“Queremos habitar en tu casa, Señor”

En algún momento de nuestra vida cristiana, nos hemos visto abocados a exclamar, experimentar, pensar o sentir: “Quiero habitar en tu casa, Señor”.En elcamino sinodalde estos tiempos en los que vamos forjando el nosotros eclesial, hemos de aprender a vivir diciendo:“Queremos habitar en tu casa, Señor”.

Esta es la casa del Señor. Él ha querido vivir en ella y se ha adelantado a ofrecérnosla a nosotros para que la habitemos, permaneciendo en su interior con Él y con los hermanos en la fe. Nuestra Iglesia particular de Mondoñedo-Ferrol viene edificándose como casa del Señor, tal y como celebramos en el aniversario de la Dedicación de su Santa Iglesia Basílica Catedral de Ntra. Sra. de la Asunción, más allá incluso de los 800 años que celebraremos en la conmemoración del inicio de la construcción del templo.

Hoy es un día para dar gracias a Dios, que nos ha regalado una casa; no de piedra y madera, hechura humana que hay que cuidar, restaurar y conservar, sino una casa que trasciende los muros del esfuerzo humano y hace brillar una comunidad fundada en la fe, la esperanza y el amor.

Durante este curso nos hemos propuesto metas realistas para nuestra conversión misionera, personal y comunitaria, conscientes, como decíamos el año pasado, de que cada diocesano es una piedra viva que necesita restaurarse, pulirse, adaptarse, revestirse con la hermosura de Cristo y su Evangelio.

Por tanto, buscaremos juntos un anuncio renovado que ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora (EG 11). Con este fin, queremos revisar y comenzar a mejorar la propuesta cristiana y los procesos de iniciación y acompañamiento en la fe. Pero en vano se cansan los albañiles si el Señor no construye la casa. A Él le confiamos nuestros esfuerzos y nuestra determinada determinación de restaurar su Iglesia, constituyendo cada rincón de nuestra diócesis en estado de misión (cf EG 25).

Este proyecto es el que nos hace exclamar hoy: “Queremos habitar en tu casa, Señor”. Sin conformarnos con un cumplimiento externo o mediocre, sino profundizando en el sentido de las normas, moviéndonos por el amor que debe reinar en la casa de Dios y, en consecuencia, yendo más allá de lo exigible con generosa donación.

Queremos habitar en tu casa, Señor, sin calumniar con la lengua. Sin chismorrear. Sin hacer mal al prójimo. Sin acarrear desgracias a nuestros vecinos, como gentes de paz que quieren vivir en la paz de la casa de Dios.

Somos conscientes de que no habitará la casa del Señor quien comete fraudes, el que dice mentiras (cf Sal 101,7), y que debe ser exhortado al reconocimiento de su delito y a cambiar su conducta el que actúa como reprueba el Señor. Habitarán la casa del Señor quienes tienen una conducta intachable y cooperan para que los hermanos la tengan también. Quienes, reconociéndose pecadores, buscan y practican la misericordia, pero no consienten en instalarse en la corrupción pactando con el pecado -y mucho menos con el crimen-.

Querer habitar en la casa del Señor nos exige pedir perdón por nuestros errores, escándalos, pecados y delitos, como han hecho los últimos Papas. Nos exige dar importancia a aquello que puede ser la puerta del pecado grave y de la transgresión, sobre todo si consentimos un comportamiento irresponsable que enturbie el aire del Espíritu que hemos de respirar en la casa del Señor.

Más en concreto, querer habitar en la casa del Señor nos exige pedir perdón por los abusos sexuales, de poder y de conciencia, sobre todo contra menores y adultos vulnerables, como afirma el Papa Francisco en su carta de agosto pasado al Pueblo de Dios. Lo hacemos sintiendo con toda la Iglesia, casa de Dios en medio de su Pueblo, seguros de que “si un miembro sufre, todos sufren con él” (1Co 12,26). Solidarios con quienes sufren y dolidos por nuestros pecados, hemos de dar pasos para favorecer que se atienda a las víctimas, que se comprenda su sufrimiento -que en algunos casos no cesa-, y que no tengamos miedo de reconocer el escándalo de una conducta reprobable, con el fin de que no se vuelva a producir.

No siempre hemos sido dignos de habitar en la casa del Señor. Pero queremos serlo y el esfuerzo por cambiar es camino de restauración de la casa del Señor, buscando el bien y practicando la justicia, diciendo la verdad de corazón, facilitando el resarcimiento que ayude a superar el sufrimiento infligido y acogiéndonos a la misericordia divina.

Que cada cual repare en su conducta, revise si está cerca o lejos de la justicia de Dios, de decir la verdad de corazón, de no calumniar, de no hacer mal ni acarrear desgracias al prójimo. Que cada cual piense lo que tiene que cambiar para habitar en la casa del Señor por años sin término, de modo que cumpla lo prometido aunque sea en daño propio. Que todos honremos a los que aman a Dios, que son muchos santos de la puerta de al lado, los cuales sostienen la casa y a cada uno de sus habitantes para que ninguno vacile jamás.

Sintámonos alegres por haber sido llamados a habitar, cuidar y restaurar la casa del Señor. Reconozcamos que necesitamos la fortaleza que nuestra casa nos transmite; trabajemos por hacer brillar la luz de Dios en cada rincón de su casa y mostremos la grandeza de habitar en ella a quienes todavía no la conocen porque no se han encontrado con Jesucristo. Especialmente a los jóvenes, que en este tiempo sinodal –y siempre- forman parte del corazón de la Iglesia: es a ellos, que tienen el mundo y la vida entera por delante, a quienes debemos pasar el hermoso testigo de la fe, como quien abre la puerta de la casa más hermosa a la próxima generación que habrá de habitarla. El Señor quiere vivir con ellos –con todos nosotros-. No escatimemos ningún esfuerzo, ninguna oración, para que nadie quede fuera de los atrios del templo de Dios. Que podamos cantar a coro con voces de un nosotros eclesial: “qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor” (cf Sal 122).
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