Pablo VI y Romero
Ciertamente que ambos han vivido de manera heroica las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad; así como otras virtudes cristianas y humanas. Pero quisiéramos destacar tres características que les son comunes a estos dos nuevos santos de la Iglesia: su preocupación por el ser humano, su fidelidad a la Iglesia en la fe y en el amor de Dios y su mística de la soledad.
Cuando uno lee los escritos de Pablo VI, desde antes de ser Papa inclusive, uno descubre que una de sus más grandes preocupaciones apostólicas es el ser humano. Se sintió siempre atraído por la defensa del ser humano y de su dignidad. Con sus estudiantes de la FUCI hasta los pobres de Bombay y Colombia (dos de sus viajes apostólicos), Montini demostró su sensibilidad por el ser humano: por sus riquezas y miserias, por su caminar en la historia y por su papel en la edificación del reino de Dios. Esto lo llevó a promover el diálogo con la humanidad y el mundo, a plantear la urgencia del desarrollo integral de la humanidad y a defender a los más pobres, a quienes identificó como “sacramento de Cristo”. Esa preocupación por el ser humano se manifestó en gestos concretos: desde su austeridad hasta su gentileza en el trato con todos. Y eso le costó muchísimas incomprensiones de parte de los que estaban cerca de él. Asimismo podemos encontrar en Romero su preocupación cierta por el ser humano: durante toda su vida, con delicadeza, no sólo supo tratar a todos los seres humanos con el respeto que se merecían por ser hijos de Dios, sino también demostró que no estaba alejado de ellos. Era un hombre de pueblo y esto nunca se dejó de sentir. Su preocupación por los más pobres y por los que sufrían lo llevaron al martirio: no dudó en levantar su voz ante los atropellos de quienes se creían los dueños de la vida y de la libertad humana. Y no tuvo miedo de las incomprensiones y hasta persecuciones que tuvo que soportar. Por eso, se le pueden recordar a ambos como santos de la humanidad.
En ambos podemos conseguir un ejemplo firme de lo que significa la fidelidad y el amor a la Iglesia. No era algo que debían hacer por mero compromiso, sino que salía y brotaba desde lo más íntimo de su vida espiritual. Pablo VI no dudó en continuar el Concilio e impulsar la renovación de la Iglesia. Corrió los riesgos que eso suponía. Pero, a la vez, se mantuvo firme con el coraje del Espíritu Santo para hacer llegar la voz de la Iglesia, la acción de la misma y la fuerza de su misión por todos los sitios del mundo. Con su EVANGELII NUNTIANDI enfatizó la tarea esencial e irrenunciable de la Iglesia. Y ante las incomprensiones y críticas, soportadas en su soledad, no se quebró, sino que se mantuvo fiel y confiado en el compromiso de su ministerio eclesial. Hombre de Iglesia por ser hombre de fe en el Señor Jesús. Lo mismo podemos decir de Romero: hubiera podido haber renunciado a tomar posiciones que muchos consideraban peligrosas y hasta contrarias, pudo haberse escondido en las seguridades de los privilegios o en las necesidades de las connivencias… sin embargo, desde siempre fue un hombre de fidelidad a una Iglesia de la que se sintió servidor. Era firme en sus ideas y capaz de corregir actitudes, como de hecho lo hizo. Esto le llevó a sentirse aislado en no pocas ocasiones y hasta ser mal visto en muchos sectores, incluso eclesiales. En ambos la fidelidad a la Iglesia, prueba de su amor a ella, se vivió de manera ciertamente heroica.
Por otro lado, en ambos podemos comprobar la mística de la soledad. Parece extraña esta expresión. Aunque eran personas capaces de establecer relaciones con muchísimas personas y comunidades, ellos vivieron la soledad institucional. Los principales adversarios de Pablo VI, aún después de su muerte, se encontraban dentro de la misma Iglesia: unos porque le acusaban de destruir la unidad, otros porque le recriminaban que no iba adelante en la reforma de la Iglesia. En esa soledad, su único refugio fue Dios. Y como lo manifestaría en varias ocasiones, sólo aferrado a la cruz –la máxima expresión de la soledad- podría vencer las tentaciones y los dolores espirituales de esa soledad. Pero supo encontrar en ella, la luz en la oscuridad y de la transfiguración: su oración, su espiritualidad, su caridad asó lo demuestran. Romero experimentó lo mismo: sus mayores adversarios salían de las filas de la misma Iglesia, incluso luego de su muerte. Se sintió solo en el acompañar al pueblo necesitado de su amor pastoral. Soledad institucional, como se suele decir; pero espacio para la mística de un hombre que supo convertir esa soledad en especio de encuentro con Dios y testimonio de comprensión y caridad para con los demás. Una de las consecuencias de esa soledad en ambos fue el desconocimiento de su pensamiento y de su obra. Ha habido quien ha querido malponer a la historia contra estos dos santos; no ha faltado quien ha querido prescindir de las riquezas de su pensamiento; y también encontramos quienes han hablado y actuado en contra de su mística. Son dos grandes desconocidos –aún cuando se les conoce por sus realizaciones y testimonio en amplios sectores de la humanidad- que comienzan a ser descubiertos. Leer sus escritos y meditar sus vidas ayudará a muchas personas a re-encontrarse con lo que significa ser santos en un mundo adverso y con gente que se supone podrían ser considerados hermanos.
Damos gracias a Dios, porque Francisco los reconoce como santos para toda la Iglesia. Es un reconocimiento a la acción del Espíritu Santo por medio de hombres frágiles que no se doblegaron y que supieron dar testimonio de fe, caridad y esperanza; de vida eclesial y de entrega a Cristo a favor de los hermanos. Damos gracias a Dios por San Pablo VI de la humanidad y por San Romero de América.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.