Seguir a Jesús para vivir como él

Al inicio de la cuaresma me proponía vivirla como una oportunidad para seguir a Jesús. Quería poner el acento en el “Quién”, puesto con anterioridad lo ponía en el “qué”, es decir, en las cosas que iba a hacer, en las celebraciones… que por supuesto –nunca mejor dicho- para vivirlas en el Espíritu de Jesús.

En este momento, el camino de la cuaresma va llegando a su fin, en unos días será la Semana Santa, tiempo para acompañar a Jesús en su Pascua, en la donación de su vida, es por ello que quiero hacerme consciente que el seguimiento de Jesús es para vivir como él, lo que significa para mí dos cosas, por una parte que Dios es alguien que actúa dentro de mí y, por otra, algo tiene suceder en mi vida, de lo contrario las celebraciones serán un mero rito que satisface mi conciencia con el deber cumplido.



Reconozco que aún perdura en mí cierta imagen de Dios como alguien fuera de mí, siento como si estuviera lejos, distante y externo a mi vida, lo que tiene sin duda consecuencias en mi relación con Dios. Pues si Dios es alguien alejado y fuera de mi vida, entonces entro en contacto con él solo de vez en cuando, por medio de personas, lugares, imágenes, ritos que tienen carácter sagrado. Consecuentemente, la relación con Dios será la de quien voy a hacer una visita importante; voy a celebrar algo que ocurrió hace mucho tiempo. En ese momento recordaré a Jesús, su pasión, su resurrección y trataré de hacerlo lo mejor posible. Pero será como un paréntesis en mi vida. En el resto de momentos de mi existencia, Dios corre el peligro de permanecer fuera, exterior a mi vida.

Pero, por la experiencia que estoy viviendo, he llegado a redescubrir como buena nueva, que el rasgo más peculiar del ser humano es el hecho de vivir desde dentro, nadie puede vivir por mí. Soy lo que pienso, siento, sufro, me alegro en mi vida personal y en mis relaciones. Sí, también en mis relaciones, pues soy yo quien se abre, acoge, acepta y para que se dé el encuentro profundamente humano tiene que darse la “con-fianza”. De ahí, ¡qué descubrimiento! he comprendido que el centro divino está en mí mismo, no en nociones o teorías, sino vitalmente, en el centro vivo del propio ser, que configura lo que realmente soy, de verdad, ahí vivo yo a Dios. Soy yo el que tengo que abrirme, acoger, aceptar y habrá encuentro profundo con Dios en la medida en que “con-fío” en Dios que tiene la iniciativa.

De esta forma, el Dios que está dentro y no fuera, que recorre toda la realidad y todo ser, que me abraza por dentro y por fuera, me ayudará a vivir y celebrar de otra manera la vida, pasión y muerte de Jesús, como la del Viviente que ya habita en mi por su Espíritu en el día a día.
De todos modos, tengo que reconocer que todo lenguaje sobre Dios es siempre insuficiente, por eso mismo uso metáforas. Cuando digo que Dios está dentro y no fuera, quiero evitar que se perciba a Dios como lejano, pero no quiero, en modo alguno, encerrarlo en la subjetividad o interioridad. San Agustín decía que la presencia de Dios es más íntima que nuestra propia intimidad. Pero al mismo tiempo subrayaba que de ninguna manera podemos poseer o apresar a Dios en mí y por eso añadía que Dios era superior o más trascendente que todo lo que poseo.

Termino con un deseo y una plegaria: “Que sean mis obras, Señor mío, las que hablen de Ti”.

Nacho
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