El capitalismo mata
El católico no es un donatista. No puede evadirse del mundo. Un mundo que, hoy por hoy, es esencialmente capitalista.
Pero el católico sólo puede vivir el capitalismo como lo que es: una fatalidad, un cáncer, una enfermedad incurable que tenemos que sobrellevar. Esta actitud de resistencia y aceptación del mundo dominado por el capitalismo deriva de nuestra incapacidad para deshacerlo. Lo sorprendente es la cantidad de católicos alegres de hacer lo que hacen bajo los dictados de este modo de vida capitalista.
Sorprende el psitacismo de tantos católicos repitiendo como loros consignas de Milton Friedman, von Mises, Hayek y otras “robinsonadas” oídas en 13TV, ESRadio, Youtube o en su parroquia o donde sea.
Deja perplejo comprobar hasta qué punto ha calado incluso en universidades católicas el mito del “capitalismo con rostro humano”, la farsa de “La Escuela de Salamanca” (sic!), el timo del “teocapitalismo” y el “anarco-capitalismo” del que son voceros Huerta de Soto, Juan Ramón Rallo, Fernando Díaz Villanueva y demás caballos de Troya.
Reconozcámoslo abiertamente: nos han cambiado el agua. Si un cocinero toma un pollo y lo cuece en agua, ¿qué obtendrá? Caldo de pollo, sin duda. Si ese mismo cocinero coge un pescado y lo cuece en agua, ¿qué obtendrá? Caldo de pescado. Pero si toma el pollo y lo cuece en el caldo de pescado, ¿qué sabor tendrá el pollo? Evidentemente el pollo sabrá a pescado. Eso ha pasado: nos han cambiado el agua. La cristiandad tradicional ha desaparecido y el entorno que lo ha suplantado es un ambiente secularizado, descristianizado, anti-católico.
Los cristianos, en este contexto, ya no tienen sabor a cristiano. Adoptan muchos sabores. Pero ningún sabor cristiano. Entre otros sabores, saben también a neo-liberales, a capitalistas… Un profesor mío nos decía en la universidad: “Hay que influir o ser influido. No hay término medio. No influir supone dejar que te influyan”. Siempre me acordaré de aquella historia verídica que contaba de un muchacho cuya familia había tenido que emigrar desde La Coruña a Buenos Aires en la década de los 50. Le escolarizaron en un colegio de Río de la Plata. La inmersión lingüística era máxima, tanto más por lo pegadizo y sugerente que resulta el acento porteño. Pues bien: a aquel niño no sólo no se le pegó el acento argentino, sino que toda su clase acabó hablando español con acento gallego. Si non é vero, e ben trovato…
Lo que sin embargo resulta inverosímil es el alto grado de secularización avanzada que sufre la comunidad católica. Inverosímil, pero verdadero de toda verdad. La sociedad católica ha quedado permeada, empapada por esta mentalidad dominante como una esponja sumergida en un tonel de agua, si es que la situación no es aún más grave. Entonces la metáfora adecuada sería la de un terrón de azúcar que se disuelve lentamente en un vaso de agua tibia.
La mayoría de católicos están sumidos en la mentalidad capitalista como una esponja en el fondo de ese tonel rebosante de agua. Hasta los más devotos y creyentes. Si sacas la esponja del tonel y la aprietas chorreará agua por todas partes hasta quedar vacía. No hace falta estrujar al católico medio para que chorree tópicos capitalistas por todos lados. Rezuman afectividad y mentalidad capitalista empapando el ambiente a su paso sin necesidad de hacerlo. Estamos llenos de lo que nos rodea. Somos hijos de nuestro tiempo. Pero es una anti-catequesis que debería preocuparnos.
Repitámoslo: el capitalismo nos ha cambiado el agua. Los católicos tienen sabor a capitalistas.
No hay olvidar que el capitalismo es una utopía y, como tal, un mito. Como todo “mundo imposible” supone un engaño que oculta una realidad tras una mentira. El camelo del capitalismo consistió en el siglo XIX en afirmar que el crecimiento de la riqueza y la producción fue posible gracias al esfuerzo y la genialidad de los empresarios, esos héroes que con su iniciativa privada y sus sacrificios crearon el libre mercado hasta abarcar el mundo entero. Esta mentira daba una visión sublime y armonista del origen del mercado capitalista, donde los empresarios mercantiles quedaban también idealizados.
La libre competencia en el intercambio de mercancías era entonces la garantía de toda prosperidad, la mejora de las condiciones materiales de los hombres y la producción de mejores mercancías más baratas y en mayor cantidad posible, con el consiguiente ascenso en las condiciones de subsistencias de las clases sociales más desfavorecidas. La utopía capitalista se legitimaba a sí misma con los grandes logros de la sociedad industrial, su desarrollo científico-técnico y la prosperidad de las naciones modernas.
Contra esta utopía capitalista comenzaron a oponerse una serie de movimientos y doctrinas anti-utópicas, entre las que enseguida destacó el comunismo científico de Karl Marx. El marxismo fue en sus orígenes una anti-utopía, o contra-utopía, dedicada a combatir la mentira de la utopía capitalista.
Mediante el uso de las ciencias sociales recientemente acuñadas, tales como la economía política, la sociología, la estadística, la etnología o la historiografía, Karl Marx se dedicó a desenmascarar esta mentira sublime, la falsedad de sus discursos y los embustes de su propaganda.
Frente a la visión idílica que la utopía capitalista daba de sí misma, el anti-utopismo marxista reveló sistemáticamente la crueldad y la ferocidad sanguinaria de este modo de producción desde sus orígenes hasta el momento histórico que Marx registró. De esta crítica anti-utópica quedan páginas magistrales sobre las condiciones inhumanas que soportaba la clase obrera en Inglaterra o la violencia atroz con que el capitalismo ha operado desde sus inicios. Los capítulos XXIII y XXIV del libro I del Capital exponen con toda crudeza el sadismo sin parangón de la “apropiación originaria” capitalista. Aún estremece leerlo y aún estremece más comprobar su verdad en tantos fenómenos económicos actuales. El cristiano Karl Polanyi supo reivindicar la importancia de este anti-utopismo de la crítica marxista cuando escribió “La gran transformación”. Libro magnífico cuya lectura recomiendo a los católicos de buena voluntad.
El capitalismo tiene muchos cadáveres en el armario. Muchos millones de cadáveres. El ropero capitalista es el armario con más cadáveres de la historia. Más que cualquier otro armario nacionalsocialista o comunista. Es como el retrato de Dorian Grey: el capitalismo mejora con cada asesinato. Pero Marx sacó la pintura repulsiva de este monstruo homicida a la palestra pública. Y eso es algo que el sistema genocida jamás le perdonó ni le perdonará. De ahí el empeño de la propaganda neo-liberal en el “Tu quoque…”, o sea, en el “y tú más…” contra el marxismo.
El marxismo, por tanto, no nació como una utopía política sino todo lo contrario. Sin embargo, en el desarrollo de esta crítica Marx cometió el error de introducir factores utópicos que fueron cada vez más radicalizados por sus sucesores y herederos, hasta hacerse patológicos en la URSS. Estos elementos utópicos se concentran en la pretensión de predecir el futuro, fingiendo conocer el estado final del desarrollo capitalista que culminaría, por lo visto, en la sociedad comunista sin clases. Este elemento utópico aceptado por Marx dependía del anarquismo que subyace a su crítica del estado. De manera que el proceso capitalista desembocaría en la liberación revolucionaria donde sobrevendría el paraíso en la tierra y el mito del “Hombre Nuevo” no sometido a la alienación religiosa ni a la corrupción moral del capitalismo. Estos mitos utópicos justificaban todos los excesos y aberraciones del “estado obrero” y la “dictadura del proletariado”.
