Ser persona
| Víctor Márquez
“Si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa se haría despreciable”, leo en el Cantar de los cantares. Lo leo y lo recuerdo mientras pienso en aquellos de quienes oigo decir, muy a menudo, cosas como: “vale mucho” o, tal vez, “es una persona de mucho peso”. Es obvio que, en expresiones como éstas u otras semejantes, el valor en el que se piensa cuando así se habla no es abstracto sino concreto y bien concreto. Es el precio que cuesta la alta estima de cuantos se la profesan a una persona en especial ¿Quién no apreciará a una persona de valía? Y, a la inversa, ¿quién no acabará menospreciando a quien tiene por “inútil” o mediocre?
En realidad, el lenguaje del desprecio es el que acaba poniendo precio a lo que uno valora. El que reduce el valor a precio y vuelve despreciable al que pretende “comprar el amor”, según la sentencia del Cantar de los cantares. Si el aprecio que merecen algunas personas implica inevitablemente el menosprecio de otras -como la luz deja inevitablemente en sombra lo que no alcanza a iluminar-, la sentencia se convierte en condena al recaer sobre quienes aprecian a unos y menosprecian a otros. Por eso, el amor no tiene precio. Quien ama de verdad a alguien no se limita a apreciar sus cualidades, en inevitable contraste con los defectos ajenos e incluso con sus propios defectos. En cierto modo, se las da al reconocérselas. Da valor a la persona amada. El aprecio es mucho menos que el amor porque el valor no tiene precio. No se puede comprar el amor.
El precio y el aprecio circulan sin pudor por los puentes de hormigón que tiende entre los individuos una cultura del mercado como la nuestra. El hormigón blinda los derechos adquiridos por los que valen y luchan por ellos. Pero, al blindar los derechos adquiridos y apreciar la valía de cuantos los defienden porque les pertenecen, nos aíslan como individuos en un búnker. Las personas no somos individuos con derechos adquiridos. Somos seres necesitados de reconocimiento. Por eso no debemos olvidar quiénes somos. No debemos olvidar que no tendríamos valor alguno -no seríamos nadie- si nadie nos lo hubiera dado.
Agradecer el don de la dignidad reconocida no es otra cosa que corresponder con un don de valor equivalente. Al recibir valor se lo devuelvo a quien me lo da. Reconozco como persona a quien me reconoce a mí como tal. Ser persona es el valor supremo, el valor sin precio que no se puede comprar. Ser persona es dar lo mismo que se recibe y recibir lo mismo que se da: respeto a manos llenas. El respeto es la obra maestra del amor. Nadie lo merece por sí mismo, esto es, por la posesión de ciertas cualidades dignas de aprecio. El respeto es como un frágil puente de cristal: yo puedo, como el leproso curado por Jesús, volver por este puente o no volver ya por él. Puedo dar o rehusar mi gratitud. La propia palabra es, toda ella, luminosa: “respectus”, del latín “respicere”, volver la mirada, volver atrás. Esto es respetar a alguien: volver la mirada hacia él, volver a su encuentro, como el leproso agradecido a los pies de su Salvador. El respeto se realiza propiamente en la gratitud.