A los 50 años del Concilio Vaticano II

Uno de los teólogos más citados a propósito del Concilio Vaticano II, de cuya clausura acaban de cumplirse 50 años, fue Henri de Lubac. En una ocasión, durante una conversación entre amigos, dijo: «Esperamos que la Providencia nos conserve por mucho tiempo a Pablo VI, pero el día que tengamos necesidad de un nuevo Papa yo tengo ya mi candidato: es Wojtyla. ¡Lástima que no lo será! No tiene ninguna posibilidad.»

Podría decirse que De Lubac acertaba incluso cuando se equivocaba. Con el tiempo Karol Wojtyla accedió al Pontificado, y, por cierto, le nombró cardenal. Pues bien el teólogo francés, haciendo balance de los frutos del Concilio años después, destacaba que la Iglesia, con sus miserias y humillaciones que derivan de las debilidades de cada uno de nosotros, posee algo muy positivo que llamó «una red de santidades ocultas». A este propósito escribió: «Amo a esta Iglesia en la cual, como decía Gregorio Magno, cada uno es sostenido por el otro, aunque el uno y el otro puedan a veces considerarse enemigos, tan débil es la mirada de todos ellos.»

El Concilio Vaticano II supuso una formidable y necesaria puesta al día de las prácticas eclesiales en todos los campos. Sus documentos son un tesoro teológico y pastoral. Dio alas a una mayor comunión dentro de la Iglesia impulsando las Conferencias Episcopales, y Sínodos de Obispos, como el que se acaba de celebrar sobre la Familia. Y, de modo muy destacado tendió puentes hacia otras religiones cristianas y no cristianas a través del camino ecuménico y la apertura a la sociedad.

Sería una pena que este mayor acento en la fraternidad con los no católicos, no se viera acompañada de una mayor fraternidad dentro de la propia Iglesia Católica. El Papa Francisco, abogando por el respeto a todos los carismas y realidades eclesiales, ha censurado con frecuencia las críticas internas, las murmuraciones, las envidias humanas o los deseos de destacar sobre otros. Son faltas de caridad que pueden darse en los ámbitos que deberían ser más ejemplares, desde la Curia romana hasta la última parroquia o movimiento de base.

El aggiornamento que buscó el Concilio no puede ser solo litúrgico o formal, sino incidir en el núcleo del mensaje de Jesucristo: el amor entre unos y otros. El testimonio que se nos pide se parece mucho al que daban los primeros cristianos de quienes el pueblo comentaba: «Mirad como se aman

† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
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