La codicia es buena, dijo la serpiente.
Podríamos entrar en disquisiciones filosóficas sobre la desigualdad natural o la necesidad social de la desigualdad, pero aquí no estamos hablando de un rango pequeño de desigualdad que siempre será inevitable y hasta necesaria. Pensemos que en los milenios previos a la creación de los grandes imperios de la antigüedad, la desigualdad nunca superó el 1 a 3, es decir, que el que más tenía triplicaba al que menos. Con la llegada de los imperios se dispara esta proporción: 1 a 30. Pero hoy hemos llegado a la cifra de 1 a 400. De esto es de lo que hablamos cuando hablamos de desigualdad. No tiene ningún sentido que un ser humano posea él solo tanta riqueza como mil millones de sus congéneres. Ni le beneficia a él ni beneficia a los demás. Se trata pura y simplemente de codicia, nada más. Este es el problema central de la desigualdad, que es producida por un mal, un pecado, que a su vez produce otros males. La desigualdad es la estructura del modelo de producción y desarrollo del capitalismo y eso es lo que lo hace un sistema económico y social perverso y pervertido, pues no busca la satisfacción de necesidades sino la creación de riqueza para unos cuantos a costa de lo que sea necesario, sin reparar en las consecuencias. Un sistema así es malo por naturaleza y debe ser eliminado como modo social cuanto antes.
Es evidente que los seres humanos no somos iguales, en la diferencia y la diversidad está lo que nos asemeja a Dios. Las diferencias son las marcas distintivas de lo divino entre nosotros, porque Dios se manifiesta de muchas y variadas formas entre los hombres. Pero, esas diferencias naturales y sustanciales no pueden ser la base para legitimar las diferencias sociales y económicas tan abismales que vemos en el mundo. Como dijera Santo Tomás en su magna obra, los bienes están para cubrir las necesidades de indigencia y las necesidades de estatus, lo que pasa de ahí es injusto. Nadie puede acumular legítimamente riquezas que no sirven para su sustento material y social, pues, como dijera San Juan Crisóstomo, la riqueza es hija de la injusticia, es fruto del robo. Las desigualdades son buenas y necesarias cuando suponen la base de la diversidad personal, social y moral, pero cuando la desigualdad es el fruto de la codicia, es un grave pecado que hace mal a quien acumula y a quienes sufren carencias por causa de la desigualdad. Si no vemos que algo no está bien en el mundo cuando tres personas poseen más que tres mil millones, es que el pecado ya ha anidado en nosotros.