Gaudium et Spes: el documento más característico del Concilio Vaticano II
Que no se aprobara hasta el final mismo del Concilio da idea de que no fue fácil elaborar un texto que expresara de modo adecuado, como al fin se consiguió, la relación entre la Iglesia y el mundo.
El Papa Juan XXIII fue el impulsor de este documento que encargó, en un primer borrador, a los cardenales Montini y Suenens. En el segundo esquema que se hizo intervinieron Rahner y Congar, dos de los teólogos peritos conciliares. Y a lo largo de su redacción y debates tomaron la pluma o la palabra Henry de Lubac, Jean Daniélou, y dos personalidades que llegarían a ser Papas: Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger.
De Lubac comentaba: "He oído durante el Concilio a obispos de gran valor, pero con monseñor Wojtyla advertía uno que las cosas quedaban situadas en un nivel excepcional". En cuando al cardenal Ratzinger, él mismo narra en su autobiografía la emoción que sintió cuando, como ayudante del cardenal Frings, recibió el nombramiento de perito oficial del Concilio.
Me he detenido en la importancia de la participación de los teólogos, extensiva a otros debates conciliares, porque puede ayudar a entender que la Gaudium et Spes encontrara términos nuevos y felices para expresar su voluntad de cooperación con toda la humanidad, como "el signo de los tiempos" o fórmulas ya clásicas hoy como aquella de "el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado".
La mejor aportación de la Gaudium et Spes fue contribuir a esclarecer el porqué de la vida del hombre y su destino. Cada persona tiene una radical dignidad, cualquiera que sea su pensamiento y su religión, como creado por Dios a su imagen y semejanza y llamado a ser salvado por Jesucristo.
Con la doctrina de siempre se encontró una expresión más feliz y adecuada al Evangelio: el mundo ya no puede ser considerado sinónimo de pecado, como hacían algunos escritores antiguos, sino como patria común del género humano. Y la Iglesia no rechaza, sino que bendice el progreso humano, técnico y científico, siempre que esté al servicio verdadero de la humanidad.
Y para evitar cualquier malentendido, aclara: "La Iglesia no tiene ninguna ambición terrenal, sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra misma de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, a salvar y no a condenar, a servir y no a ser servido".