El Espíritu nos libera de mundanizar el ministerio
Estas palabras de Jesús las recibimos con corazón abierto y disponible. Queremos que nuestro Ministerio episcopal esté conducido por la unción del Espíritu Santo y esto lo pedimos unos por otros, de modo especial en esta Eucaristía.
2 Jesús llama al Espíritu Santo “Espíritu de Verdad”; su presencia en nuestro corazón disipa la tiniebla de la mentira y la nebulosa de esas pseudoverdades, verdades a mitad de camino, expresiones de cumplimiento (cumplo y miento), expresiones de compromiso con el mundo, que “no lo puede recibir (al Espíritu Santo), porque no lo ve ni lo conoce” (Ju. 14: 17); expresiones generadas en el espíritu de mundanidad espiritual, “el mayor peligro, la tentación más pérfida, la que siempre renace -insidiosamente- cuando todas las demás han sido vencidas y cobra nuevo vigor con estas mismas victorias... Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla atacándola en su mismo principio, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral. Peor aún que aquella lepra infame que, en ciertos momentos de la historia, desfiguró tan cruelmente a la Esposa bienamada, cuando la religión parecía instalar el escándalo en el mismo santuario”. (cfr. De Lubac, Meditaciones sobre la Iglesia, Descléc, Pamplona 2ª ed. pg. 367-368).
“La mundanidad espiritual no es otra cosa que una actitud antropocéntrica... un humanismo sutil enemigo del Dios Viviente – y, en secreto, no menos enemigo del hombre- que puede instalarse en nosotros por mil subterfugios” (ibid). Cuando un sacerdote negocia con esta actitud deja de ser pastor de pueblo para convertirse en clérigo de estado, en funcionario.
El Espíritu Santo nos sitúa más allá y nos rescata de este espíritu del mundo, del espíritu de ese “mundo” del cual es más peligroso ser amigo que enemigo. Nos libera de esta trampa que tiende a mundanizar nuestro Ministerio. Él desde dentro nuestro, nos conduce y nos impulsa en dos direcciones diferentes: una hacia dentro pues nos introduce en el Misterio y otra hacia afuera que nos da la fuerza del testimonio.
3 Jesús nos envía desde el Padre el Espíritu de Verdad. Nos dice que él nos enseñará todo y nos recordará lo que el mismo Señor nos ha enseñado. Memoria y docencia. La unción del Espíritu nos recuerda la doctrina y nos la sigue enseñando, develando, a lo largo de la Vida. Nos empuja hacia el Misterio, nos introduce en el Misterio. No nos deja a mitad de camino, nos defiende de las confusiones, nos conduce hacia la plenitud y la madurez de la fe. De esta manera, como comunidad de creyentes, nos salva de pertenecer a una Iglesia gnóstica porque el conocimiento que nos infunde es sapiencial y preñado de amor, es un conocimiento que nos unge discípulos de Jesucristo y no meros conocedores de una filosofía o de una doctrina.
4 Pero su trabajo en nosotros no es sólo éste sino también empujarnos al mundo, a ese mundo que no quiso recibir al Señor, ese mundo que odió al Señor y nos odiará también a nosotros (cfr. Jo. 15: 18-19). Nos conduce allí para ser testigos de la resurrección de Jesús. No recibimos al Espíritu Santo para nosotros solos de manera que fomentemos una espiritualidad de autocomplacencia. No lo recibimos para que nuestras comunidades sólo posean y recuerden la Verdad. El Espíritu va más allá y nos envía, desde el Misterio en el que nos introdujo, hacia afuera. Nos salva de una Iglesia autorreferencial. Nos hace misioneros.
5 Jesús les pide a sus discípulos que no se muevan de Jerusalén hasta que venga el Don del Padre. A nosotros nos pide también que no nos movamos ni hacia el Misterio, que nos unge discípulos, ni hacia el mundo para llevar la Buena Noticia como testigos misioneros, si no es conducidos por la Unción del Espíritu Santo. Saber discernir los caminos por donde nos lleva el Espíritu y ser dóciles a ellos es una gracia que, cotidianamente, hemos de suplicar para nuestro servicio ministerial.
6 Nuestra Señora comprendió esto. sobre Ella había venido el Espíritu Santo (Lc. 1: 35) y a la luz de su unción conservaba y meditaba todos los acontecimientos en su corazón (Lc. 2: 19; 2: 33; 2:51); no perdió nunca la capacidad de admirarse con ese estupor que provoca la presencia del Espíritu, no se quedó a mitad camino y llegó, perseverando, hasta el final. Tampoco Pablo se quedó a mitad camino buscando una componenda con los licaonios de Listra, un compromiso que le permitiera aceptar el honor mundano y, a la vez, anunciar a Jesucristo. Llegó hasta el final porque lo impulsaba el Espíritu de la Verdad. Y si miramos a Juan Bautista encontramos la misma actitud: no negociar con la mundana vanagloria del momento. (Ju. 1: 19-27). Ellos, en su vida, nos dan testimonio de que el Espíritu impulsa y conduce hacia la plenitud y consumación de su obra. El mismo Jesús tuvo que soportar el zarandeo que le proponía una redención “a medida mundana” a través de la riqueza, la vanidad y el poder (cfr. Mt. 4: 1-11). Él, que fue ungido Señor de todos, nos marca el rumbo; quiso pasar por la tentación de la componenda y vencerla con la fuerza de la Palabra de Dios. Y esto lo hizo porque “fue llevado por el Espíritu” (Mt. 4: 1, Mc. 1:12), porque estaba “lleno del Espíritu Santo” y “fue conducido por el Espíritu (Lc. 4: 1)
7 Comenzamos esta Asamblea fortalecidos por la promesa de Jesús: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho”. Y pedimos que esta presencia del Espíritu sea aceptada y acogida plenamente en nuestro corazón. Que nos dejemos introducir por Él en el Misterio y nos dejemos enviar por Él como testigos, de tal manera que no configuremos una Iglesia gnóstica o una Iglesia autorreferencial. Y que por este camino lleguemos hasta el final sin quedarnos en atajos negociando con la “prudencia”del mundo, prudencia nacida de compromisos con la riqueza, la vanidad y la soberbia. Nuestro pueblo fiel nos reclama pastores, testigos del Misterio, enviados a anunciar a Jesucristo.
(Discurso de apertura de la Asamblea Plenaria delñ episcopado argentino)
Buenos Aires, 11 de mayo de 2009
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.