Buscando nuestro mar

Acabamos de iniciar el mes de septiembre. Dejamos atrás las semanas en las que muchos de vosotros habéis disfrutado de unos días de descanso. Mientras todos recuperamos nuestra actividad habitual, quisiera compartiros una parábola sencilla del monje benedictino Mamerto Menapace, que alumbra cuestiones muy importantes. Narra la historia de un río que deseaba encontrarse con el mar. Dice así:

Como todos los ríos, también se había puesto en movimiento buscando el mar. No lo conocía. Simplemente lo intuía, como un destino. El mar lejano y aun no conocido atrae los ríos. Y respondiendo a esa profunda y misteriosa atracción, se arrastran y abren surcos que serán su propio cauce.

Pero hay ríos que renuncian a llegar al mar. Hay algunos que renuncian porque no les alcanza el caudal y terminan por morir en los arenales. Otros, en cambio, abandonan y se convierten en lagunas. Cansados de andar y vencer obstáculos, prefieren construir su propio océano en el hueco de alguna hondonada; y allí se quedan, engañados, creyendo haber llegado, cuando en realidad simplemente se han detenido.

Pero hay otro tipo de ríos que tampoco llegan al mar. Allí donde su cauce se estrecha y el agua corre más apasionadamente, han aceptado un dique que los sofrena. Sus aguas tumultuosas, al no poder seguir su curso normal, se arremolinan acorraladas y acumulan toda su energía. Se parecen a las lagunas.

Al sentirse contenidas por el dique que se interpone en su libre carrera instintiva, su ímpetu y su potencia se acumulan, cada vez más. Incluso su fuerza puede llegar a ser peligrosa, si el dique cede. Entonces todo su caudal liberado de golpe se convierte en avalancha de piedras, barro y agua, arrasando todo lo que encuentra a su paso.

Pero si el dique resiste, porque se ha asentado sobre roca, entonces la fuerza acumulada se canaliza a través de la turbina y se convierte en luz, en energía, en calor. El caudal es conducido por las acequias y va a regar los surcos, creciendo por los viñedos hacia el vino, por los trigales hacia el pan, por los olivares hacia el aceite que alumbra, suaviza o unge. Gracias a su fuerza acumulada, entra en cada casa para el humilde servicio de abrevar, refrescar o lavar.

Y nosotros, ¿qué tipo de río somos? ¿Qué buscamos? ¿Hacia dónde se mueve el río de nuestra vida? ¿Cuáles son los diques que tratan de frenar u obstaculizar nuestro camino hacia el encuentro con Dios? Los diques pueden ser también una buena oportunidad para recuperar la vitalidad y la fuerza perdidas en tantas ocupaciones y distracciones.

Queridos hermanos, ahora que estamos iniciando un nuevo curso os animo a dedicar un tiempo a programarlo, a priorizar aquello que realmente es principal y dejar el resto de cosas en segundo lugar. Recordemos el consejo de Jesús: «Buscad primero el reino de los cielos y el hacer lo que es justo delante de Dios, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mat 6,33).


Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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