación en valores éticos, morales, sociales y ecológicos, frente al individualismo y el egoísmo colectivo del sistema dominante. Implementar los valores del respeto a la vida humana y a la naturaleza, el reconocimiento de la dignidad de toda persona, la acogida, la fraternidad, la solidaridad, el perdón y la reconciliación.
*Fomentar el diálogo interreligioso, centrándonos en la misión que las religiones tienen de contribuir a la paz y la humanización de este mundo.
*Promover la solidaridad con las organizaciones de derechos humanos y organizaciones campesinas y de pueblos originarios del Sur global, particularmente de América Latina.
*Tomar conciencia de que el clamor de los pobres es también el clamor de la Tierra, como señala el papa Francisco en la encíclica Laudato Si. De ahí surge el compromiso con la justicia climática y el cuidado de la Naturaleza.
*Despertar sueños y esperanzas de una tierra limpia y de un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres, de manera que a nadie le sobre para que a nadie le falte y todos y todas puedan vivir dignamente. Es una utopía que está lejos, pero a la que hay que aspirar.
Estos retos tienen riesgos, “pero la construcción del Reino de Dios tiene riesgos y solo son sus constructores aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos” (Obispo Juan Gerardi). “Por utópico que sea soñar, hay situaciones en la vida en que solo soñando se consigue lo que se desea” (Jurgen Moltmann).
Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt, 5,9-10).