El neo-liberalismo recupera la utopía capitalista tras la caída de la URSS. Gasta millonadas en ocultar la violencia atroz conque el capitalismo operó, opera y operará en el mundo. Limpia la sangre. Destruye pistas. Se deshace de los cadáveres. Pretende conseguir el crimen perfecto. Tiene Escuelas Económicas encargadas de dignificar con mitos sublimes esta realidad ominosa. Libros de encuadernación exquisita. Control sobre la prensa, la radio, las televisiones. Ejércitos de periodistas. Inquisidores académicos y gobiernos privatizadores. Por no hablar de ejércitos de los que matan, dan golpes de estado, practican el magnicidio o desestabilizan gobiernos y hasta continentes enteros.
Pero lo peor es que muchos católicos han caído presa del mito capitalista y se creen legitimados a hacerlo porque, después de todo, el capitalismo derrotó al marxismo soviético. Y eso lo justifica todo. O eso se pensaba hasta el pontificado de Francisco I. La violencia brutal del capitalismo convierte en absolutamente malo lo que se le opone, de manera que el marxismo era malo sin excepción. Estos católicos imbuidos por la mentalidad capitalista ni siquiera atienden al poder anti-utópico del marxismo y su capacidad crítica para desenmascarar la utopía capitalista de la que son, por otro lado, víctimas.
Es cierto que la teología de la liberación y el diálogo cristiano-marxista cometió un error garrafal asumiendo las dimensiones utópicas del marxismo cuando lo verdadero y aprovechable del marxismo está precisamente en su componente anti-utópico. La teología de la liberación se equivocó tanto cuando cristianizaba el marxismo como cuando hacía marxista la teología. Todo el rollo del joven Marx, del Marx maduro, del humanismo marxista son lo peor del marxismo y lo que principalmente asumió la teología de la liberación en los años 60. Creo que la recuperación de los elementos anti-utópicos de Marx sería todavía posible y una obligación para la crítica contra la engañifa capitalista. Esta es una labor que está por hacer.
La recuperación de estos elementos anti-utópicos nos preservaría, por lo menos, de la “subsunción objetiva” de la Iglesia en el seno de la ideología capitalista. La categoría marxista de “subsunción objetiva” nos permitiría, por ejemplo, liberar a no pocos católicos de la perniciosa ideología neo-liberal en que están sumidos.
El uso de estos elementos anti-utópicos nos ayudaría también a desenmascarar esa patraña que es la figura del “emprendedor” que se ha consagrado incluso en la Iglesia casi como un canon de santidad del trabajador excelente, donde el cristiano corriente parece ser el que va corriendo a todas partes. Y la virtud heroica ir con la lengua fuera. Trabajando y haciendo trabajar los Domingos en las empresas privadas de capital católico.
Para el marxismo la clase universal era el proletariado. Para Hegel era el funcionario. Para el neoliberal la clase universal es el emprendedor. Las tres igual de falsas. Con el agravante que ya no tenemos que soportar a ningún imbécil que nos hable del mito del proletariado universal, pero estamos aún rodeados de papanatas –muchos de ellos católicos- que nos ponen la cabeza como un bombo con el mito del “emprendedor”.
Aviso para inquisidores. Los católicos no deberían leer a Marx para hacerse marxistas. Los católicos deberían leer a Marx para no ser capitalistas. O dejar de serlo. Me refiero a los inquisidores capitalistas disfrazados de católicos. Esos lobos con piel de furry. Esos lobos que “entran en el rebaño y hacen estrago dispersándolo” cuando los falsos pastores huyen abandonando al pueblo de Dios a su merced.
El actual neo-liberalismo, tan cool y humano, pero tan psicópata y depredador como siempre, sólo amplía el fondo de armario liberal, para ocultar dentro más millones de cadáveres:
“¡Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron! Por tanto, sois testigos y estáis de acuerdo con las obras de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis” (Lc 11, 47-48).
Hasta Dorian Gray contrae una expresión de asco ante vuestro horrendo retrato.