Concilio Vaticano II: La luz de los pueblos
A veces oímos comentar a algunas personas “yo creo en Cristo, pero no en la Iglesia”, como si pudieran separarse. Dios escogió en tiempos antiguos un pueblo, el de Israel, con el que hizo una Alianza singular, para beneficio de todas las personas sin distinción. Y Cristo, con su “sangre de la Nueva Alianza”, instituyó la Iglesia como comunidad de creyentes, unida en la fe, los sacramentos y la autoridad de Pedro y los apóstoles, y sus sucesores. El triple vínculo: fe, sacramentos y visibilidad de la Iglesia en comunión con el Papa y los obispos definen a este “pequeño rebaño” que está llamado a ser medio de salvación para todo el género humano.
La “Lumen Gentium” recuerda esta realidad, pero introduce algunas novedades en la expresión y pone el acento en determinados temas. Suya es la expresión “Pueblo de Dios” que supera la antigua dualidad considerada a veces sustancial entre clérigos y laicos. Todos formamos parte de este cuerpo que es la Iglesia y cuya cabeza es Cristo. Nadie puede ya hablar de la Iglesia como si se tratara de una realidad ajena.
Es más, al hablar de este Pueblo de Dios, la Constitución sobre la Iglesia primero habla de los fieles y después de la jerarquía, no en menosprecio de ella, sino con la intención de destacar la dignidad de cada cristiano y la vocación universal a la santidad y al apostolado. Algún teólogo vio este cambio de orden expositivo como un “giro copernicano” en la manera de enfocar la diversidad de situaciones y dones en a Iglesia. Hacía falta destacar que los seglares no son en la Iglesia como los extras de una película, sino que son también protagonistas principales en una institución de origen divino en la que todos estamos llamados a ser santos.
La Constitución sobre la Iglesia reafirmó el primado del Papa al tiempo que acentuó, sin que haya ninguna oposición, la colegialidad de los obispos. Las conferencias episcopales, los sínodos y otras muestras de colegialidad han sido un fruto notable del Vaticano II, abierto a concreciones tan positivas como la que vivimos de modo muy próximo, en 1995, con ocasión del Concilio Provincial Tarraconense.
Se entiende bien que la Iglesia universal no es ni una abstracción ni una suma de iglesias independientes, como señala el teólogo y cardenal Henri de Lubac, quien repara en que San Pablo no dirige su carta “a la Iglesia de Corinto”, sino “a la Iglesia de Dios en Corinto”. La misma indivisa Iglesia está en Corinto, como en Filipos, Éfeso…o Tarragona.
La Iglesia es una realidad amable, es nuestra casa, nuestra familia humana y sobrenatural a la vez y, como hace la Constitución de la que hoy me ocupo, la ponemos en manos de la Virgen María, para que la haga, como Ella misma, madre y maestra de toda la humanidad.
† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado