Celebrar la esperanza
Esa esperanza nueva, inspirada en la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, constituye un impulso cierto para todo creyente y hombre de buena voluntad. Es el entusiasmo por ir adelante. Ya la esperanza no se reduce a aguardar pacientemente; es más bien, una actitud de crecimiento, que influye en todos los actos y pensamientos de los seres humanos. Esperanza que no defrauda porque ya tenemos la seguridad de lo que se podrá recibir al final; pero, a la vez, no defrauda pues va llenando la cotidianidad con una fuerza particular. Así se combaten las mediocridades, los cansancios, las desilusiones, los fracasos humanos…
Sin embargo, el ser humano también vive de “esperanzas” concretas en su vida. Muchas de ellas son las aspiraciones necesarias para fortalecer la dignidad humana. Otras manifiestan deseos no del todo buenos o necesarios para el desarrollo del ser humano. Entonces, esas “esperanzas” pueden obnubilar la auténtica esperanza. Es lo que sucede con las ideologías, las propuestas socio-políticas-económicas. Es lo que nos conseguimos cuando los proyectos propios los convertimos en irrenunciables. O, peor aún, cuando se trastoca el sentido de la esperanza verdadera, y se piensa que ésta es “aguardar” nuevos mesianismos, o la resolución de problemas de todo tipo con agentes externos que nunca vendrán.
Celebrar la esperanza en el Adviento nos invita a tomar muy en serio lo que ella es de verdad para nosotros. No podemos olvidar que la hemos recibido como un don en el bautismo. De allí la necesidad de que el este tiempo de preparación para la Navidad, no sólo tomemos conciencia de nuestro compromiso bautismal de vivir en esperanza, sino de fortalecerla con la gracia de Dios. Para ello, contando con los diversos medios que nos presenta la Iglesia y sabiendo leer los signos de los tiempos, en este tiempo tenemos la gran oportunidad de reafirmar que somos gente de esperanza. Con ella, abrimos nuestras mentes y corazones para conmemorar el acontecimiento de la encarnación y natividad del Señor Jesús; y, a la vez, se nos permite afinar nuestra mirada hacia los horizontes del Reino.
No resulta fácil celebrar la esperanza cuando vivimos momentos duros y críticos en todos los sentidos. Una de las cosas que agrava la crisis que vivimos es la caída de las “esperanzas”: mucha gente –la mayoría- se siente indefensa y traicionada en sus “esperanzas” y hay quienes llegan a convertirlas en propuestas de “conformismo y resignación”. Esto conduce a actitudes de desolación y desesperanza nada fácil de resolver, porque se han caído los sustentos de esas “esperanzas”.
Ante esto, la Iglesia –con sus pastores y evangelizadores- no puede quedar al margen ni presentar propuestas alienantes. Debe acudir a lo esencial. La causa de nuestra esperanza está en el mismo señor que cumplió las promesas que alentaron la esperanza en el Antiguo Testamento. Y, ahora viendo al futuro del Reino, esa misma esperanza –recibida como don en el Bautismo- nos ha de permitir darle a todos nuestros actos y pensamientos un dinamismo novedoso: el de la nueva creación. Con la esperanza se fortalece la caridad, la cual se hace real en la solidaridad, en la reconciliación, en la fraternidad.
En verdad, el tiempo del adviento no puede reducirse a la preparación de una fiesta ruidosa con ocasión de la Navidad. No puede quedarse sólo en adornos que se colocan o en el encendido de los cirios de una corona… Hay que ir más allá. Con la predicación, con la oración, con las actividades evangelizadoras, con la preparación espiritual para la Navidad, entonces el Adviento será el momento para ayudar a centrar nuestra vida en el misterio de Cristo. Esto nos tiene que llevar a recordar que hemos de actuar en su nombre… y, entonces, a hacer presente la fuerza de su Reino de paz, justicia y salvación. Así es como el adviento se convierte en la celebración de la esperanza.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.