Nadie pertenece a otro
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne” (Jn 6, 51-58)
¿Cómo eran mis padres antes de ser mis padres? ¿Cuáles eran sus alegrías y sus penas antes de conocerse y concebirme? ¿Qué les preocupaba antes de ser yo la primera de sus preocupaciones? Hubo un tiempo en que todavía no eran mis padres sino un hombre y una mujer entre la multitud: dos tan solo, acercándose de lejos el uno al otro sin advertir que se estaban acercando hasta que acabaron encontrándose.
Yo no recuerdo a mis padres más que siendo mis padres, viviendo por entero para mí. No sé nada de cuando vivían aun para sí mismos, para el porvenir que se abre a los que tienen una vida por delante y viajan hacia ella ligeros de equipaje. Y, ahora que ya no están a mi lado, en voz baja me hago esta pregunta: ¿qué fueron ellos, qué somos todos, antes de ser parte de otras vidas, pensamiento concebido en la cabeza de quien necesita conocer para querer y hacer suyo, de algún modo, lo que nunca podrá pertenecerle?
Mi respuesta la resume una palabra: “carne”. Su propia carne es lo que el Hijo de Dios da en comida a los suyos: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Y el estupor de sus oyentes es mayúsculo: “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” Ellos, como nosotros, piensan que su carne es su cuerpo. Y nosotros, como ellos, tenemos una idea muy clara de lo que es un cuerpo humano. Acostumbrados a ver y tocar el propio y el de otros, nos sucede lo mismo que cuando pensamos en nuestros padres o en todos aquellos que nos pertenecen o a los que pertenecemos: ni nos preguntamos cómo eran nuestros padres antes de ser nuestros padres.
La idea que nos hemos hecho de ellos nos impide verlos tal como son en realidad: hombre y mujer, seres de carne que sufre por unas cosas y goza por otras. No hay dos personas iguales porque nadie sufre ni goza de la misma manera o por las mismas razones. No hay enfermedades sino enfermos. No hay placeres sino seres que disfrutan, a veces, con muy poco. Por eso, mis padres no son parte de mí sino de sí mismos, seres que han puesto de su parte lo que han podido para salir adelante en la vida.
Nadie, en realidad, pertenece a otro. Nadie hay que no necesite aprender lo que les gusta a los suyos y lo que puede llegar a disgustarles. Nadie sufre sino su propio dolor ni goza sino de su propia plenitud. Ni siquiera los amantes, que se unen con ansia de pertenecerse y llegar a sentir lo que siente el otro, consiguen olvidarse de sí mismos y ser, al menos un instante, otro. Cada uno pone de su parte lo que puede y eso es todo. De lo demás uno se hace su propia idea. Por eso el amor es indigente aunque dure. Es, tal vez, más indigente cuanto más dura y se enriquece. Necesitamos conocer siempre un poco mejor a los que amamos. Amamos la idea que nos vamos haciendo de ellos, más que su realidad. Pero queremos amar, a través de una idea y de unos sentimientos, su realidad íntima. La realidad de una carne sufriente y gozosa pertenece solo a cada uno.
En la carne de Cristo confesamos, sin embargo, que toda carne ha sido asumida. Todo dolor y todo gozo son, en efecto, plenamente suyos. El que la come, afirma el propio Jesús, “tiene vida eterna”.“Habita en mí y yo en él”, reitera. Comer su carne es despertenecerse. Ya nadie es parte de nadie porque, en Cristo, somos todos una carne. En Él cada uno es único. Yo soy yo y tú eres tú. Nada es mío fuera de mí, todo es enteramente tuyo. Los amantes se comen a besos y poseen sin haber empezado a conocerse. Los hijos se separan de sus padres y se preguntan, con el tiempo, quiénes eran. Media humanidad se hace una idea falaz de la otra media. Todos, en fin, creemos conocernos pero en vano.
“Este es el pan que ha bajado del cielo”. De la tierra suben al cielo nuestras ansias de unidad: nuestras religiones y banderas. Pero ni unas ni otras saben nada del dolor y de la soledad de un hombre. Por eso unen a los seres humanos dividiéndolos. No así, en cambio, no así el que nos ha dado a comer su propia carne.
Las religiones y las banderas, los ideales y las identidades, son como puentes de la tierra al cielo. Hay mucha distancia y mucho riesgo entre lo conocido y lo desconocido. Puentes y pontífices nos prestan a todos un servicio inapreciable: el de llevarnos por lo conocido hacia lo que creemos conocer. Pero el viaje tiene un precio acaso demasiado alto: el de la nostalgia. El que cruza alguno de estos puentes sabe que no puede volver por donde ha venido. Sería pecado o deslealtad hacerlo. Pero la nostalgia es tentación y la tentación acecha en cada vuelta del camino.
La tentación acecha en la carne, en su voz no escuchada. Volver a ella es como volver del cielo a la tierra, de lo que creemos a lo que podemos tocar, de lo que esperamos a lo que necesitamos, de lo que nos devora en su propio fuego a lo que comemos en la dulce calma de una mesa compartida. Comer es conocer sabores nuevos y reconocer, en ellos, los primeros, los que nos hicieron como somos: los sabores de la infancia.
Pero la nostalgia puede atraparnos. La tentación de volver es, en realidad, la tentación de quedarse, de perderse en el laberinto de nuestras emociones y recuerdos. No podemos quedarnos, como aquellos galileos, “mirando al cielo” apegados a la tierra, a lo que podemos ver y tocar o comer saboreando. No podemos vivir sin religiones ni banderas. Tampoco para ellas. Las necesitamos para cruzar el puente que nos lleva más allá de toda religión ya conocida: también de la que nos religa a la tierra y la nostalgia de un mundo atrapado en el presente y el instante, en el goce sin gozo o en la indolora indiferencia religiosa.
Del Dios vivo confesamos que “bajó del cielo” y se hizo carne. No que volvió sino que bajó. La nostalgia nos invita a volver y a quedarnos, no a bajar. Nos deja allí donde nuestros padres eran ya nuestros padres, parte de nuestra propia vida. Nos deja a medio camino: en el recuerdo, no en la realidad que recordamos. Solo Uno ha bajado a la realidad más pura: allí donde nuestros padres, donde nosotros mismos, somos únicos.