El amor de Dios al mundo

Solemos hablar mucho del amor y de la misericordia de Dios. Apelamos a él, para pedir gracias y ayudas espirituales; incluso para pedir perdón por nuestras faltas. Pero, a la vez podemos olvidar que el amor de Dios no es un hecho puntual, al cual acudimos cuando tenemos una necesidad. Como si se tratara de una llamada automática ante una máquina de hacer favores o de resolver problemas. El amor de Dos es mucho más profundo y, por otro lado, siempre permanente. No en vano reconocemos también que es eterno.

Además se trata de un amor radical: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar el mundo, sino que para el mundo se salvara por él”. No hay amor más radical y profundo que éste: Dios que creó todo, y al hombre lo hizo a su imagen y semejanza por amor, envía a su Hijo para salvar a la humanidad, no para condenarla. La fuerza del amor se extiende, a través de la entrega de su Hijo, hasta el extremo de convertirnos en sus hijos. Somos hijos de Dios, gracias a su amor.

De allí que al hablar del amor de Dios no podemos reducirlo a actuaciones meramente puntuales. Dios quiere que todos nos salvemos y para ello nos da la gracia de ser sus hijos. Ser hijos de Dios es ser hijos del amor. Esto conlleva “creer”. Quien de verdad cree, tiene la vida eterna. El evangelio es duro al indicarnos que “quien no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios”. La fe y el amor se dan la mano en el creyente. La fe no es recitar un conjunto de verdades de memoria, ni decir que se acude a Dios en las necesidades. La fe no es meramente un acto intelectual (es importante que lo sea); sino que es eminentemente una realidad existencial; es decir, siempre se vive y se manifiesta en los diversos actos de la vida del creyente. Quien cree actúa de acuerdo a su fe; por tanto quien cree en el Dios de Amor, debe actuar en y con amor. San Juan lega a enseñarnos en una de sus cartas que “hemos creído en el amor”: precisamente porque creemos en un Dios que es amor.

Dios ama en todo momento y nosotros debemos hacer igual: no se acude a él de vez en cuando, sino que se está en sintonía, por la fe y por la comunión del encuentro vivo gracias a la Palabra y los sacramentos con el apoyo de la oración. Hay muchas personas que dicen creer en Dios, pero actúan en contra del amor: han preferido la oscuridad y de vez en cuando buscan alguno que otro rayito de luz. Hay muchas personas que se dicen creyentes y son más bien simpatizantes de algunas cosas de Dios: con su pietismo acuden de vez en cuando a Él para pedir lo que “necesitan” o para llenarse de alguna que otra emoción espiritual. Sin embargo, quien de verdad es creyente, busca el encuentro con el Dios amor, sobre todo mediante Jesús, para estar en comunión con Él y así todo lo que se haga, será realizado en su nombre… por ende, con y en el amor.

Cuando Jesús le habla a Nicodemo acerca de la radicalidad del amor de su Padre Dios, nos está invitando a asumir la verdadera postura de la fe: la de estar en comunión con el amor. Creer conlleva el amor. Por eso, aunque se digan creyentes, quienes se encierran en la oscuridad y hacen del pecado una opciñon de vida, no pueden ser considerados creyentes ni cristianos a carta cabal. Quienes se han encerrado en las tinieblas de la corrupción, con sus diversas manifestaciones, sencillamente, no son gente de fe, aunque puedan tener expresiones “religiosas”.

El mundo está necesitado de amor. Por tanto está urgido de gente de fe que sea capaz de contagiar con su testimonio de vida el amor de Dios. Con la oración y la vida sacramental, los creyentes seguidores de Jesús serán capaces de hacer esto posible. Es la tarea de la Iglesia y de sus miembros. La Iglesia debe anunciar el evangelio de Jesús, por tanto el evangelio del amor de Dios… y cooperar para que toda la humanidad pueda recibir y aceptar la fuerza salvadora de ese amor tan grande que fue capaz de entregar a su Hijo para la liberación plena del mundo.


+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal
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