Ofrece y da a conocer una visión trascendente de ti mismo y de todos los hombres
¿Qué mejor servicio se puede ofrecer al hombre, a todo hombre, que promoverlo en su auténtica dignidad? Sí, auténtica: imagen y semejanza de Dios y con el título que jamás podemos darnos nosotros: hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Un cristiano se compromete con todas las consecuencias en trabajar con la gracia y el amor mismo de Dios a promover la persona humana y su dignidad en todas las dimensiones de la existencia del hombre. Lo hacemos desde una concepción del ser humano que tiene unas características que ciertamente nos distinguen de otras concepciones y perspectivas. Es verdad que la promoción del ser humano en su dignidad compete a todos los hombres. También es cierto que esta tarea debe ser compromiso de todos y debe ser garantizado por el Estado. Pero la Iglesia, todos los discípulos de Jesucristo, participamos en esa promoción con la originalidad que nos da la visión de hombre y persona que nos es regalada por Jesucristo. No lo hacemos para diferenciarnos, no lo hacemos desde una mezquindad proselitista para competir con cualquier otro grupo, lo hemos de hacer para aportar lo que consideramos que es el mejor tesoro que poseemos, y porque nos ha sido mandado por Quien es ese tesoro: Jesucristo.
Hay un único motivo por el cual tenemos algo que hacer en todos los campos de la vida humana. El modo de entender al ser humano que nos ofrece Jesucristo aporta algo a todos. La humanidad entera está esperando una novedad; es más, la necesita y la está buscando, aunque no sepa cómo conseguirla. Los cristianos sabemos de ella. Y tenemos motivos para poder regalar a todos los hombres esa esperanza que brota de la sabiduría cristiana que nos entrega Cristo Resucitado, donde nos da la estatura que Él ha conseguido para todos los hombres y a la cual hemos sido llamados. ¡Nos promueve a la libertad, a las libertades! Nos hace personas que comprendemos, sin escatimar, que nuestra vida y la de los demás están en manos de Dios, y que la libertad que nos ofrece es un don de tal envergadura que solamente puede comprenderse y medirse en el destino trascendente que nos ha dado el Señor. No tengamos miedo, no nos dejemos llevar por los cansancios, los agobios de la vida, las dificultades, las dudas o cualquier tipo de tentaciones. Escuchemos esa voz que nos dice: «¡No tengáis miedo!», «yo quité la piedra de una vez para siempre», «he resucitado» y os he dado prioridades que debéis mantener en esta humanidad: la de la vida sobre la muerte; la del hombre sobre el sábado; la del amor sobre el egoísmo; la de vivir con el arma del amor sobre esas otras armas que manifiestan la debilidad y la ilusión; la que aniquila la esperanza y debilita nuestra condición trascendente…
Vivamos desde la antropología que nos ha mostrado Jesucristo y que ha conquistado para todos nosotros: un modo nuevo de entender al ser humano. ¿Cuál es ese modo? El Papa Benedicto XVI le llamaba la «dignidad trascendente». Esa que se expresa en la gramática natural que desprende el proyecto divino de la creación. Es la nota más característica: tenemos una dignidad trascendente. Lo que somos no se puede calcular solamente por los factores naturales, biológicos o ecológicos e incluso sociales. Lo que somos lo tenemos que ver desde esa narración de la Creación. Ahí se nos hace ver que «somos familia de Dios», «estamos emparentados con Él», no solo como parte de todo lo que ha sido creado, sino como la culminación de toda la creación. Y esta trascendencia no nos pone fuera del mundo, todo lo contrario. Ella hace que nos ocupemos de todas las cosas creadas, que las cuidemos, que las pongamos al servicio de todos los hombres.
No tengamos miedo a vivir y a ofrecer esta dignidad trascendente, esta manera de entender al hombre que nos regala Jesucristo. La intrascendencia nos mantiene sin reflejos: niños que mueren, que pasan hambre; hombres y mujeres que se matan en enfrentamientos irracionales; secuestros, esclavizaciones diversas, decisiones de un no a la vida en los diversos estadios de la misma. Con estos datos tenemos números y gastos, daños y costos. La «dignidad trascendente» desprecia los números, y sostiene que lo que se hace o se deje de hacer con los seres humanos, se hace con Jesucristo.
En este tiempo de conversión que es la Cuaresma os ofrezco tres tareas para entrar en esa escuela de Jesucristo en la que aprendemos a vivir desde lo que somos, desde la «dignidad trascendente»:
1. Subir a la montaña; entremos en la altura que Dios nos ofrece: es la oferta que el Señor hizo a tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan, cuando les propuso subir a la montaña en la que Él se transfiguró. ¡Qué experiencia les hizo vivir a los tres! La prueba está en las palabras que dijeron al Señor: «¡Qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas». Sentir y experimentar la presencia de Dios es una necesidad. Situar nuestra vida a la altura de Dios, ver todo desde el Señor, es esencial para descubrir qué es el hombre, a qué lo llama Dios, cuál ha de ser su entrega, su tarea y trabajo.
2. Mirar todo lo que existe desde la mirada del Señor: recordemos lo que el Evangelio del domingo pasado nos decía, hablándonos de lo que el Señor se encontró en el templo de Jerusalén: cambistas y mercaderes. En el fondo la intrascendencia, que engendra indignidad, roba lo más bello del hombre, y convierte este mundo en lugar de negocio con el ser humano mismo. Mirar lo que existe desde Dios. Sobre todo mirar al hombre que no solo es física, química o biología. Un humanismo trascendente invita siempre a replantear el modo en que somos y vivimos para nosotros y con los demás. Nos invita a ir a la fuente: Jesucristo, que es Amor. La certeza de caminar por la vida con un Dios que se mete en nuestra vida nos acompaña, nos auxilia y no consiente que seamos vendedores y cambistas para tener más. Él nos enseña a ser y, por tanto, a vivir.
3. Dar la mano a todo el que esté a nuestro lado, y buscar dársela también a quien, estando lejos, necesita nuestra mano: no todo es lo mismo. No vamos en cualquier dirección. No estamos solos en este mundo. Precisamente por ello, en todos los proyectos que tengamos en la vida, todo lo que intentemos desarrollar, los valores que promovamos, el sentido que transmitamos en todo lo que hacemos, aunque a nuestro alrededor tengamos gente que no profese nuestro credo, es fundamental que demos nuestra mano a todos, como lo hizo Jesucristo. Dar a su estilo, a su manera, con la profundidad que ofrecía y las consecuencias que tenía pues, aunque no puedan verlo algunos, estamos colaborando en la llegada del Reino para todos. Hay un juicio, y este es el triunfo de la justicia, del amor, de la fraternidad y de la dignidad trascendente de todo ser humano. Demos siempre la mano.
Con gran afecto, os bendice,
+ Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid